viernes, abril 26, 2024
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La ética en la democracia capitalista

Éxodo 128
– Autor: Carlos Fernández Liria –

Se me ha preguntado por la relación entre ética y democracia, pero aquí hay que hacer algunas puntualizaciones. A mi entender, si una democracia está en estado de derecho, sometida al imperio de la Ley, el único imperativo ético a considerar debiera ser el que Kant expresó diciendo “nadie me puede obligar a ser feliz a su modo”. Quizás sea conveniente citar el texto completo:

“Nadie me puede obligar a ser feliz a su manera (tal como él se imagina el bienestar de otros hombres), sino que es lícito a cada uno buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca, siempre y cuando no cause perjuicio [Abbruch] a la libertad de los demás para pretender un fin semejante, la cual libertad puede coexistir con la libertad de todos y cada uno según una posible ley universal (esto es, coexistir con ese derecho del otro.” (Teoría y praxis, 1793 / VIII, 289)

Esta definición de libertad de Kant, aparentemente tan “individualista”, tiene que ser compatible, por supuesto, con otra definición que el mismo autor nos apunta en Hacia la Paz perpetua: “la facultad de no obedecer ninguna ley exterior sino en tanto en cuanto he podido darle mi consentimiento”. Aquí el acento se pone, como vemos, en la copertenencia entre libertad y participación política en la legislación. Se puede decir que todo este horizonte de problemas puede resumirse en el siguiente texto de El conflicto de las facultades, en el que Kant condensa lo que podríamos llamar el “ideal republicano”:

“La idea de una constitución concordante con el derecho natural de los hombres, a saber, que quienes deben obedecer a la ley también deben ser al mismo tiempo, unidos, los legisladores, subyace a todas las formas políticas y la comunidad política acorde con ella, que pensada por conceptos racionales puros se llama ideal platónico (respublica noumenon), no es una vacía fantasmagoría sino la norma eterna para toda constitución civil”. (Streit, VII, 90-91)

Creo, en efecto, que en cualquier intento de conferir a la ética un mayor protagonismo en la constitución de la democracia –por encima de lo que nos señalan estos textos de Kant–, se escondería siempre una concesión más o menos larvada a alguna suerte de principio despótico. La ética no debe inmiscuirse en la política más que en el sentido de que la república debe garantizar algo así como una gramática para la libertad, de tal modo que, en efecto, nadie puede obligar a nadie a ser feliz a su manera. Lo cual implica, por supuesto, que nadie debe ser feliz de manera que comprometa el modo de ser feliz de los demás. Por poner un ejemplo, los hombres no tienen derecho a ser felices diciendo de paso a las mujeres como deben ser felices ellas.

Ahora bien, el problema, como suele ocurrir en tantos casos, se complica si traemos a colación algunos textos de Marx, es decir, si descendemos al asunto de nuestra “democracia real” (en el mismo sentido, me refiero, al que se hablaba de “socialismo real” en contraposición a los bellos ideales que se barajaban en la obra de los autores socialistas). Porque, entonces, nos encontramos con una realidad que no ha sido mencionada: el capitalismo. La pregunta es, ahora, qué posibilidades de realización tiene este “ideal republicano” que hemos mencionado en condiciones capitalistas de producción. El problema es sumamente grave, porque el liberalismo político que acabamos de delinear más arriba, resulta ser muy difícil de articular con lo que se llama liberalismo económico (y actualmente, neoliberalismo). Podemos resumir el dilema con una famosa frase de Eduardo Galeano, referida a la historia liberal del siglo xx: “para dar libertad al dinero, en Latinoamérica, las dictaduras encarcelan a la gente”. Lo que nos hace pensar que, en una estricta coherencia con el pensamiento republicano, para dar libertad a la gente, es preciso encarcelar al dinero, mediante una vigilancia exhaustiva y una legislación implacable.

La dificultad fundamental reside en el hecho de que el aludido “ideal republicano” se levanta sobre el presupuesto de un “imperio de la ley” establecido por procedimientos políticos (y además democráticos). El problema es que, según demuestra la obra de Marx –y según constatamos a diario en los periódicos–, bajo condiciones capitalistas, el poder político está siempre enteramente secuestrado por un metabolismo económico inmensamente más poderoso.

