sábado, abril 27, 2024
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Llenar el contenido y vaciar los fascismos

Montserrat Escribano-Cárcel
Facultad de Teología “San Vicente Ferrer”, València
La gran depresión 2008
La gran depresión del 2008 tuvo un impacto terrible en gran parte del pueblo; y, en la pandemia, seguimos el mismo derrotero.

La última campaña presidencial de los Estados Unidos de América ha mostrado que lo que estaba en juego no era que un partido u otro ganara con un margen adecuado. Esta vez, lo que el pueblo votaba era algo más grave. La decisión se presentaba entre un modelo de gobierno que puede reforzar un estado democrático frente a otro que potenció la concentración de poder en manos de las élites financieras. La disyuntiva electoral basculó entre un Estado que necesita reforzar sus engranajes democráticos, con lo que todo ello supone de mejora para la vida de sus gentes, y la posibilidad de un gobierno autoritario capaz, en el peor de los casos, de hacer estallar la democracia y sus instituciones desde dentro. fascismos

Este dilema ha aparecido otras veces en la historia política. Sin embargo, ahora se presentaba como una alternativa decisiva. El partido Demócrata la adoptó como estrategia trasladando esta decisión a sus votantes desde el inicio mismo de la campaña. Así quedó escenificado durante la Convención Nacional Demócrata en la que se oficializaba la candidatura de Joe Biden. En ese evento, que duró varios días, la actriz latina Eva Longoria decía al comienzo: “Cada cuatro años nos juntamos para reafirmar nuestra democracia. Este año hemos venido a salvarla”. Palabras semejantes fueron utilizadas también por el senador Berni Sanders y la abogada Michelle Obama. El primero se refería a las votaciones del 3 de noviembre de 2020 como: “las más importantes de la historia moderna”, mientras que Michelle Obama subrayaba que: “Vivimos en una nación que está profundamente dividida”, y advirtió a sus espectadores de que: “Si piensan que las cosas no pueden ir a peor, confíen en mí, sí que pueden; y lo harán si no hacemos un cambio en estas elecciones”.

Las presidenciales estadounidenses pueden parecernos una exagerada puesta en escena, un derroche económico difícil de justificar o geográficamente muy lejanas a nuestra realidad, pero a nadie se le escapa su enorme peso político. Además, estas votaciones sirven de escaparate político de aquello que sucede de manera análoga en otros lugares como Europa. Y es que, a pesar de las grandes diferencias, lo que está en juego es el futuro de la democracia y el sistema social que sustenta las vidas de las personas a través de sus instituciones.

Cada vez más, el «sueño americano» se parece a una máquina averiada incapaz de producir inspiración. Las esperanzas fantaseadas sobre esa tierra de promisión son más iguales a una parte y a otra del planeta. Imaginar otros escenarios y posibilidades es todavía un gran recurso humano para atrevernos a ir más allá de nuestra vida y de los escenarios comunes habitados. Pero los sueños y los deseos, sea el americano o el «estado del bienestar» en Europa, han de ser resignificados y revisados, ya que al tratar de hacerlos realidad podemos estar causando graves daños en la vida de otros seres. En estos tiempos, caemos en la cuenta de que una de las razones del daño es que las propuestas del estado de bienestar y del sueño americano respondían a menudo a un modo de concebir la realidad y a unos determinados valores morales en los que las personas y el sostenimiento de la vida no ocupaban el centro. Dicho de otro modo, la persecución de estos sueños se convirtió en un fin en sí mismo. Es decir, respondían a una ideología y a unas creencias que los sustentaban y que no siempre tuvieron en consideración las injusticias provocadas tanto en la vida humana como en la no humana.

