viernes, marzo 29, 2024
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Sacerdocio común

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Puesto el «pueblo de Dios» como título del capítulo segun­do de la Lumen Gentium, destacada en el n. 9 la importancia trascendental de este hecho y las características fundamentales de ese pueblo, el primer tema destacado por el concilio, como dimensión básica de la Iglesia, es el del «sacerdocio común de los creyentes»: «Todos los bautizados, por la regeneración y un­ción del Espíritu Santo, son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo» (LG 10). Un tema del que vamos a tratar de resaltar algunos puntos más relevantes.[1]Este artículo de Rufino Velasco está tomado de su obra La Iglesia de Jesús.Proceso histórico de la conciencia eclesial, Verbo Divino 1992, pp.323-326 y 339-343.

Una verdad olvidada eclesial y eclesiológicamente

Empezar a concretar lo que es el pueblo de Dios con el tema del «sacerdocio común» tiene el mérito de marcar de una mane­ra muy clara las diferencias con el sistema eclesial que trata de superarse y, en este caso, de una manera muy particular con la configuración postridentina de la Iglesia.

Visto en perspectiva histórica, el tema es importante por dos motivos principales:

  • El más directamente pretendido por la Lumen Gentium es, sin duda, la superación del clericalismo, tal como se ha montado en la Iglesia en la «contrarreforma», es decir, en reac­ción contra la sacudida protestante.
  • El clericalismo, sobre todo en su forma postridentina, tiene su más sólido fundamento en el hecho de haber convertido a los clérigos en «los sacerdotes». Lutero protestó enérgicamente contra este tipo de sacerdocio llamado «jerárquico», como la principal muralla levantada por el sistema romano para defen­derse a sí mismo en contra del evangelio. No encontraba funda­mento alguno en el Nuevo Testamento para el «orden sacerdo­tal» como sacramento y, rechazando radicalmente este sacerdo­cio, comenzó su revalorización en exclusiva del «sacerdocio de los creyentes».
  • Naturalmente, el concilio de Trento no tuvo más remedio que reafirmar la doctrina católica sobre el «sacramento del orden», pero la reacción pendular de la teología postridentina condujo a otro extremo pernicioso: el olvido completo del «sacerdocio común», para afirmar en exclusiva el «sacerdocio jerárquico».
  • Lo cual ha contribuido, sin duda, a configurar de una mane­ra muy peculiar este sacerdocio, a convertirlo de tal forma en estructura fundamental de la Iglesia que tocar esa estructura puede llegar a percibirse como el derrumbamiento desde sus cimientos del edificio eclesial entero.
  • Pero, aplicada la terminología sacerdotal al pueblo de Dios en su conjunto, nos vemos obligados, ciertamente, a otra operación de gran alcance: cambiar el concepto mismo de “sacer­docio».

En primer lugar, porque, aunque el pueblo cristiano se entendiera a sí mismo desde los orígenes como pueblo sacerdo­tal (1 Pe 2,4-10), lo cierto es que, «tal como se describe en los escritos del Nuevo Testamento, la Iglesia primitiva aparece por todas partes como una Iglesia sin sacerdotes… Nunca se utiliza el término “sacerdote” al hablar de los dirigentes o líderes de las comunidades, nunca se habla de templos o santuarios a los que tales dirigentes estuvieran adscritos, nunca se mencionan leyes rituales que los mismos dirigentes tuvieran que observar, nunca se hace referencia a una sacralidad, una pureza ritual, unos ceremoniales o un celibato al que estuvieran obligados aquellos dirigentes. En definitiva, el Nuevo Testamento desconoce por completo la existencia de sacerdotes como personal especializa­do o como cuerpo de expertos religiosos, en el interior de la Iglesia. Pero no se trata solo de un argumento de silencio… Lo más significativo de la cuestión está en que esos autores evitan expresamente aplicar a los dirigentes eclesiásticos la terminolo­gía sacerdotal»[2]J. M. Castillo, «Sacerdocio», en Conceptos fundamentales de pastoral. Cristiandad, Madrid 1983, p. 889..

