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Soberanía, poder y populismo: relámpagos en la noche, grietas en las paredes

Éxodo 136
– Autor: Juan Carlos Monedero –

De aquellos barros estos lodos

Decía recientemente una analista electoral que el enorme fracaso de las encuestas en las elecciones de junio de 2016 tenía que ver con un hecho novedoso: no sabían hacer encuestas fuera del bipartidismo. Algo parecido le pasa al sistema político actual: no sabe salir del juego turnista que ideó Cánovas del Castillo ligado a la Constitución de 1876, ese juego invariable en su esencia que sería falsamente interrumpido por Primo de Rivera en 1923, desterrado en nombre de la democracia por la II República en 1931, ahondado con el partido único el franquismo en 1939 y recuperado en la II (o III) Restauración Borbónica con la Constitución de 1978 y el régimen electoral marcado por la Ley para la Reforma Política de 1976. De aquellos barros estos lodos.

El neoliberalismo tiene una rara virtud: fracasa hacia delante (fail forward), es decir, sale de sus crisis emulando el famoso ejemplo del barón de Münchausen, que salió de un pantano con su caballo tirándose de los pelos hacia arriba con gran éxito. En otras palabras, sale de las crisis recetando más medicina de la misma que nos había enfermado. Las recetas con las que se salió de la crisis de 1973 –explotación de la naturaleza, de las generaciones futuras vía deuda, de los países del sur y de los trabajadores– parece agotada salvo en lo que toca a los trabajadores.

Ser pesimistas esperanzados

Parece que estamos condenados a escoger como salida a la crisis del neoliberalismo entre alguna forma de “gran coalición” guiada por el “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”, o bien asumir un populismo de extrema derecha. Surgen preguntas. ¿La crisis de la socialdemocracia, convertida en muleta de los partidos conservadores, nos aboca, como en la noche de los años treinta, a un escenario aterrador de guerra y violencia? ¿Tiene herramientas la ciudadanía para salvarse a sí misma imaginando escenarios alternativos? ¿Es el pesimismo el único lugar de análisis? ¿Por qué si todo es una basura sigue viniendo cada noche la luz de la luna a batir la hierba? La decepción conduce a la deserción. El panorama no invita a grandes alegrías, pero el pesimismo es una forma vergonzante de resignación y rendición. Como en otros momentos de la historia, toca, al fin y al cabo, ser pesimistas esperanzados. Contraponer gramscianamente al pesimismo de la inteligencia el optimismo de la voluntad. Saber que lo que diferencia a una persona progresista de otra conservadora es la confianza en el ser humano. Si has abandonado toda esperanza ya perteneces al escuadrón de los zombies.

Desde finales del siglo XIX, todas las crisis del capitalismo han sido también crisis del parlamentarismo y del liberalismo. De hecho, estas crisis son ángulos de la misma realidad: la economía de mercado (signada por el laissez fair, laissez passer), la filosofía liberal (que expresa el pensamiento de la burguesía como clase en ascenso frente a la monarquía absoluta), y la democracia parlamentaria, que cobró fuerza con las revoluciones inglesa, americana y francesa. La democracia parlamentaria se sostiene sobre la democracia representativa, esto es, sobre la abolición del mandato imperativo que marcó la Constitución francesa de 1793.      

Reclamación de la democracia frente el liberalismo

La filosofía liberal descansa sobre el individualismo posesivo y la propiedad privada, de ahí que la división de poderes y los check and balances –pesos y contrapesos– sean la posibilidad del garantismo que ofrece el estado de derecho. La economía de mercado descansa a su vez sobre la conversión de cada vez más ámbitos de la existencia en mercancías, donde alguien, intercambiándolas, gana un beneficio. Incluidas falsas mercancías que el capitalismo no crea pero las usa hasta convertirlas en fragmentos carentes de sentido colectivo e, incluso, de posibilidad de supervivencia. Así es con el conocimiento, con el dinero, con la tierra y con los seres humanos. Tenía razón Marx cuando planteaba que el capitalismo lleva en su seno su propio sepulturero: sobrevive enajenando cosas que no crea y que devasta. Y la conversión en mercancías de la tierra, de las personas, del dinero y del conocimiento termina por detonar con furia devastadora.

Como el sistema capitalista funciona a base de crisis, cada vez que el reajuste de la tasa de ganancia tiene como resultado el empobrecimiento de las mayorías, los damnificados de las crisis cuestionan el marco político tanto en términos teóricos como en términos prácticos, impugnando a los políticos, los partidos y las instituciones. Ese pueblo enfadado que impugna la quiebra del contrato social se encuentra a sí mismo reflejado en el espejo de su ira, articulándose como soberano, como poder constituyente, como pueblo “en armas”. Es la reclamación de la democracia frente a la reclamación liberal.

