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Entre procesos constituyentes: del régimen de la Transición a la nueva democracia

Éxodo 123
– Autor: Emmanuel Rodríguez, Fundación de los Comunes –

Era 1977, un joven constitucionalista apenas conocido, Ignacio de Otto, publicaba un opúsculo titulado Qué son la constitución y el proceso constituyente 1. Editado en una colección de bolsillo, el texto es uno de esos raros documentos en los que se sintetizan las contradicciones de una época. Con treinta años, el socialista —sin que tal cosa significara entonces lo que ahora— definía las condiciones en las que se podía redactar una constitución democrática. En los términos del momento, un texto no signado por la continuidad institucional que empujaba el reformismo franquista. La cuestión era fundamentalmente de método, se comprendía en la amplitud y radicalidad del término “proceso constituyente”. Tal, en sus propias palabras, “implica no reconocer ningún vínculo jurídico con el pasado, negar toda validez a las anteriores leyes y constituciones. Se trata, por tanto, de la más radical expresión de ruptura de la continuidad 2”.

De las elecciones del ‘77 al proceso constituyente

Las elecciones del 15 de junio de 1977 dieron el triunfo a la izquierda. A pesar de contar con toda la iniciativa y el aparato del Estado, la UCD no obtuvo los resultados arrolladores que sin duda Suárez y su equipo esperaban. Ganó el reformismo franquista, pero “sólo” con el 34 % de los votos. La derecha “recalcitrante” de Alianza Popular se quedó en el 8 %.

Ni siquiera daba para una mayoría. El protagonismo de la oposición quedó del lado del PSOE que rozó el 30 %. El PCE no alcanzó el 10 % y la otra opción socialista, el Partido Socialista Popular (PSP) de Tierno Galván con casi un millón de votos se quedó en el 4,5 %. Sumadas las fuerzas del reformismo franquista estas hubieran perdido las elecciones (7,8 millones de votos) frente a las izquierdas (8,5 millones). ¿Era tan irreal la ruptura?

La magia de la ley d’Hondt impuesta por el reformismo en la Ley de Reforma Política convirtió, no obstante, los votos de una minoría en una cámara dominada por las “derechas”. El 34,4 % de los votos de UCD se convirtieron en el 47,4 % de los escaños (166 ), que sumados a los de AP (16) formaban la famosa “mayoría mecánica”. La “proporcionalidad corregida”, sobre la base de circunscripciones uniprovinciales que garantizaban la sobrerrepresentación de las provincias de menor población, acabó por relegar al PCE, al tiempo que redujeron a mera anécdota parlamentaria a un partido (el PSP) con amplia implantación y casi el 5 % de los votos: 1,7 % de los escaños, seis diputados, sin grupo parlamentario.

Conviene recordar una obviedad, en 1977 nadie votó a una asamblea constituyente. Nadie pensaba que se estaba votando a uno u otro proyecto constitucional. Se votaba a la izquierda o a la derecha. Las elecciones, todo lo más, se podían considerar como un primer recuento de fuerzas entre los partidarios de la “continuidad” y de la “ruptura”. La cuestión estaba en el momento: las elecciones no se hubieran producido sin el acuerdo y el compromiso entre ambas élites, las del reformismo franquista y las de los partidos de izquierda. Por eso tampoco nadie se sorprendió de que esas primera Cortes, constituidas de forma tan precaria, en las que el único partido de masas e implantación real (el PCE) fue aceptado tarde y con poco tiempo para organizar la campaña, en las que la extrema izquierda (incluida Esquerra Republicana) sólo pudo participar bajo el expediente de las coaliciones de electores y en las que ni por asomo se pensó en un segundo “recuento” (por ejemplo municipal), hicieran suyo de una forma tan natural el proyecto constituyente.

Es interesante reconocer que los puntos extremos de la discusión constitucional que se inició poco después, los comunistas y los alianzistas, habían determinado desde muy pronto en todo aquello que cederían, sin imponer grandes líneas rojas. En orden con las nuevas posiciones conciliadoras y moderadas, los comunistas aceptaron todo lo que ya se habían comprometido: el marco de economía de mercado (que luego ratificaron en los Pactos de la Moncloa) la monarquía parlamentaria, la bandera y el compromiso con la vieja administración. En el otro extremo, Fraga planteó quizás lo que eran las exigencias fuertes de la derecha y que la oposición también estaba dispuesta a aceptar: gobiernos fuertes y flexibilidad legal, que debería encontrar su desarrollo concreto en “leyes orgánicas” que dependían ya del legislador 3.