Y, en segundo lugar, porque, si al hablar del «sacerdocio común» lo entendemos con las connotaciones sacrales y cleri­cales que el sacerdocio ha adquirido al aplicarlo en exclusiva a los dirigentes de la Iglesia, contrariaríamos las dos pretensiones fundamentales del concilio: volver a las exigencias básicas del Nuevo Testamento, y evitar el clericalismo.

Sacerdocio común, sacerdocio ministerial

Al hablar del sacerdocio, el concilio se encontró, como decíamos, con esta situación eclesial concreta: su apropiación en exclusiva por parte de «los sacerdotes», y el olvido del sacerdo­cio de todo el pueblo.

En tales circunstancias, la preocupación fundamental de la Lumen Gentium es revalorizar el «sacerdocio común», pero no tuvo más remedio que añadir algo sobre la relación entre ambos tipos de sacerdocio. Su afirmación básica es ésta: «El sacerdocio común de los creyentes y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque difieren en esencia y no solo en grado, sin embargo se ordenan el uno al otro, pues uno y otro participan, cada uno a su modo, del único sacerdocio de Cristo» (LG 10).

Nos encontramos, pues, con una oración principal y un inciso. La oración principal destaca el carácter relacional de ambos sacerdocios, su ordenación mutua. El inciso recuerda que difieren en esencia y no sólo en grado, remitiendo a la enseñanza de Pío XII.

Ahora bien, para entender adecuadamente esa «ordenación mutua», hay que ubicarla en el contexto conciliar. El «sacerdo­cio común», en el sentido expuesto, pertenece a la realidad sustantiva de la Iglesia, se mueve en el plano primero de nuestra condición común de creyentes, en el plano de la koinonía. El «sacerdocio ministerial o jerárquico» es efectivamente eso: un ministerio, y se mueve, por consiguiente, en el plano segundo de las diakonías. Distinguir bien ambos niveles, y no entremez­clarlos indebidamente, sigue siendo aquí requisito fundamental para entender bien las cosas.

Desde la perspectiva conciliar, el sacerdocio ministerial se ordena al común como a la realidad sustantiva de que emerge y a la que sirve; el común se ordena al ministerial como realidad comunitaria que es y que necesita ser presidida. La ordenación no es simétrica, sino a diferente nivel.

El sacerdocio común, por el que la Iglesia se define como «Iglesia del Crucificado», es el centro de gravitación en torno al cual gira el «ministerio sacerdotal». El sacerdocio común es fin, para el que el sacerdocio ministerial es medio. Y en este sentido decía K. Rahner que «el sacerdocio común es, visto desde una medida última, el superior»[3]Citado por A. Stenzel, «El servicio divino de la comunidad reunida», Cristo. Culto y liturgia, en Mysterium salutis, 1V/2, 46, nota 40..

La crisis actual del «sacerdocio ministerial» consiste básica­mente en que, olvidado el sacerdocio común, se le ha definido como realidad «en sí», fuera de su referencia a la comunidad sacerdotal a la que sirve y desde la que se constituye como tal. De este modo, el sacerdocio ministerial se desfigura necesaria­mente, y se tiende a definirlo con categorías que hacen crisis desde el momento en que se revaloriza como es debido el sacerdocio común. Por ejemplo, la categoría de «mediador», de «sacerdote», de «hombre del altar», etc. Es decir, lo que hace crisis aquí es todo un edificio eclesial montado desde el olvido de esa realidad básica que no se debía haber olvidado jamás: el sacerdocio común.

¿Qué significa, en este contexto, el inciso en que se afirma que ambos sacerdocios «difieren en esencia y no sólo en gra­do»?