Sabemos que los sueños y los deseos brotan y se configuran dentro de un marco de pensamiento que conlleva sus propios valores. En este caso, la idea de progreso creció dentro de un contexto neoliberal que, primero fue un «capitalismo financiero», y que, con el nacimiento de Internet, se ha convertido en un «capitalismo de vigilancia» [1]. En ese marco, la prosperidad a costa de los recursos limitados, el derecho a la propiedad privada y a la apropiación ilimitada de los bienes han sido convicciones fuertemente defendidas por amplias capas sociales. Sin embargo, la capacidad de tener ingresos crecientes, un empleo estable, acceder a la compra de una vivienda, ser receptoras de prestaciones sociales o disponer de una atención médica de calidad son posibilidades que van desvaneciéndose para la mayoría. Todo ello sucede mientras florece una lógica economicista, profundamente patriarcal, que crece a partir de la acumulación extractiva de nuestra intimidad. Pues, a través del rastreo y el análisis de la información personal que generamos en Internet, nuestros datos son explotados comercialmente. Así, al menos en Europa, el sueño del bienestar, es decir, de ese progreso continuado y lineal aparece como una utopía. La Fundación FOESSA analizaba estos días las perspectivas que plantea el año 2020 y afirmaba que: “La Covid-19 ha anulado el efecto de la recuperación y hemos vuelto al peor momento de la última crisis” [2]. En medio de este panorama, la inequidad se presenta como «inevitable».

Llenar el contenido

sería bueno alejarnos del aletargamiento democráticoLa gran incertidumbre económica, ecológica, cultural y espiritual en que nos encontramos la mayoría nos invita a «despertar» de determinados sueños liberales de prosperidad. Sería bueno alejarnos del aletargamiento democrático en que nos hemos instalado y abrir los ojos a la actual concentración de poder que acumula y extrae los medios naturales y los datos virtuales. En este escenario, las desigualdades sociales, la violencia y las condiciones precarias para la vida han aumentado. Como advierte el historiador Timothy Snyder: “Podríamos caer en la tentación de pensar que nuestro legado democrático nos protege automáticamente de tales amenazas. Se trata de un reflejo equivocado. Nuestra tradición nos exige que examinemos la historia para comprender las profundas fuentes de la tiranía y que reflexionemos sobre la respuesta adecuada que hay que darle. No somos más sabios que los europeos que vieron cómo la democracia daba paso al fascismo, al nazismo o al comunismo durante el siglo XX. Nuestra única ventaja es que nosotros podríamos aprender de su experiencia. Ahora es un buen momento para hacerlo” [3].

Sería bueno alejarnos del aletargamiento democrático en que nos hemos instalado y abrir los ojos a la actual concentración de poder

Snyder subraya que debemos examinar la historia para no caer en la tiranía, pero hacerlo es asimismo preguntarnos por el sentido que le damos al tiempo y a la posibilidad de la vida común. Se trata entonces de repasar no solo los acontecimientos que construyen nuestro pasado, sino también de examinar críticamente las convicciones morales que han apuntalado las distintas formas de tiranía y de violencia estructural. Para ello, debemos acudir a las humanidades y, entre ellas, también a la teología por tratarse de una disciplina que nos muestra una comprensión del tiempo y de la vida común diferenciada. Esta «peculiaridad» que, atraviesa toda la teología, reside en su capacidad de ofertar una repuesta creyente ante la posibilidad de redención del ser humano y de toda vida. El objetivo último de esta disciplina es siempre aproximarnos al «querer» de Dios y esta «aproximación» no es posible sin un posicionamiento moral previo ante la justicia y la dignidad. Entonces, la «aproximación a Dios» requiere de una condición previa de «projimidad». De este modo, el acercamiento físico a las situaciones de injusticia; el interés por analizar y conocer críticamente sus estructuras, así como evidenciar las estructuras sociales que no protegen a las personas en riesgo de ser descartadas constituye el modo creyente de buscar a Dios. Esta búsqueda no se produce sin atención, si no se da un cambio, si no se ocasiona, en definitiva, la conversión. De ahí que exige siempre la condición –humana y política– de la compasión, de hacernos Preocuparnos por la vida política, por el sostenimiento de la democracia y por la vida común es para los creyentes un imperativo moralprójimos al sufrimiento y a la injusticia que nos rodea. Solo esta projimidad nos dispone y nos introduce en el misterioso Amor que todo lo transforma.

