sábado, abril 27, 2024
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LA ÉTICA DESDE LAS VÍCTIMAS COMO AUTORIDAD MORAL

Éxodo (spet.-0ct.’09)
– Autor: Manuel Reyes Mate –
 
La ética del siglo XXI en adelante tiene que hacerse siguiendo el ejemplo del ángel de la historia de Paul Klee: con la mirada puesta en las víctimas de la historia. Si retiramos la mirada del dolor de las víctimas dejamos de alimentar el pensamiento que nutre la verdadera ética.

Todo pensamiento mira desde algún lugar. Está situado. Y está alimentado por las experiencias a la luz de una tradición. No hay pensamiento sin experiencia ni ubicación. El pensamiento ético que propugnamos quiere hacerlo mirando, mejor, dejándose mirar e interpelar por las víctimas que produce la barbarie de la civilización. Pensar desde el dolor de las víctimas produce una verdadera revolución ética. Surge una ética que no tolera la presunta imparcialidad ni el formalismo de las éticas dominantes, de la del liberalismo, e incluso de la ética comunicativa. Se sitúa en la socialidad, en la relación con el otro, con la víctima que interpela desde su mirada y sienta ya desde el inicio la responsabilidad como primer paso ético que me induce a cargar con su suerte. En la respuesta a la interpelación del otro nace la libertad, no antes. El sujeto ético se constituye desde esta heteronomía o dependencia de la relación interpersonal y del rostro interpelante del otro.

Se comprende que esta ética sea una ética cálida, femenina, llena de recovecos y revueltas que rompen la racionalidad reducida de la argumentación y la crítica para abarcar lo que sólo se puede evocar, sugerir y narrar. Una ética desde las víctimas exige una ampliación de la racionalidad que no desdeña el relato del testigo ni la fuerza poética de lo que no apresa el argumento pero sugiere la metáfora y el símbolo.

La autoridad moral de las víctimas

Las víctimas cada vez están más presentes en nuestros discursos. Ya no es asunto exclusivo de la piedad, ni provoca un apresurado comentario despectivo, sino que forman parte de nuestro paisaje, particularmente del jurídico. Se habla de víctimas sobre todo para plantear una satisfacción material, para exigir responsabilidades, como ahora gusta decir.

Sin pretender una definición de algo tan polisémico como la víctima, digamos, al menos, que cuando de ello hablamos en sentido moral estamos señalando, en primer lugar, al sufrimiento de un inocente voluntariamente infligido. No hablamos de las víctimas de una catástrofe natural, sino de las que provoca el hombre voluntariamente. No hay, pues, que confundir víctima con sufrimiento. Los nazis condenados a muerte tras su derrota también sufrían, pero no eran víctimas porque no eran inocentes. Las víctimas no tienen que ver con una ideología: son los seres inocentes que han sufrido una violencia injusta y que claman por sus derechos.

Y en segundo lugar, otra característica suya esencial es la de poseer una mirada propia sobre la realidad, sin la que ésta no se hace visible. Esa mirada no sólo ilumina con luz propia un acontecimiento o una época, sino que, además, altera la visión habitual que pudiéramos tener de lo mismo. Hablar de víctimas no es sólo exigir justicia, sino también disponerse a un trauma cognitivo.

¿Y qué tiene de particular la mirada de las víctimas? La revelación de un secreto. La mirada de la víctima ve algo que escapa incluso al ojo del paseante más atento. La experiencia de una vida que gira en torno al dolor y a la muerte, mientras que para los demás eso es sólo algo marginal, marca el territorio que solo nos puede ser conocido por el testimonio de las víctimas. En la genial película de Lanzmann, Shoah, sobre los campos de exterminio, hay una primera secuencia en la que un superviviente avanza por el verde prado de un idílico bosque hasta que se para en seco y dice ”era aquí”. Los demás no vemos más que césped y árboles. Él ve el lugar de la cámara de gas. Y ese lugar de muerte forma parte física de ese bosque, aunque los demás no veamos nada. Si queremos conocer ese lado oculto de la realidad tenemos que recurrir a la mirada de la víctima.

Eso que llamamos civilización es un prodigioso andamiaje de ocultamiento de la realidad más siniestra. Nos hemos convencido entre todos de que el mundo debe de funcionar al margen del costo humano y social que conlleva el progreso. La vida tiene que seguir adelante aunque algunos queden en las cunetas… Hasta que la víctima se cuela en el sistema y habla y descubre que, como en el cuento “El traje nuevo del emperador”, el rey estaba desnudo. La mirada de la víctima saca a la luz el sufrimiento y la injusticia pendientes. La mirada de la víctima no es la guinda de la tarta, decoración externa de una realidad que nosotros ya conocemos bien. Nada de eso. Esa mirada es única y sólo ella permite una determinada visión de la realidad. Esa mirada ilumina la realidad con una luz propia, imprescindible si queremos conocer la verdad de la realidad en que vivimos.

Aquella inocencia y esta mirada constituyen la dignidad, la autoridad moral de la víctima. Una interpelación que conduce a cuestionar y replantear nuestro discurso moral, a introducir un giro decisivo en la ética.

