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LA DEUDA HISTÓRICA DE LA IGLESIA ESPAÑOLA

Éxodo 101 (nov.-dic’09)
– Autor: Pedro Miguel Lamet –
 
Un escalofrío les recorrió la columna vertebral cuando escucharon la noticia por la radio. “¡La iglesia de los jesuitas arde en llamas!”. Aquella lacónica información cambiaría la vida de tres hombres jóvenes que iniciaban su camino en la Compañía de Jesús. Uno era vasco, otro asturiano y el tercero madrileño. Se llamaban Pedro Arrupe, José María Díez-Alegría y José María de Llanos. Los tres me relatarían en primera persona cómo tuvieron que vestirse apresuradamente de paisano y experimentar miedo físico cuando les insultaban por las calles de “cuervos” o “grajos”. Tuvieron que hacer su atillo y largarse de España, después de que El Sol en su edición del 14 de octubre de 1931 publicara los siguientes titulares: “España ha dejado de ser católica. Se acuerda disolver la Compañía de Jesús y nacionalizar sus bienes. Se aprueba el divorcio y desaparece la calificación de hijos ilegítimos”.

Ellos partieron para el destierro. Pero los que se quedaron en España vivirían una tremenda tragedia de confrontación, dolor y muerte: la guerra civil que dividió nuestro país en dos trincheras. Lamentablemente una de ellas sería identificada con la Iglesia católica. La ley por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la Guerra Civil y la Dictadura, más conocida como Ley de Memoria Histórica, aprobada por el Congreso de los Diputados el 31 de octubre de 2007, nos replantea una vieja pregunta: ¿Qué parte de responsabilidad tuvo la Iglesia en aquella contienda? ¿Fue solo víctima o también causante? Si es así, ¿ha lavado su cuota de culpa pidiendo perdón? ¿Ha saldado su deuda histórica como lo pretende hacer la sociedad civil? ¿No sería mejor olvidar? Para responder a estas preguntas hay primero que analizar los antecedentes de la verdadera situación que condujo a aquel drama humano que tendría un importante componente religioso.

LA IGLESIA Y LA SEGUNDA REPÚBLICA

¿Qué había pasado en España para que el catolicismo se convirtiera en la bestia negra de la Segunda República? La llamada “cuestión religiosa” tenía antecedentes en vecinos países mediterráneos. Las “Leyes de Separación” promovieron en Francia en 1905 la aconfesionalidad del Estado y la libertad de conciencia y cultos, que condujeron a la educación laica, la disolución de órdenes monásticas y la expropiación de bienes eclesiásticos. Unas medidas que copiaron a su modo los portugueses con la política laicista de 1911, y que, incluso en la dictadura de Salazar, supusieron una ruptura definitiva con el estado confesional. En Italia el gran recorte de las prerrogativas de la Iglesia –libera Chiesa in libero Stato– sería una consecuencia de la famosa “cuestión romana”.

El problema en España llegará a revestir tintes dramáticos. El diplomático vaticano Domenico Tardini, entonces en el vértice de la Sagrada Congregación de Asuntos Extraordinarios, escribía en sus notas de viaje de 1934: “Los españoles son así: enredo, lío, mezcla de bondad y malicia, de fe e incredulidad, de Iglesia y anticlericalismo”. No deja de ser curioso que una revista italiana, Vita e Pensiero, denunciara en 1931 la escasa sensibilidad social de la Iglesia española, el sometimiento secular de la jerarquía y el clero a la dinastía y el poder; el raquitismo, el atraso de la Acción Católica; y hasta la escasa práctica y superficialidad, dentro de la apariencia tradicional de la religiosidad de nuestro país. Algo que el gran lúcido cristiano y a la vez anticlerical Pérez Galdós ya había evidenciado mucho antes.

Resulta también llamativo que tras la proclamación de la República, las primeras reacciones de la Santa Sede fueran mesuradas y cautas. El nuncio Tedeschini se mostró cortés y deferente con el nuevo presidente de la República, y, según el posibilista Ángel Herrera Oria, director del prestigioso diario católico El Debate, estaba en escasa armonía con el integrista cardenal Segura, que se había manifestado claramente en contra. Estas negociaciones habían conducido incluso a un primer acuerdo (septiembre de 1931) que reconocía la personalidad jurídica de la Iglesia, autorizaba la existencia de las órdenes religiosas y permitía el ejercicio de la enseñanza.