Aunque, tal como Nancy Fraser advierte, no tenemos nunca una experiencia directa de la justicia, sino que lo que experimentamos es la injusticia. Es así como nuestro concepto de justicia, casi siempre muy abstracto, se llena de un cierto contenido, afirma esta filósofa [4]. Entonces, oponernos a la injusticia, a la violencia o reconocer la ausencia de vínculos vitales que sostienen las redes vitales y digitales, es “llenar el contenido” de la justicia. Al mismo tiempo, preocuparnos por la vida política, por el sostenimiento de la democracia y por la vida común es para los creyentes un imperativo moral que pasa por el cuerpo. Nos lo recuerda también el papa Francisco cuando recurre al término «caridad política».

Preocuparnos por la vida política, por el sostenimiento de la democracia y por la vida común es para los creyentes un imperativo moral que pasa por el cuerpo

En su última carta encíclica, Bergoglio exhorta a la «amistad política» que define como: “un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio” (FT, 1) [5]. Traspasar “barreras” es un ejercicio complejo ya que las ideologías y algunas autoridades políticas han perdido todo pudor y no parecen preocupados por el respeto, dice Francisco (FT, 45-46). «Pudor» y «respeto» son dos virtudes políticas con una relevancia ética ahora taimada ante el aumento de la confrontación estéril y de la violencia verbal. Ambas son recursos eficaces para provocar descrédito y generar desconcierto en las redes digitales. Situación padecida de un modo aún más grave por las mujeres. Sin embargo, el problema no es solo la naturalización de la difamación y la calumnia, sino la «agresividad social». La producción actual de violencia política, además de resultar irritante, supone un grave daño para el frágil sistema democrático actual. Necesitamos atender sus raíces y ramificaciones si queremos “llenar el contenido” de la justicia.

Vaciar el fascismo

Recorrer las raíces de la agresividad y de la intolerancia social nos lleva a preguntarnos por el auge de los movimientos de extrema derecha que atraviesan muchas partes del planeta y también a preguntarnos por el modo en cómo se instalan en los mapas neuronales compartidos culturalmente. Estos movimientos de fuerte carácter identitario nacionalista se distinguen por su intolerancia hacia lo que consideran «lo otro». Aunque minoritarios, mantienen discursos repetitivos cargados de una retórica neonacionalista, agresiva e iracunda, con la que tratan de salvaguardar un imaginario de «lo nuestro». Un ejemplo lo vimos en las redes sociales alrededor de la fiesta del 12 de octubre. La premisa era: “Llámame facha”. El hecho de reclamar que, en un estado democrático, a alguien se le denomine «facha» supone, entre otras cosas, reclamar que se reconozca públicamente su propia inmoralidad.

Ser «facha» es sostener, sin pudor ni respeto, que no todo ser humano tiene «derecho a tener derechos»

Peticiones como estas responden a una comprensión totalitaria en el modo de gobierno, pero también a una cosmovisión vital [6]. Ser «facha» es sostener, sin pudor ni respeto, que no todo ser humano tiene «derecho a tener derechos». Esta definición es, a la vez, un intento de vaciar el contenido ético de la universalización de los derechos humanos, como mostró la filósofa Hanna Arendt. Entonces, «banalizar el mal», siguiendo el pensamiento de esta autora, se presenta ahora de nuevo como posibilidad [7]. Sostener que alguien se identifique a sí mismo como «facha» o pretender que el fascismo sea una opción política más dentro del escenario democrático actual, es banalizar la vida política y supone que hay instituciones, medios materiales o vidas que pueden ser violentadas o prescindibles.