Y en estas condiciones, la cuestión ya no puede ser “ética y democracia”, sino “ética y democracia en condiciones capitalistas”. Hay un libro eminentemente clásico sobre este asunto, escrito por Max Weber en 1905, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Y hay un libro más actual sumamente interesante sobre el mismo tema: El nuevo espíritu del capitalismo, de Ève Chiapello y Luc Boltanski (Akal, 2002). Sin embargo, en esta ocasión, prefiero referirme a una excelente novela recién publicada que, para el caso que nos ocupa, no puede ser más pertinente. Me refiero a la novela Made in Spain, de Javier Mestre (Caballo de Troya, 2014), de la que ya publiqué en su momento una reseña, de la que repetiré ahora algunos argumentos.

La novela de Javier Mestre tiene un argumento sumamente sencillo: un joven porrero –apodado el Búho– que se ha quedado “colgao” a vivir en Chaouen (Marruecos), recibe noticia, de pronto, de que sus padres han muerto en un accidente de coche y que él es el heredero de su fábrica de zapatos en Alicante. La aventura a continuación es simple: el Búho intenta dirigir la fábrica sin dejar de ser buena persona y sin olvidar que vive en España, es decir, un Estado de derecho y una democracia. Lo que ocurre a continuación es sumamente instructivo para el tema que nos ocupa en este artículo.

Para entenderlo es muy oportuno que traigamos a la memoria un conocido pasaje del prefacio al Libro I de El Capital. Es un texto muy conocido: Marx nos dice que si bien es cierto que en su obra no ha podido morderse la lengua (de modo que no ha pintado precisamente de rosa al capitalista y al terrateniente), en realidad, la cosa no iba de eso. El capitalista y el terrateniente, en El capital, no interesan en tanto que personas (buenas o malas), sino en tanto que personificación de categorías económicas. No se trata de responsabilizar a los capitalistas por lo que hacen y deciden, sino de responsabilizar a todo un sistema de producción respecto al cual, nos dice Marx, ellos no son sino criaturas.

Made in Spain es como si hubiera querido comprobar qué significa esto humanamente hablando. Al frente de su fábrica, el Búho se resiste a personificar las categorías económicas correspondientes. Javier Mestre parece limitarse a esperar a ver qué pasa. Y no hay que esperar mucho. La conclusión es, en realidad, estremecedora. La cosa se puede resumir en una línea: no hay manera de ser una buena persona en un mundo como este. La ética del siglo xx y xxi debería haber reflexionado mucho sobre semejante problema. Pero, por lo visto, estuvo muy ocupada en otras cosas, sobre todo dándole vueltas y más vueltas al insondable misterio del dilema del prisionero: “si todo el mundo se comporta como un miserable villano, puede ocurrir, sorpresivamente, que, sin embargo, el resultado no sea el mejor de los posibles”, lo cual, al parecer, contradice las expectativas levantadas por la mano invisible de Adam Smith. Otros intentaban comprender a Derrida, descubrían el rostro del otro leyendo a Lévinas o leían a Rorty a ver si así comprendían porqué Vargas Llosa tenía razón.

En otros sitios –incluso en esta misma revista– he insistido ya en que, en la segunda mitad del siglo xx, tan sólo la Teología de la Liberación aceptó pensar en la gravedad del problema ético de nuestro tiempo, acertando con el concepto de “pecado estructural”.

Podemos intentar resumir este otro dilema, mucho más interesante que el del prisionero. Hay que comenzar reparando en que el capitalismo no se puede explicar por la maldad de sus protagonistas. Y lo que no es sino la otra cara de la moneda: desdichadamente, tampoco se puede remediar con la bondad de los protagonistas. No es sumando millones de microscópicas maldades humanas como se constituye la maldad del capitalismo. La cosa es grave, porque, en suma, se está diciendo con ello que en este mundo capitalista la mayor parte de los problemas que afectan a la vida de los seres humanos no tienen solución moral. Como veremos –y como supo muy bien hacer ver la Teología de la Liberación– eso no quiere decir que la moral no tenga aquí nada que decir. Sí tiene mucho que decir, pero en un sentido bastante inesperado. Tan difícil, que, en verdad, podría decirse que el problema aún está esperando su Crítica de la razón práctica. Para eso, me temo que habrá que esperar bastante, porque no veo yo mucha voluntad. Sin embargo, la novela de la que hablamos, Made in Spain, ilustra bien el tipo de problema al que me estoy refiriendo.