La Constitución de 1978. Un nuevo régimen político

La Constitución de 1978 fue ciertamente el más bello edificio del “consenso” político de la Transición. La apoyaron en bloque el PSOE, los socialistas catalanes, la UCD, el PCE y la minoría catalana que luego acabaría conformando CiU, así como la mayoría de los alianzistas, con Fraga a la cabeza. Apenas quedó fuera ninguna de las fuerzas representadas (sólo la izquierda vasca) y los que no lo apoyaron explícitamente se decantaron por una abstención casi de boquilla (el PNV). Un artículo del jefe de los socialistas catalanes, Joan Reventós, expresaba así la naturaleza del consenso, su conquista y la amenaza subrepticia: “Con la Constitución, por fin sí, la guerra ha terminado” 4.

Con tales apoyos, y con una promesa que es también una amenaza (el fin de las dos Españas), la Constitución quedó unida de forma indeleble a la palabra consenso. A ello se emplearon los partidos, la prensa, y el nuevo estatuto de la prensa y los intelectuales. Se trataba de imponer una particular definición de democracia hecha de instituciones y procedimientos capaces de asegurar la neutralidad y una competencia electoral justa. Y por eso, la Constitución adquirió rápidamente un rango de sacralidad compartida, que caía del lado del liberalismo político y del progresismo, al decir de Suárez: “Una de las Constituciones más progresivas del mundo”.

Considerada, no obstante, a la luz de sus resultados, y sobre todo del empleo ideológico y agresivo que se le dio posteriormente, las preguntas del constitucionalista Otto en su Qué son la constitución y el proceso constituyente siguen siendo del todo pertinentes. ¿Fue la Constitución de 1978 una garantía a ese juego políticamente neutro que no establece ningún régimen político particular?

Hay partes del texto de 1978 particularmente aprovechables. Quizás la más notable, los casi cincuenta artículos de la parte doctrinal que regulan los “derechos y deberes fundamentales”. Especialmente relevante es la que se refiere a las “libertades públicas”, donde quedan recogidas al detalle las libertades de creencia e ideología, las garantías jurídicas, la libertad de prensa y expresión, los derechos de reunión, manifestación y asociación. La precisión es aquí la merecida conquista de los largos años de lucha contra la dictadura, la constitucionalización de unas libertades públicas que, en su ejercicio clandestino y arriesgado, habían llevado a la crisis a las instituciones franquistas. A medida, sin embargo, que nos alejamos de “los derechos fundamentales y las libertades públicas”, los artículos se van haciendo alternativamente o más abigarradamente retóricos o más declaradamente ambiguos. Así el referido a materia fiscal es una mera declaración de principios (art. 31), al igual que el referido a la vivienda (art. 47). Cuando el detalle es prolijo, como ocurre en muchos de los artículos referidos a derechos sociales y a la política económica (todos los del capítulo tercero), los enunciados quedan reducidos a la función de simples principios informadores (“rectores”) que no se pueden alegar ante los tribunales.

Aún más reveladora es la parte orgánica del texto, esto es, los títulos y artículos que regulan las instituciones del Estado 5. La idea que preside esta parte es la de la “estabilidad del gobierno”, un ejecutivo fuerte frente a un parlamento débil y una iniciativa ciudadana aún más débil. Se trata de un texto que limita los poderes del Parlamento y que otorga la “reserva negativa de ley” al gobierno. Tampoco se establecen criterios de responsabilidad de los ministros ante las cámaras. Pero los elementos más obviamente perniciosos están en las partes relativas a la forma de la representación. La Constitución confirma a los partidos políticos como instancias cuasi monopólicas de la representación, al tiempo que recela de cualquier mecanismo de participación directa. De hecho, los procedimientos de democracia semidirecta y de referéndum que se habían introducido en la ponencia constitucional fueron retirados posteriormente.