Ser "facha" es sostener, sin pudor ni respeto, que no todo ser humano tiene "derecho a tener derechos"Una de las raíces de esta banalización es que niega el deber político de sostener la vida, cualquier vida. El pensamiento bíblico en esto es tajante. Según la teología del libro del Deuteronomio y de cualquiera de los cuatro evangelios, la disyuntiva es clara, o estamos a favor de la vida, o nos posicionamos al lado de la muerte. Sostener la creencia de que existe un dios garante de la vida descarta más opciones. Por ello, si no cuidamos de la vida, como advierte la teología feminista, no sobreviviremos ni individual ni políticamente [8]. Esta «racionalidad biofílica» se opone a toda ideología fascista que proponga la muerte o el descuido de vidas por considerarlas superfluas.

Los fascismos sostienen la posibilidad de la tiranía y de las vidas descartables, aunque lo hacen de un modo poliédrico y sutil. Por ello, es necesario que nos acerquemos de un modo contextual. Aunque, a pesar de la gran diversidad que presentan, repiten ciertas claves. Una de ellas es que tienen una compresión del tiempo cíclica y regida por un «destino» sostenido por ideas de protección de un «nosotros primero». A pesar de que no niegan la posibilidad de la ayuda o del cuidado, este queda restringido a una escasa población a la que consideran igual y merecedora de tales privilegios. El resto es calificado de distinto y sospechoso de querer apropiarse de “algo” que no les pertenece. Los fascismos no existen sin miedo, y alentarlos es fabricar odio. Generan en la sociedad la creencia de una «política de inevitabilidad» que, según Timothy Snyder, supone que el Estado no puede ayudar a toda la sociedad, sino solo proteger contra las amenazas [9].

La dignidad es reconocer y alentar la vida como sagrada. La democracia se enroca sobre esta premisa necesaria y, ponerla en cuestión, es hacer tambalear el propio sistema. Calificar de modo aporofóbico a la población [10], no frenar la agresividad social o alentar los discursos del odio a través de las redes sociales son prácticas que están permeando la vida política y la vida cotidiana. De ahí que pensar los acontecimientos que nos rodean y los valores que los sostienen es una tarea política y religiosa, el caso de que seamos creyentes, exigente y esperanzada. No puede ser pospuesta si queremos “llenar” de contenido la palabra justicia, y florecerá si “vaciamos” el pensamiento fascista y sus prácticas cotidianas injustas. ¡Hágase!

[1] Shoshana Zuboff  (2020), La era del capitalismo de la vigilancia. La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder, trad. Albino Santos, Barcelona: Paidós.

[2] Fundación FOESSA (2020), Distancia social y derecho al cuidado, Madrid: Publicaciones Cáritas.

[3] Timothy Snyder (2017), Sobre la tiranía. Veinte lecciones que aprender del siglo XX, trad. Alejandro Pradera. Barcelona: Galaxia Gutenberg, p. 14.

[4] Nancy Fraser (2012), Sobre la justícia. Lliçons de Plató, Ralws i Ishiguro. Barcelona: Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, p. 10.

[5] Francisco, Fratelli Tutti, Carta encíclica publicada el 3 de octubre 2020.

[6] Robert O. Paxton (2019) Anatomía del fascismo, trad. José Manuel Álvarez Flórez, Madrid: Capitán Swing; Jason Stanley (2019), Facha. Cómo funciona el fascismo y cómo ha entrado en tu vida, trad. Laura Ibáñez, Barcelona: Blackie Books; y Mark Bray (2020), Antifa. El manual antifascista, trad. Miguel A. Pérez, Madrid: Capitán Swing.

[7] Hannah Arendt (2019), Eichmann en Jerusalén, trad. Carlos Ribalta, Barcelona: Lumen.

[8] Antonina María Wozna (2019), Pisar tierra sagrada. Ecología y justicia. Estella: Verbo Divino.

[9] Timothy Snyder (2018), El camino hacia la no libertad, trad. María Luisa Rodríguez Tapia, Barcelona: Gutenberg.

[10] Adela Cortina (2017), Aporofobia, el rechazo al pobre. Barcelona: Paidós.

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