La respuesta a las crisis económicas en el ámbito occidental tienen forma de lo que entendemos como “populismo”, esto es, un momento de impugnación de la democracia representativa y de las fallas en la redistribución. Es verdad que el concepto “populismo” es un concepto “nómada” y “vagabundo”, ambiguo, y que pertenece más al ámbito de la pugna política que al análisis. Pero necesitamos una palabra enfriada para entender dónde estamos. Y evitar, como decía Ortega, hacer cierto que lo que nos pasa es que no sabemos qué nos pasa.

El enfado ciudadano con la situación política y económica va a generar dos grandes movimientos con posibilidades electorales: uno de defensa del statu quo, que aglutine a los viejos partidos (las grandes coaliciones), y una respuesta “populista” –identitaria, enemiga de las élites, contraria a la corrupción, que reclama la nación como cemento social– que podrá a su vez tomar dos formas: una que azuza los excesos del sistema para mantener el sistema (el populismo de extrema derecha que crítica los excesos del sistema pero no cuestiona el sistema), y otra que aprovechará el enfado popular con el incumplimiento de los acuerdos democráticos para ahondar en la democracia, en la justicia y la libertad.

Equivocaciones de las izquierdas

El momento populista –que es por definición transitorio, pues la mera impugnación no construye una sociedad alternativa– se alimenta de la incorrección política, apela a las pasiones como sustituto del cemento social que toda sociedad necesita y que ya no otorga ni el poder ni las instituciones cuestionadas. Desde la crisis de los setenta, la izquierda viene equivocándose en tres cuestiones: no asumiendo la derrota del keynesianismo, que fracasó por su propia impotencia para solventar el crecimiento de la inflación al tiempo que aumentaba el desempleo; su renuncia a buscar soluciones hacia delante, sustituyéndolas por una petición llorosa de regreso al pasado; y su conversión en defensora del sistema al regalarle a la derecha todo el campo de la incorrección política, de manera que desde el socialismo o la izquierda transformadora se reclamaba el “patriotismo de la Constitución”, mientras que la extrema derecha confraternizaba con el pueblo dándole herramientas para canalizar su rabia desde una posición que incorporaba las pasiones.

El populismo, pues, es un recordatorio de la democracia prometida y no cumplida. Es un espejo (Panizza) donde la democracia puede mirarse sin las mentiras del espejo de la madrastra de Blancanieves. Nace como un problema de representación, de la incapacidad de las élites de solventar las necesidades del pueblo y sus inseguridades. El populismo es, al fin y al cabo, la expresión de un deseo frustrado de democracia, de igualdad y de seguridad. Y también un momento de autoafirmación. Tiene que ver con aquello que decía Rousseau en El contrato social: que tontos los ingleses, que creen que son libres porque votan, cuando sólo lo son una vez cada cuatro años. No en vano, la Comuna de París de 1871 recuperó la democracia directa y abrió el revocatorio de los mandatos.

 Confluencia actual de dos tradiciones: la liberal y la democrática

Para terminar de entender el momento actual, es necesario considerar antes que la actual democracia viene de dos tradiciones opuestas. Por un lado, la tradición liberal, individualista, firme defensora de la propiedad privada, ligada al pluralismo, defensora de la división de poderes y profundamente desconfiada de las masas y del sufragio universal. Enfrente, la tradición democrática, basada en la soberanía popular y firme defensora de la justitica y la igualdad. A lo largo del siglo XX las dos tradiciones fueron contaminándose mutuamente. El liberalismo se fue haciendo democrático (Cánovas estaba en contra del sufragio universal) y la democracia se fue haciendo liberal (asumió la representación y la propiedad privada). Pero no deja de ser cierto que cada vez que el modelo económico entra en crisis, el liberalismo anula la democracia. Puede hacerlo en dos direcciones. Una, convenciendo al pueblo para que apoye salidas populistas dirigidas por aquellos que, como decíamos, basándose en los excesos del sistema logren un apoyo popular para mantener el sistema. El ejemplo más reciente está en Trump o en el avance de la extrema derecha europea. Si esto falla, el liberalismo fracasado en la tarea de debilitar la tradición democrática tiene siempre la salida extrema del fascismo, sea en su vertiente violenta de los años treinta o en la más moderna y eufemística de lo que Boaventura de Sousa Santos llama “fascismo social”, regímenes fascistas en sus consecuencias bajo ropajes formalmente democráticos. El “fascismo financiero” es el instrumento por excelencia de este fascismo del siglo XXI.