El mecanismo de descentralización y de reconocimiento de las aspiraciones de autogobierno de las regiones fue todavía más desastroso. La discusión acerca de un federalismo sincero quedó arrinconada por la presión de UCD y AP, y por la incapacidad de PSOE y PCE de presentar nada que se articulara en términos de una democracia popular en la que la descentralización no fuera tanto un mecanismo de reconocimiento “nacional” como de articulación democrática. El resultado fue una chapuza política y jurídica. El Estado autonómico previsto en la Constitución no respondió ni a un modelo de Estado plurinacional formado por cuatro o cinco “nacionalidades”, con relaciones estables (federales) dentro de un mismo marco estatal, algo que la izquierda así como las “minorías” vasca y catalana habían defendido sobre la base del derecho de autodeterminación. Pero tampoco se articuló, de una forma que hubiera sido mucho más consecuente, de acuerdo con un modelo federal democrático, en el que el territorio se considerara sólo como el “instrumento inmediato” de organización de la vida política y por el que la descentralización se concibiera como un mecanismo de construcción de la decisión de “abajo arriba”, tal y como se había propuesto durante la última mitad del siglo XIX por la tradición federal española; la única en el país que podría representar una opción política radicalmente democrática 6.

Hay un hecho que no se debe nunca menospreciar, la Transición y con ella el proceso constituyente, fue comandado por el reformismo franquista que se había hecho con el aparato del Estado a partir del primer gobierno Suárez. La formación del sistema de partidos fue prevista por los estrategas del ala reformista de acuerdo con una imagen de “pluralismo controlado” que el propio Fraga y algunos otros prohombres habían tomado directamente del turnismo de la Primera Restauración 7. Los “privilegios” que gozaron desde finales de 1975 las distintas familias socialistas, así como los contactos entre estas y las cabezas del aperturismo, contribuyeron a quebrar todavía más la unidad de la izquierda y con ella la hegemonía, hasta entonces indiscutible, del PCE.

Lo esencial es que los partidos del reformismo, y por ende lo que sería el futuro sistema de partidos, fueron concebidos, organizados y financiados desde los aparatos de Estado. Alianza Popular nació como una coalición de grandes notables, antiguos ministros del Franquismo. UCD fue un instrumento creado desde el gobierno a partir también de la federación de familias y personalidades, en este caso provenientes de lo que con sorna se llamaba la semi-oposición (democristianos, liberales, socialdemócratas). En ambos casos, pero especialmente en el segundo, ingentes cantidades de recursos públicos fueron drenados a la financiación de las estructuras y las campañas de estas formaciones. Esta integración Estado/partido, de modo que este no resultase más que una prolongación del primero, ha sido una de las características esenciales del régimen español que se inaugura en 1978, hasta el punto que más que de partidocracia se debería hablar de una única burocracia moderadamente pluralista.

La Constitución no cambió este rumbo. Sancionó la continuidad entre Estado y sistema de partidos, quebrando de facto uno de los prerrequisitos democráticos señalados por Otto: la neutralidad de la administración. Obsérvese la particular redacción del art. 6: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. No hay ambigüedad, la medición partidaria es de carácter oligopólico, la “voluntad popular” no sólo se “manifiesta” sino que se “forma” en los partidos. Este privilegio se extiende más allá de las Cortes, a la composición de una multitud de órganos del Estado, en los que tienen capacidad de representación y de determinar los nombramientos 8.

En términos de la moderna teoría política, el diseño de esta arquitectura institucional no podía acabar más que en una creciente cartelización del sistema de partidos. Un oligopolio político tendente a reducir el número de actores a los dos grandes partidos así como a las minorías nacionales, al tiempo que dificultaba de forma severa la entrada de nuevos partidos. El principal mecanismo de garantía de este cierre oligárquico es una ley electoral que opera sobre la base de las circunscripciones provinciales y de acuerdo con un modelo de “proporcionalidad corregida” según la fórmula d’Hondt. Estos dos elementos fueron establecidos en la Ley de la Reforma Política, sancionados parcialmente por la Constitución y luego confirmados por la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) de 1985.

Los efectos se vieron muy pronto en la tendencia a la concentración de las fuerzas políticas de ámbito estatal. En la familia socialista y en un único año (1978), el PSOE engulló sucesivamente al PSP, el PSC y el Partido Socialista de Aragón, todos ellos con representación parlamentaria. El voto todavía repartido de las elecciones de 1977 tendió a concentrarse en las elecciones de 1979 y aún más en las de 1982: del 63 % de UCD-PSOE en las primeras elecciones a casi el 75 % de PSOE-AP en las de 1982, lo que en número de diputados hizo pasar el tándem bipartidista de poco más del 80 % de la cámara baja a casi el 90 %.