El capitalismo no deja a los hombres la opción de ser buenas personas. Tampoco es que las haga especialmente malas. Quien sí entendió esto perfectamente fue Bertolt Bretch. “Eres un buen tío –decía–, por eso te vamos a fusilar en un buen paredón, con unas buenas balas”. Podemos citar el poema completo:

Algunas preguntas para un «hombre bueno»

Bueno, pero ¿para qué?

Dices que no eres sobornable,

pero el rayo que cae sobre la casa tampoco es sobornable.

De lo que una vez has dicho no te retractas.

Pero, ¿qué has dicho?

Dices que eres honesto, que lo que piensas lo dices.

Pero, ¿qué piensas?

Que eres valiente. ¿Contra quién?

Que eres sabio. ¿Para quién?

No te preocupa tu beneficio personal.

¿El de quién entonces?

Que eres un buen amigo. ¿De buena gente?

Entonces escucha: sabemos que eres nuestro enemigo.

Por eso ahora vamos a mandarte al paredón.

Pero teniendo en cuenta tus méritos y tus buenas cualidades,

será un buen paredón, y te dispararemos

con buenas balas de buenos fusiles

y te enterraremos con una buena pala en una buena tierra.

La ironía de Marx en El Capital también es demoledora en este sentido. En principio, nos dice, el capitalista, en tanto que personificación de categorías económicas, se dice a sí mismo: “mi disfrute es un robo a mi función”. En efecto, el ciclo capitalista no es sólo D-M-D’. Al día siguiente, el capitalista no puede sencillamente haberse fundido en lujos la diferencia entre D’ y D, porque, en ese caso, tendría que abrir la fabrica en la misma situación que el día anterior: D-M-D’. Pero eso no es lo que está haciendo su competencia. Ellos, más austeros y recatados, han reinvertido todo lo que han ganado: D’-M-D», y al día siguiente, harán la misma jugada: D»-M-D»’. Así, pues, se pueden diferenciar dos tipos de capitalistas, los católicos y los protestantes. De eso es de lo que trataba, por supuesto, el famoso libro de Max Weber que antes hemos citado. Los católicos se lo funden todo en orgías, yates y cocaína. Luego se confiesan y ya está. Eso les vale para ir al cielo de todos modos, pero su empresa está perdida, porque, mientras tanto, los protestantes y los calvinistas, que no pueden confesarse, reinvierten todo lo que ganan y viven pobres como ratas. Un capitalista que no invierte hoy más que ayer pero menos que mañana es un capitalista sentenciado. La economía crece, y si tu empresa no crece, porque te lo fundes todo en lujos, la suerte está echada.

¿Seguro? No tanto, nos explica Marx. Al final, este Weber de manual no es tan definitivo. En realidad, el capitalista protestante está haciendo la siguiente jugada:

D-M-D’

D’-M-D»

D»-M-D»’

etc.

Pero, el capitalista “católico”, no está haciendo lo que antes dijimos, sino más bien esto:

D-M-D’

D»’-M-D»»

D»»’-M-D»»»’

etc.

¿Y cómo lo logra, si se lo gasta todo en lujos? Muy sencillo, como es católico, se dedica a hacer fiestas y a invitar banqueros. Les hincha a cocaína y prostitutas, y luego les pide un crédito. Así consigue buenas amistades, montando una casta social de lujos, distinción y buenas relaciones. De vez en cuando se confiesa y todo arreglado.

El capitalismo no puede vivir sin créditos. Pero no te dan créditos si eres pobre como una rata, si no juegas al golf con tus compinches, si no invitas a buenas cenas en un buen palacio. Hay que ser un poco católico para acceder a líneas de crédito, hay que poder dejar un buen coche aparcado a la puerta del banco. Así pues, nos viene a decir Marx, el capitalista disfruta de su riqueza en tanto que personificación de ciertas categorías económicas: el lujo, el derroche, el placer y la ostentación, son parte de su función. Las reuniones importantes, los capitalistas las hacen en los campos de golf. Si eres un capitalista protestante, austero y ascético como un monje de clausura, te quedas fuera de juego.