El clima se enrareció en la calle por enfrentamiento entre las bases católicas y progresistas. Parece que, tras la forzada dimisión del cardenal Segura, los ministros intentaron salvar las órdenes de la extinción. Pero el gobierno no pudo con la presión de los diputados republicanos y socialistas. La disolución de la Compañía de Jesús se presentó pues como una salida de compromiso de Azaña, junto a la regulación de las demás órdenes, mediante el sibilino subterfugio de prohibir los “votos que impliquen obediencia a autoridades distintas del Estado” –el cuarto voto al Papa de los jesuitas– y la prohibición de la enseñanza a todas. La laicidad del Estado y las medidas como el divorcio y la enseñanza laica provocaron la declaración conjunta de los obispos rechazando la Constitución, y la encíclica de Pío IX Dilectissima nobis que condenaba el régimen republicano.

LOS ACTORES DEL DRAMA

La guerra estaba declarada. ¿Quiénes eran los actores de este drama que a la larga nos conduciría a las trincheras? Se puede decir que un buen número de intelectuales eran partidarios de una simple separación Iglesia-Estado. Las clases medias progresistas consideraban a la Iglesia como un enemigo político, y los socialistas la veían más como una antagonista social, una colaboradora del capitalismo después de su principal enemigo, los patronos. No faltaba en este debate la fuerte oposición de los anarquistas, que lanzaban sus ataques desde la calle y la prensa. Se ha hablado mucho de “conspiración masónica”. Pero esta tesis, sostenida por De la Cierva y últimamente por César Vidal, ha sido desbancada por los mejores especialistas en el tema como Ferrer Benimelli, victor Manuel Arbeloa y Pedro Álvarez. La masonería influyó en la política republicana sólo como un actor más, sin que se le pueda imputar el protagonismo.

En la cúpula vaticana el nuncio Tedeschini y el secretario de Estado Pacelli no comulgaban con la postura más intransigente de Pío IX. Entre los obispos dominaba el conservadurismo, defensor del Estado confesional. Pero no se puede comparar la postura de los integristas Segura y Gomá con la de Vidal i Barraquer, cuyos archivos, publicados por Batllori y Arbeloa, muestran un interlocutor válido con el gobierno en el primer bienio. El prelado catalán, que se entrevistará en secreto con varios miembros del gobierno, no dudó en criticar el documento colectivo de los obispos en una curiosa carta al provincial de los jesuitas, padre Murall. ¿Y qué hacían los curas de a pie? Sus sermones, dada la situación y su formación tradicional, no podían incitar a otra cosa que la confrontación. Entre los laicos se daban los dos extremos: el ala de carlistas, integristas, monárquicos de Renovación y Acción Española; y la de católicos abiertos representados por Alcalá Zamora, Miguel Maura Ossorio y Gallardo, línea de la que participaba también Unió Democrática de Catalunya. Renglón aparte merecen la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y El Debate de Herrera Oria, junto a un sector renovado de la Acción Católica, los sindicatos confesionales y Acción Popular, que derivaría luego en la CEDA, con Gil Robles al frente, y que a partir de una postura posibilista terminó endureciéndose.

Pero quizás el fulminante del enfrentamiento, más que la secularización de los cementerios y del divorcio, fue el debate sobre la enseñanza. Aun admitiendo que los católicos fueran partidarios de una enseñanza confesional, elitista y segregacionista, se olvidan figuras comprometidas con las clases obreras y los pobres como los padres Vicent, Ferrís, Nevares, Rubio, Poveda, y los laicos Monedero, Ballester, Herrera Oria y Luz Casanova, entre otros. Lo grave es que la defensa de la enseñanza laica no era una mera aspiración a la neutralidad religiosa, sino también un revanchismo frente al poder secular de la Iglesia. Azaña pensaba que la educación católica se caracterizaba por un integrismo lesivo a los ideales de un Estado moderno y democrático y no consideraba la intromisión del Estado contraria a la libertad, sino necesaria a la “salud pública”.

Pese a las reacciones virulentas, en aquel catolicismo español no era todo oro lo que relucía. Desde el siglo XIX en la clase trabajadora campesina y las clases medias había comenzado a penetrar un proceso de secularización que se traducía en un descenso de la práctica religiosa y un debilitamiento de la fe. Ya Galdós se indignaba con el bajo nivel del clero y la ausencia de un catolicismo renovador, que apuntará luego en revistas aperturistas como Cruz y Raya o en las denuncias de falta de compromiso con las clases trabajadoras de los padres Peiró, Sarabia y Arboleya. Pero en general la teología escolástica del tiempo era un muro berroqueño frente a la renovación que apuntaba allende nuestras fronteras.