Por si esto fuera poco, la arquitectura bipartidista se terminó de completar con un generoso régimen de subvenciones, que convertía el número de votos y representantes en dinero contante y sonante, con la sola exclusión de aquellas formaciones sin representación. De ser el “instrumento fundamental para la participación política”, los partidos se convirtieron rápidamente en meras prolongaciones del Estado, instrumentos de un pluralismo moderado. Su escasa afiliación y sus aún más escasos recursos internos, dejaron de importar. Ya no se necesitaba militancia; y ésta se convirtió en aquello a lo que parecía destinada: una plataforma para acceder a la carrera política.

Por una “democracia real”. Hacia un nuevo proceso constituyente

Sentados sobre la crisis del régimen de la Transición varias cosas parecen claras. La primera es la escuálida desnudez de la obra constitucional, que al igual que la grandilocuencia que la rodeó aparece como resultado de un pacto forzado por las circunstancias: las tablas (o, lo que es lo mismo, el consenso) entre las élites del reformismo franquista y la izquierda política. Otra es que la capacidad de respuesta del régimen, su regeneración, no parece de momento probada. Y eso aun cuando la reforma constitucional esté ya en la agenda de los partidos. La clase política sabe, naturalmente, que el logro de un nuevo arreglo entre élites pasa necesariamente por cambios en la Constitución y que esto no sólo tiene una dimensión institucional específica sino también simbólica. Lo que es especialmente importante en relación a la crisis catalana y a la ya urgente necesidad de acordar un nuevo encaje territorial. Sin embargo, es poco probable que la notable ausencia de autocontrol por parte de la clase política, la corrupción, la escasa representatividad del viejo sistema corporativo, en definitiva la rigidez de los elementos que componen el núcleo del régimen puedan encontrar una vía de regeneración más allá de poner un parche aquí o allá, o achicar agua en un barco que se sabe hundido. En sus propios términos, y como ya ocurriera con la Primera Restauración, la única salida del régimen es su lenta e inexorable involución.

Desde una perspectiva democrática, la opción parece pasar por impulsar un nuevo proceso constituyente entendido, tal y como escribiera Otto, como la “más radical expresión de ruptura de la continuidad”. Sobre la legitimidad del mismo no hay mucho que discutir. Si nos tomamos en serio el artículo de la Constitución de 1793 “una generación no puede sujetar a sus leyes a las generaciones futuras”, en el caso español, serían ya dos las generaciones sometidas a una estricta minoría, de otra parte, cada vez más envejecida y menguada. Según los resultados del refrendo de 1978, el texto fue votado por 15.706.078 sobre un censo de 26.632.180 de votantes, esto convierte el 88,54 % de síes sobre votos emitidos en un 58,97 % de votos afirmativos sobre el conjunto del Censo. A partir de estos datos y según el Censo electoral de 2013, de los algo más de 36 millones de electores con nacionalidad española en 2014, sólo 8,3 millones, todos ellos mayores de 53 años, habrían votado sí a la Constitución: el 22 % del Censo, excluidos los migrantes.

¡Democracia real! Fue el grito (y también la plataforma) que articuló la insurrección pacífica del 15 de mayo de 2011. En las semanas siguientes, las plazas se convirtieron en una vasta asamblea constituyente, que recogía multitud de “quejas”, de ideas, de proyectos para un nuevo país. Se puede decir incluso que la nueva Constitución se ha escrito durante estos años. Los nuevos “constituyentes” han sido las luchas, las Mareas por la educación y la sanidad, el movimiento de la vivienda con la PAH en su cabeza, las grandes acciones ciudadanas de la ola 15M. Al menos en su parte doctrinal, relativa a los derechos, difícilmente el consenso social podría ser más amplio.

La parte quizás más ardua es, sin embargo, la que compete a la forma institucional del nuevo Estado, así como a los canales por los que la gente corriente debiera poder ejercer sus derechos a la participación directa, el control de lo público y la elección de representantes cuando esta sea imprescindible. Aquí las opciones son menos claras. Hay sin duda acuerdo en lo que no es deseable: la corrupción, la ausencia de controles sobre la clase política, la falta de compromiso y responsabilidad política de los representantes, el desprecio de lo público, la anteposición de los intereses particulares, en una palabra, la partidocracia. Las alternativas, no obstante, son todavía tentativas, esbozos de una imaginación política que requiere de músculo y desarrollo.