Si esto es así respecto al disfrute de la plusvalía, no digamos ya respecto a su producción. Por lo mismo que los pobres capitalistas se sacrifican jugando al golf por el bien de su empresa, también es por el bien de su empresa que a veces tienen que sacrificar y mutilar el bienestar de sus trabajadores. No les pagan poco por tacañería, sino por su bien. Esto no es una ironía. Hay que tener en cuenta que un empresario que no explote máximamente a sus trabajadores no les está haciendo precisamente ningún favor. Quizás parezca que los beneficia hoy o mañana, pero no pasado mañana o al otro. Mientras él se hace el generoso con sus empleados, sus competidores están economizando costes y reinvirtiendo beneficios. Será cuestión de tiempo que sus productos no puedan competir en el mercado. Al final, su empresa quebrará y sus trabajadores, además, no le estarán agradecidos. Tendrá que hacer un ERE o cerrar. Los obreros quedarán en paro, su vida será una tragedia. Y todo por culpa de un empresario bienintencionado que intentó ser justo.

“Si mato de hambre a mis perros no es por crueldad, es que si los alimentara, me arruinarían el negocio”, dice un emprendedor meritorio en una novela de Bretch. Los capitalistas no son malas personas por maldad –aunque es cierto que acaban cogiéndole gusto–, sino porque es parte de su función. Es su manera de hacer bien su trabajo. Igual que la hilandera tiene que prestar atención a su trabajo y procurar que no se le parta el hilo o se le enrede la madeja, el capitalista tiene que bajar los salarios, endurecer las condiciones, intensificar el ritmo de trabajo. Será la única forma de que su empresa prospere y de que esa prosperidad brinde puestos de trabajo a una población que sin su concurso se pudriría en el paro.

El Búho, el protagonista de la novela Made in Spain, hace un experimento, por lo tanto, muy irresponsable: intenta ser responsable, cumplir la ley, ser justo, incluso ser buena persona. Como se verá, el resultado no es bueno para nadie. Al final, todos tienen que prestarle un poco de maldad y un poco de injusticia para que su empresa pueda seguir adelante y evitar así una tragedia humana irreversible. Si la novela no termina en el arroyo es porque el Búho se retira a tiempo con todas sus buenas intenciones.

La misma encrucijada que marca la vida del capitalista, marca, en realidad, la vida del obrero. Los asalariados dependen a vida o muerte de la suerte de su empresa. Y saben que las empresas dependen a vida o muerte de la buena salud de eso que los periódicos llaman “la economía”, los mercados, el IBEX 35, la prima de riesgo… Ellos no están muy seguros de que una subida de sueldo sea buena para la prima de riesgo o los mercados. Pero sí saben muy bien por experiencia que si a los mercados les va mal, a ellos les va peor. Así, pues, votan a los que saben gestionar bien esas cosas complicadas, no a cualquier Búho colgao que prometa hacerles un favor.

El asunto, por tanto, comienza por la ética, pero termina por la democracia. Pues el problema es que la democracia no tiene mucho sentido sobre un trasfondo ético en el que ya no hay manera de distinguir entre el bien y el mal. La población vota al PP o al PSOE porque reconoce ahí dos estilos de hacer lo mismo: beneficiar a los que tienen la sartén por el mango. Ojalá se tratara de luchas de clases –vienen a decir–, ojalá se tratara de que lo que pierde el capital lo gana el obrero. No es así: si a los capitalistas les va mal, es peor aún. Aquí no hay ningún Robin Hood que robe a los ricos y se lo entregue a los pobres. Si los pobres se ponen tontos, los capitalistas deslocalizan la empresa o quiebran. Eso no es bueno para nadie. En las negociaciones sindicales, por eso mismo, los obreros se suelen cuidar mucho de pedir la luna; más bien, proponen bajarse el sueldo a sí mismos, despedirse por turnos, dejar de cobrar las horas extras, cualquier cosa con tal de que no cierre la empresa o tenga que optar por la deslocalización. Al final es verdad: una empresa es una gran familia. Si al cabeza de familia le va mal, todo se va a pique.