Todo ello, como suele suceder en tiempos de persecución, lejos de dar paso a la revisión de planteamientos, condujo a cerrar filas en torno a procesiones y peregrinaciones multitudinarias. En caseríos del País Vasco no faltaron gentes que aseguraban haber visto apariciones de la Virgen de luto, rezando por España. En medio de tal confusión de intereses, donde el sentimiento imperaba sobre la racionalidad, la pregunta clave es siempre la misma: ¿Fue la republicana una política que buscaba una sociedad laica mediante una simple separación Iglesia-Estado? ¿O bien se distinguió por un sesgado anticlericalismo desde el poder civil conculcando derechos y libertades como los de asociación, expresión y enseñanza?

La respuesta parece obvia. Junto a políticos y agentes que buscaban la mera separación Iglesia y Estado para modernizar las instituciones, otros, por el anticlericalismo de sus medidas, provocaron directamente la confrontación. No se puede decir que la aconfesionalidad del Estado, el dejar de financiar al clero y la secularización de los cementerios tuvieran que conducirnos al derramamiento de sangre. Como dice Tuñón de Lara, la famosa frase de Azaña “España ha dejado de ser católica” en su discurso en la noche del 13 de octubre “era inoportuna e impropia de un gobernante de todos, creyentes y no creyentes”. La división de las dos Españas, que provocaba el famoso artículo 24, no sólo ponía en bandeja una justificación a la campaña de la derecha conservadora, sino que se volvería a la larga contra los trabajadores, principales víctimas de cuanto vendría después.

La Iglesia, en la que, como en el Gobierno, no faltaron sectores posibilistas partidarios de la convivencia, pecó en lo de siempre: el inmovilismo que le hacía una vez más perder el tren de la historia y en el incorregible alineamiento político de su jerarquía. Sin duda parte del odio que estalló aquellos días respondía a una soterrada dinamita de su entonces omnímoda secular tutela de las conciencias. Pero no fue la laicidad, sino un laicismo militante agresivo y la respuesta de una derecha que siempre identificaba catolicismo con esencias patrias lo que al final desencadenó la tragedia.

LAS VÍCTIMAS Y EL “NACIONALCATOLICISMO”

El aumento de la conflictividad social durante el bienio conservador desembocó en los sucesos revolucionarios de octubre de 1934 en Asturias en los que el Ejército tuvo que sofocar una insurrección proletaria. El episodio se saldó con la muerte de cerca de 1.400 personas y con 3.000 heridos, y durante el cual el anticlericalismo resurgió brutalmente. Durante la insurrección encontraron la muerte 34 religiosos en episodios como el asesinato de los ocho hermanos de La Salle y un padre pasionista del valle de Turón a la vez que resultaron dañadas o destruidas 58 iglesias, el palacio episcopal y la Cámara Santa de la catedral. Estos hechos de Asturias, avivados por la propaganda partidista que reclamó el castigo y represión de los revolucionarios, evidenciaron el grado de radicalización y división de la sociedad española en dos sectores que unos meses más tarde se enfrentaron nuevamente de manera general y trágica durante la Guerra Civil.

No voy a dar cuenta detallada de la horrible y demencial matanza de sacerdotes, religiosos y simples laicos católicos, amén de la destrucción del patrimonio artístico e histórico, realizados por el bando republicano. Antonio Montero Moreno habla en su conocido libro sobre el tema (Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939, 4ª ed, Madrid, 2000) de 6.832 víctimas religiosas asesinadas en el territorio republicano, de las cuales 13 eran obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 religiosos y 283 religiosas. Vicente Cárcel Ortí, más recientemente, en su “Catálogo de los mártires cristianos del siglo XX”, solicitado por el papa Juan Pablo II en el marco del Gran Jubileo del Año 2000, amplía la estimación con 3.000 seglares, en su mayoría pertenecientes a la Acción Católica, con lo cual la cifra se redondearía en torno a 10.000 el número de víctimas pertenecientes a organizaciones eclesiásticas. La clase obrera asumió la responsabilidad de aquella matanza: “La clase obrera ha resuelto el problema de la Iglesia, sencillamente no ha dejado en pie ni una siquiera (iglesias) (…) hemos suprimido sus sacerdotes, las iglesias y el culto”, llegó a afirmar en un artículo de La Vanguardia de la época.

Por otra parte es obvio el apoyo y soporte ideológico de la Iglesia católica al gobierno franquista, que sería recompensado con una situación privilegiada de aquélla. Este escenario, conocido como “nacionalcatoliscimo”, se hizo más patente tras la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial, que se pondría de manifiesto entre otros aspectos en los actos religiosos y ceremonias fúnebres en memoria de las víctimas. Los entierros de “mártires” fueron celebrados por todo el país en actos y solemnidades litúrgicas y sus nombres escritos en las fachadas de las iglesias.

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