Estamos, sin duda, en un cambio de época. Una parte permanece en el pasado y otra está transitando. Es generacional, pero no sólo. Llevamos décadas hablando del déficit democrático de la UE. El colofón tenía que ser necesariamente el auge de los partidos populistas de derechas. Que se cuelan porque hemos renunciado a conflictuar. Es la época de la política sin adversario, ese “fin de la historia” anunciado por Fukuyama. Como ya no habría conflicto al hundirse la Unión Soviética, se inauguraba la era del consenso donde ya no habría ninguna diferencia estructural que justificase salirse de ese consenso. Nace el tiempo de la gobernabilidad –la lucha contra los “excesos de democracia”– y de la gobernanza –la política sin conflicto–.

Sustitución de la política por la moral

Por eso, el fin de la política tiene como colofón la sustitución de la política por la moral. Desaparecen los análisis y son sustituidos por los anatemas. No es conflicto político sino confrontación moral y, por tanto, no puede gestionarse. Hillary Clinton no quería discutir con Trump sino demonizarlo. Y esa demonización no sirve para casi nada porque carece de herramientas para entender. Si hubiera optado por una crítica política, tendría que hablar de los tratados de libre comercio y de la globalización. Cuando analizas, te encuentras con que Trump es tan neoliberal como Clinton, Rajoy o Rivera, con la diferencia de que no le da vergüenza ir vestido de neoliberal. No olvidemos que Trump le ha robado el discurso de la democracia al Partido Demócrata, que hizo trampas para liberarse de Bernie Sanders. Al que acusaron de populista dentro de sus propias filas. El único que podía haber ganado a otro populista. Cuanto más moralizas, más caes en la pospolítica.

Berlusconi era un consumidor asiduo de prostitutas votado por monjas. Los pobres votan a sus verdugos. Entre los votantes de Ciudadanos hay un 20% de gente sin ingresos. Al PP le han votado ancianos que vacían su cuenta para ayudar a los nietos sin futuro. El miedo congela la política y le abre las avenidas a una moral de brocha gorda. En el reino de la moral, Berlusconi o Aznar no dejan de ser “uno de los nuestros”. En cambio, si hablas de política desaparecen las coartadas. Recuperar la pasión en la política no significa renunciar a la razón y, mucho menos, reducir la política a una confrontación extrema “amigo-enemigo”. La política tiene muchos grados, y entre la gobernanza y la guerra hay muchos grados. La política tiene moral, igual que tiene economía y está sometida a las normas. En la realidad, todo está mezclado. Pero conviene recordar que la política gestiona los conflictos sociales, que existen por la dualidad entre nuestra condición individual y nuestra condición social, y que la herramienta es el poder. Mientras que la moral gestiona la reciprocidad social que construye la integración a través de las normas. Mezclar estos ámbitos es como poner publicidad en un libro de texto o pagar por tener amigos: es confundir ámbitos sociales que tienen diferentes medios de intercambio.

La democracia convertida espectáculo

El populismo está en el corazón de nuestras democracias porque la democracia se ha convertido en espectáculo. Los líderes pueden llegar al pueblo sin la necesidad de la intermediación de los partidos. Esa ausencia de instancias intermedias –los partidos se han convertido en empresas alejadas de la ciudadanía– conecta desde el vientre con los deseos (falsos) de la gente. Por eso las campañas electorales son igualmente un espectáculo. Decía Gerald Ford (aunque seguro que se la escribieron), que tenemos candidatos sin ideas, que contratan asesores sin convicciones para hacer campañas sin contenido.

Regresando a España, es ahí donde se entiende el matrimonio de conveniencia entre los dos principales partidos españoles (y el partido inventado por el Ibex 35 para hacer de muleta del bipartidismo enfermo) y entre el neoliberalismo y el populismo de extrema derecha.

El populismo siempre es una impugnación. Pero puede ser una impugnación desde el plató de Gran Hermano y los clubes de fútbol –recordemos a Jesús Gil– o una impugnación desde las calles (lo que ocurrió con el 15M). No hay que olvidar que, de alguna manera, toda la política se ha hecho populista, entendiéndola como simplista, banal, falsamente cotidiana: los políticos van a los mercados, bailan, tocan el saxofón o la guitarra, se visten de campesinos, se hacen los campechanos.

El sistema será el que reparta qué es de recibo y qué no. Será el que identifique si la apelación populista es sistémica o antisistémica. Esperanza Aguirre se presentó a las elecciones con una hoja de programa. Ahora Madrid no habría podido hacerlo. En los USA Sanders hubiera recibido críticas brutales por decir lo mismo que Trump.