Esto ni es una ironía de marxista, ni es un delirio de empresarios con cara de cemento. Es la cruda realidad y punto. Se llama capitalismo. Los empresarios saben lo que dicen y no bromean cuando dicen eso de que aquí estamos todos en el mismo barco. Ya hemos visto que ellos tampoco son los dueños todopoderosos. Son criaturas del capital, personificación de categorías económicas. El capitalismo no es menos inflexible con ellos que con el último de sus obreros. En lugar, por tanto, de la lucha de clases, es muy humano pensar que a cualquier empleado le conviene arrimar el hombro y procurar que la empresa prospere. Si en la Edad Media preguntas a los trabajadores de una cantera qué hacen, contestarán que picar piedra. En nuestros tiempos contestarán con orgullo que están construyendo una catedral. Así, pues, los ricos son ricos porque lo exige su función, y los pobres son pobres por el bien de su empresa. Lo peor, en cualquier caso, es que no haya empresa. Esto es una familia y a cada cual le corresponde ocupar su lugar.

El lado oscuro de todo este asunto es que una familia es lo contrario de una sociedad. Al menos lo contrario de una república de ciudadanos. De esos maravillosos textos de Kant de los que hemos partido, por lo tanto, no queda nada de nada. Los ciudadanos se definen por la libertad, la igualdad y la fraternidad. Lo de la fraternidad tiene que ver, precisamente, con eso de no depender de nadie para existir, con eso de no depender de un amo, de un padre, de un marido, de un señor. Una república no tiene nada que ver con una gran familia. En este sentido, el capitalismo tiene algo de paradójico y de ridículo. Sin duda que potencia un progreso técnico muy poderoso. Pero, al mismo tiempo, supone un retroceso antropológico a un tiempo prerrepublicano, en el que la ley de familia se impone sobre cualquier otra consideración. Esto, naturalmente, desemboca en una infantilización inédita de la población. En verdad, nunca la población ha sido tan menor de edad como bajo el capitalismo. Nunca ha tenido de forma tan general hipotecada su vida a la voluntad de otro, de un otro que ahora ya no es un padre o un señor, sino una instancia anónima y caprichosa que habla todos los días de forma imprevisible a través de las subidas y bajadas de la Bolsa. Nunca los dioses estuvieron tan locos.

El famoso antihumanismo de Althusser, tan denostado dentro y fuera del marxismo, tenía mucho que ver con este asunto. No era Althusser quien era antihumanista, sino el capital. La cuestión radicaba en la siguiente constatación: es inútil intentar encontrar las leyes económicas del capitalismo interrogando a la naturaleza humana. El capitalismo es una realidad práctica tozudamente antihumanista. Darle vueltas a los instintos humanos –el egoísmo, la ambición, la racionalidad instrumental, etc.– es la peor manera de apresar las leyes del capital. Había que tomar la decisión teórica de poner al hombre entre paréntesis, precisamente para comprender el sobrecogedor paréntesis “práctico” con el que el capitalismo encierra al ser humano. Por eso, decía Althusser, había que ser antihumanista teórico. Eso no tenía nada que ver con ninguna suerte de antihumanismo práctico.

Lo que demuestra la historia del Búho es que este mundo no tiene una solución moral. Al capitalista –por decirlo en resumen– le queda poco margen de juego entre el catolicismo y el protestantismo. Tiene que ser protestante para acumular y católico para conseguir créditos. Pero la enseñanza inquietante es que este mundo tampoco tiene una solución política que no esté dispuesta a cambiar el tablero de juego. Esto del tablero es una buena metáfora que ya he utilizado otras veces. No se puede intentar ganar al parchís en el tablero del ajedrez. Hay veces que no basta con ganar o perder. Hay veces que no hay más remedio que cambiar de juego. Con el capitalismo pasa eso. El problema no es quién gana cada partida, sino el juego al que se está jugando. Lo malo no es perder, lo malo es jugar, porque el juego mismo es un juego nefasto. Entre otras cosas, es nefasto porque, para algunos, para la mayor parte de la población, perder es lo menos malo que puede pasarles.