La razón de esta asimetría entre lo mucho que se tiene que decir sobre el contenido propositivo, relativo a los derechos civiles, sociales y económicos y lo poco que somos todavía capaces de expresar respecto de la forma sustantiva de la democracia tiene causas complejas. Obedece a una diferencia que normalmente acompaña a sociedades que han sido arrancadas de la discusión política, marginadas de la decisión sobre los asuntos comunes; sociedades en una palabra oligárquicas. Parece como si se hubiera instalado una extraña escisión entre la vida cotidiana y sus asuntos mundanos (fijada arquetípicamente en los derechos) y la forma en que estos derechos se ejercen y se organizan en común (la democracia).

Allá por los años noventa, a comienzos de una década que todavía no se sabía la antesala de un nuevo ciclo de luchas global, un viejo resistente de las luchas de fábrica de los años sesenta y setenta escribió un libro de título sugerente: El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas de la modernidad 9. En este texto, Antonio Negri trabajaba sobre un concepto que arrastraba a la democracia a su definición más absoluta, radical. Negri negaba que el poder constituyente se pudiera reducir a una perspectiva jurídica: la fuente para la redacción de una norma constitucional. El “poder constituyente resiste a la constitucionalización”, decía “el poder constituyente como poder omnipotente es la revolución misma” 10.

El proceso constituyente sólo puede ser el resultado de la materia viva de un conjunto amplio de movimientos, de luchas y conflictos enfrentados a la caducidad del régimen, de procesos de politización y subjetivación política amplios y novedosos. Estos avanzan y queman sus etapas frente a un régimen, que si bien se sabe condenado a la involución, se muestra extremadamente correoso en cuanto a su capacidad de autoperpetuación. Por eso el proceso constituyente es sobre todo lucha, conflicto, composición de una relación de fuerzas favorable al cambio. En este terreno y aun cuando el ciclo de movilizaciones en España no ha alcanzado todavía el grado de intensidad de los años setenta, contamos con una considerable ventaja: sabemos que una democracia hecha sólo de partidos y representación mata la democracia.

Nuestro problema, como ya lo fuera en los años setenta, es el de cómo componer ese frente amplio y caótico de luchas en un proyecto político coherente y alternativo, un proyecto que ponga en su centro la única democracia digna de tal nombre: la democracia directa. 

…………….

[1]    Ignacio de Otto Pardo, Qué son la constitución y el proceso constituyente, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1977.

[2]    Ibídem, p. 59.

[3]    En la Memoria que Solé Tura entrega a la dirección del partido para su discusión en el verano ya se deja leer: la monarquía constitucional «extingue el principio monárquico, el monarca no tiene más atribuciones que las que le otorga expresamente la constitución». Solé Tura, Los comunistas y la Constitución, Madrid, Forma Ediciones, 1978, p. 30.

[4]    El País, 1 de noviembre de 1978.

[5]    Para una crítica sistemática de la Constitución española véase: VV.AA., Las sombras del sistema constitucional español, Madrid, Trotta, 2003.

[6]    Se trata del republicanismo federal de Pi y Margall, lector y traductor de Proudhom o de Fernando Garrido, que desde mediados de la década de 1950 se empezó a articular teóricamente con obras como La Reacción y la revolución (1854) de Francisco Pi y Margall o La República democrática federal universal (1855) de Garrido.

[7 ]   Tal y como reproduce Fraga la primera entrevista que tuvo con Felipe González en la noche del 30 de abril de 1976:  «mi éxito consistiría en crear un sistema político en el cual él [González] pudiera llegar ser presidente de Gobierno, “tal vez dentro de unos cinco años” (de hecho, tardó seis, y el cálculo no eran malo ni mal intencionado)».Manuel Fraga Iribarne, En busca del tiempo… p. 46.

[8]    Para una crítica de este aspecto véase Luis Ramiro, «Del privilegio constitucional de los partidos a la promoción del multipartidismo moderado» en VV.AA., Las sombras del sistema constitucional… cit.

[9]    Antonio Negri, El poder constituyente. Ensayo sobre las alternativas a la modernidad, Madrid, Libertarias / Prodhufi, 1994 [próxima reedición en Traficantes de Sueños].

[10]    Ibídem, pp. 19 y 17.

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