En esa apelación sentimental a la nación, que debe hacer de cemento social una vez que han desaparecido las uniones frías de la ley, de la redistribución económica o de la política institucional, el populismo se muestra impaciente. Y de ahí que sea demasiado fácil que la apelación a la patria como cemento social termine abundando en el racismo y la xenofobia. Y esa urgencia se traduce, de manera inmediata, en alguna forma de odio. En toda protesta popular hay prisa. Es propio de quien viene de fuera de la política y desconoce que las cosas no siempre son tan sencillas. La prisa termina cuestionando a todos los que refrenen los cambios. El populismo solo puede ser un momento, pues de lo contrario se convierte en un infierno. Los pesos y contrapesos liberales tienen mucha inteligencia. El populismo siempre decepciona, porque las instituciones son un invento humano para enfriar las decisiones. Por eso, igualmente, es esencial que cada generación actualice su compromiso con el contrato social discutiendo y votando su Constitución.

Las “grandes coaliciones” son un intento desesperado de mantener un régimen que hace agua por todos lados (en el caso de España, hay que añadir a la crisis económica y del bipartidismo, la crisis territorial y la debilidad de la monarquía tras la abdicación de Juan Carlos I). El neoliberalismo es un sistema que solventa sus crisis, como veíamos, con más de lo mismo: mayor devastación medioambiental, mayor empobrecimiento del Sur, mayor deuda para las generaciones futuras, mayor expropiación de las mayorías y mayores tasas de explotación. Al fallar esos ámbitos, reaparece la ratio última: más guerras.

Sacar conclusiones de todo lo aprendido

El 15M impugnó el relato neoliberal, abrió brechas en la pared, pero la pared sigue firme. El surgimiento de Podemos fue un relámpago en la noche, pero, pese a evidentes éxitos, sigue reinando la oscuridad. Comienza una nueva etapa donde hay que sacar conclusiones de todo lo aprendido. Eso se llama revisitar las calles con la experiencia institucional y llevar a las instituciones la solución a las necesidades populares expresadas y convertidas en conciencia en las calles. Sabiendo que las soluciones no son nacionales sino, como mínimo, europeas. Y que los retos son tan enormes –robotización de la economía, envejecimiento de la población, migraciones, cambio climático– que no vamos a encontrar soluciones que no nazcan participadas en el diagnóstico de la propia ciudadanía. La política emancipadora tiene que volver a ser útil a la gente. Militar en un partido de cambio debe traducirse en estar disponible para ayudar a los que peor les va en el modelo neoliberal.

Sin dicotomía entre la calle y las instituciones

Entre el Partido Popular y el PSOE han perdido más de cinco millones de votos. Pero juntándose, y con la ayuda de Ciudadanos, aún aguantan. Hay grietas, pero queda pared. Sus graneros son zonas rurales, población mayor de edad y gente con escasos estudios. Personas que son susceptibles del discurso del miedo. Y ese miedo tiene también sus razones y hay que respetarlas. Las alternativas tienen que demostrar que traen soluciones donde la esperanza venza al miedo. Por eso es tiempo de calle –para recibir el cuaderno de quejas de las necesidades ciudadanas y solventar problemas concretos de vivienda, luz, comida, necesidades básicas– y también de Parlamento, donde una mayoría tiene que ver a una formación política con capacidad de hacerse con las riendas del Estado. No hay dicotomía entre calle e instituciones. Hay que empezar a construirlas como permanentes vasos comunicantes.

Ha llegado la hora de reinventarnos

En 2016 están antiguos los periódicos, las universidades y las escuelas, los ateneos y los partidos políticos. Su renovación no puede dejarse en manos del mercado, que lo hará con la brutalidad clásica. El mercado quiere que los viejos se mueran antes, que se privatice hasta la última gota de agua, que se patenten hasta los pronombres, que se dispare a los inmigrantes y que la mano de obra que no pueda sustituirse por robot se remunere a precios chinos o se vaya a vivir a los vertederos. Ya ha pasado en varios continentes. Esta realidad inhumana ya ha llegado a Europa. Y por eso también ha llegado la necesidad de reinventarnos. Sin nostalgia y sin un optimismo absurdo. Sabiendo que hay mucha pared y mucha noche. Pero construyendo fuerza desde las grietas y guardando en la memoria los relámpagos para alumbrar el futuro. Por eso, la idea de un proceso constituyente vuelve a emerger con toda su fuerza. Una ciudadanía consciente que se dota a sí misma del contrato social con el que quiere convivir. Un proceso constituyente que obre como una escuela de ciudadanía capaz de superar las heridas que arrastra España desde, cuando menos, el siglo XIX: la herida colonial del irrespeto a América Latina y África y la sumisión a Europa, la herida territorial del desconocimiento de que España es un país de países, la herida social de las desigualdades y la herida ciudadana del país que inventó la picaresca como respuesta a un Estado que daba poco y exigía mucho. Un proceso constituyente que al tiempo esté en las calles solventando problemas. Que esté, al tiempo, orando y con el mazo dando.

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