El que la cosa no tenga solución moral, no quiere decir que no sea una cuestión moral. Lo que significa, más bien, es que la moral y la política se mezclan. Hemos dicho antes, parafraseando a Marx un poco en broma, que los capitalistas no son responsables de lo que hacen en tanto que capitalistas. Pero sí son responsables de querer el capitalismo. Los trabajadores son sensatos, sin duda, al apretarse el cinturón por el bien de su empresa. Es sensato dentro de un juego insensato. Una vez que estás en el juego, las cartas están echadas, no hay tiempo ni espacio para inoportunos escrúpulos morales. Pero sí hay una cuestión moral sobrevolando el tablero de juego: la de elegir que el juego sea ese cuando podría, sin duda, ser otro bien distinto.

Se trata de una cuestión moral o política, ahora es difícil hacer esa distinción. No hablamos ya de la responsabilidad del empresario, que puede ser un buen o un mal empresario y una buena o mala persona. Lo que demuestra Made in Spain es que es muy difícil saber lo que es un buen o un mal empresario y, lo que es peor, que es muy difícil saber lo que es una buena persona cuando eres empresario. El Búho es una buena persona, intenta ser un buen empresario. Resulta ser un empresario fatal. Y es muy difícil distinguir si es “fatal” en un sentido moral o económico, porque un empresario que arruina económicamente su empresa por escrúpulos morales, no es exactamente lo que consideraríamos una buena persona, pues alguna responsabilidad moral tendrá respecto al desastre humano generado por sus buenas intenciones. Estamos, por tanto, hablando de una cosa bien distinta. Se trata de un tipo de responsabilidad moral que nos obliga a pensar en algo así como el mundo inteligible platónico. No es ya que los capitalistas, los banqueros o los trabajadores pueden ser más o menos buenas personas. Se trata de preguntarnos qué responsabilidad moral y política tenemos con “aquello que hace banquero al banquero”, “obrero al obrero”, “capital al capital”. Eso es lo que Platón, en efecto, llamó eîdos. “Aquello en lo que consiste un caballo” no es ningún caballo. Se puede galopar mejor o peor sobre un caballo, alimentar mejor o peor a los caballos. Pero no se puede galopar sobre “aquello en lo que consiste ser caballo”. Y no está muy claro qué significaría alimentar mejor o peor “aquello en lo que consiste ser caballo”, es decir, “aquello que hace caballo al caballo”. El problema es que, respecto a cosas históricas tales como el capitalismo, el problema no radica (aunque también, sin duda) en lo que hacen los capitalistas mejor o peor, sino en la estructura que hace capitalista al capitalista (en el eîdos capitalista, diría Platón.

En suma, se trata de pensar nuestra responsabilidad respecto a las estructuras. Las estructuras no son personas. Pero afectan a la vida de las personas mucho más que las buenas o malas intenciones personales. Vivimos en un mundo en el que las estructuras son mucho peores que las personas. Las estructuras matan con mucha más eficacia que las personas. Y en un mundo en el que las estructuras son de una inmoralidad omnipresente, la moralidad personal se infecta con todo tipo de paradojas. Lo resumía en una sola frase en un viejo artículo sobre el tema: “en un mundo en el que las estructuras violan los mandamientos con una eficacia colosal e ininterrumpida, es inmoral limitarse a respetar los mandamientos… y las estructuras” (El Viejo Topo, nº251: “Los diez mandamientos del siglo xxi»).

Hay que preguntarse qué significa este problema moralmente. Es difícil de explicar en pocas palabras, pero el problema está sobre la mesa desde los tiempos de Platón. Sería muy sencillo que todo residiese en luchar contra la corrupción de los banqueros, por ejemplo. Una cosa es que los banqueros sean malos y otra muy distinta plantear que lo malo es que los banqueros sean banqueros. No se lucha de la misma forma contra una cosa y contra otra. Las estrategias políticas son muy distintas y las implicaciones morales muy diferentes.

Así, pues, hemos comenzado explicando que la cuestión ética respecto a la democracia es tan sencilla que se resuelve en lo que podríamos llamar una república en estado de derecho. Sin embargo, vemos que la cuestión ética en una democracia capitalista se convierte en un verdadero avispero. En determinadas condiciones, al parecer, ser honrado es algo fatal y ser un villano es algo bueno para el pueblo que te vota. Haría falta un nuevo Moisés o un nuevo Jesucristo para aclarar el problema. Aunque algunos no vamos a esperar a eso.

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