Una ética compasiva

La mirada de la víctima es, en efecto, el anuncio de que el sufrimiento es la condición de toda verdad. Pero nosotros tenemos miedo del sufrimiento: sus preguntas desestabilizan. Por eso nos blindamos frente a él. Y ahí está la injusticia.

La gran injusticia del lenguaje humano –y, por tanto, de todo lo que se expresa a través del lenguaje: fundamentación de la razón, de la moral, por ejemplo– consiste en que al conocer o razonar perdemos de vista al individuo en su singularidad. Sólo nos aproximamos a él a tientas, a bulto. Ahora bien, ¿qué es lo que individualiza al hombre? El sufrimiento, decía el judío Hermann Cohen. El sufrimiento resume la historia más secreta de cada cual y es la clave de lo que realmente somos. La pregunta por la identidad no es, dice el teólogo Metz, la de ¿quién piensa? o ¿quién habla?, sino la pregunta ¿quién sufre? Ahora bien, resulta que lo que el concepto no aprehende es la historia passionis de cada cual, la dimensión, precisamente, por la que se accede a la verdad. De ahí la falacia de una ética fundada en una razón abstracta e imparcial. La presencia de las víctimas urge a una ética comprometida, a una ética compasiva.

El sentimiento moral brota de la experiencia del sufrimiento y es un acercamiento solidario al otro que no se resigna con su suerte, sino que pugna por ser feliz, por ver cumplido su derecho a la felicidad. Ese sentimiento se expresa por eso como compasión.

La compasión ha tenido mala prensa entre grandes pensadores. Nietzsche la detestaba como sentimiento que no se tiene en pie ante la razón, e incluso Kant le negaba la dignidad de la virtud. Para toda la Modernidad la compasión es sospechosa por cuanto parece dar de entrada por perdida la lucha contra la injusticia; sólo cabe poner algún remedio para aminorar el daño. Esa blandura o fatalismo –que tantas veces corresponde a la falsa práctica de la conmiseración– explicaría con razón la crítica ilustrada. Pero los filósofos ilustrados Horkheimer y Adorno se atrevieron, en un ejercicio de autocrítica de la Ilustración, a reivindicar esa categoría por algo que, en el fondo, no escapó ni a Nietzsche ni a Kant: una vez que la razón fue elevada a principio fundante del discurso ético, pero vacío de contenido, sólo quedaba el recurso a la conciencia sensible – a la compasión– si se quería de alguna manera mediar entre lo particular y lo universal. La compasión es, en efecto, un sentimiento, y como tal, algo particular y material. Pero es un sentimiento mediado racionalmente: el otro es digno de compasión, no es un mero objeto doliente, sino un sujeto con su dignidad herida, ultrajada o frustrada. Se le reconoce la dignidad de fin y no de medio, como quería Kant. Esa dignidad con que se nos revela el otro es la dignidad que exige el hombre, la especie humana.

Ahora bien, esa dignidad que tiene el otro, objeto de mi compasión, no la tiene realmente. La tiene como exigencia, como anticipo; lo que tiene de hecho es el ultraje. Pero eso no puede fundamentar ningún tipo de intersubjetividad simétrica, sino sólo de compasión.

Compasión es el nombre de una ética intersubjetiva, pero no simétrica, sino de acuerdo con la asimetría real, la asimetría que reina en la sociedad.

Hacer depender la universalidad de la asimetría es plantar cara a un modo de pensar hondamente arraigado en la mentalidad occidental. Lo universal pertenece a la familia de la reconciliación, el consenso, mientras que lo asimétrico es lo particular, diferente y problemático. En la tradición judeocristiana, sin embargo, lo universal no es tanto la comunión de los santos cuanto la redención, la negación de la negación. No encuentro mejor manera de ilustrar esta diferencia que recurriendo al conocido relato evangélico del Buen Samaritano (Lc. 10, 30-37). En ella Jesús trastoca el modo de pensar dominante en el mundo religioso judío. Mientras el que pregunta, un teólogo profesional, se preocupa solamente por el objeto de su obligación, concretamente por sus: “¿Y quién es mi prójimo?”, y da por supuesta su identidad moral subjetiva, Jesús cuestiona esa subjetividad moral ya constituida y por eso se detiene en el sujeto: “¿cuál de estos tres se hizo prójimo?”. Es decir, para Jesús lo importante es precisamente cómo se constituye el sujeto moral. Para ser sujeto moral, le dice al teólogo profesional, hay que partir del necesitado, ponerse en su lugar, hacer propia su causa. La projimidad es aproximación al otro, al desvalido. Prójimo es quien se aproxima a la víctima. Y eso cambia radicalmente la idea de universalidad: ésta no puede entenderse como extensión del propio yo y de lo que éste ya posee, sino sólo como respuesta a la necesidad del otro. La universalidad es el grito del necesitado. De ahí que la ética sea, en un mundo de asimetría real, de injusticia y de víctimas, esencialmente compasiva.

Una ética política: la justicia de las víctimas

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