Se trata de un inciso tomado de Pío XII, el cual, en un momento en que empezaba a revalorizarse el «sacerdocio de los laicos», insistía en que el sacerdocio en sentido estricto es el «sacerdocio jerárquico». Si se quiere hablar de un sacerdocio laical, habrá que entender que solo lo es en sentido lato, figura­do o metafórico, y, desde luego, subordinado al jerárquico, que es el verdadero sacerdocio. En este sentido, ambos difieren en esencia y no solo en grado.

Pero en la Lumen Gentium el planteamiento es diferente. Nos condenaríamos a no entender nada del n. 10 de esa consti­tución si el sacerdocio de que ahí se habla lo redujéramos, como se hace con frecuencia, al sacerdocio de los laicos. El concilio habla de otra cosa completamente distinta: del sacerdocio co­mún, tan presente y exigente en los miembros de la «jerarquía» como en todos los demás, porque se funda en nuestra condición común de creyentes.

Desde esta perspectiva, «lo realmente sorprendente es que se apela con mucha frecuencia a este texto para dar a entender que los sacerdotes y los obispos “no son, evidentemente, simples laicos” y que, por tanto, poseen algo “más”. Con lo cual, lo que se hace es, precisamente, postular la existencia de grados, negan­do la diferencia esencial afirmada por el Vaticano II»[4]Rém¡ Parcnt, Una Iglesia de bautizados, 117..

Lo que el concilio quiere expresar es que se trata de dos realidades que se mueven en planos perfectamente distintos, que responden a dos órdenes de cosas en la Iglesia: el plano de la realidad sustantiva de la Iglesia, y el plano de los «ministerios».

El sacerdocio jerárquico es constitutivamente ministerial y, en calidad de tal, no se le puede sustantivar como realidad «en sí», ni desvincularlo del sacerdocio común, que es propiamente el que le «hace existir», ni menos colocarlo por encima como si pudiera haber en la Iglesia un sacerdocio superior al que va dado en nuestra misma condición de creyentes.

Si por «sacerdocio bautismal» entendemos el «sacerdocio común» del que habla el concilio, me parecen muy acertadas estas afirmaciones: «Dado que pertenece al orden del ser cristia­no, y afirma la participación de todos y de todas en la única mediación de Jesucristo, el sacerdocio bautismal debe compren­derse como un horizonte insuperable de vida, de inteligibilidad y de acción. Este horizonte, que define la vida cristiana, impide la posibilidad de que algún otro mediador se interponga entre Jesucristo y los creyentes. Con la introducción de esa tercera persona, efectivamente, se afirmaría que el sacerdocio bautismal es superable… y superado, y desaparecería como tal realidad insuperable. Con una mano se quitaría lo que se ha dado con la otra. Por una parte, el sacerdocio bautismal es afirmado como plenitud de participación histórica en el sacerdocio de Cristo; por otra, se vive y se organiza la vida como si pudiera haber otro sacerdocio del mismo orden y que únicamente se distinguiera por el “grado”. Lo cual es tanto como decir que el sacerdocio bautismal fenece como plenitud»[5]Ibíd., p. 118..

Naturalmente, esta revalorización del «sacerdocio común» puede verse y temerse como una desvalorización del «sacerdo­cio ministerial». Pienso que es exactamente al revés: lo que desvaloriza y sume en un cúmulo de contradicciones al «sacer­docio ministerial» es su consideración aislada, su configuración como el único sacerdocio eclesial que, en consecuencia, recae sobre un pueblo cristiano no sacerdotal.

Es el «pueblo sacerdotal» el que hace inteligible, vivible y soportable el «sacerdocio ministerial», como daba a entender el texto de san Agustín, citado por la Lumen Gentium, de que ya hablamos en otro lugar. En este sentido, me parece muy perti­nente esta observación: «La única posibilidad teológica del presbiterado y del episcopado consiste en repensar su vincula­ción con esa realidad insuperable que es el sacerdocio bautismal»[6]Ibíd., p. 115..

No basta buscar el «alivio», o la liberación de un excesivo «complejo de responsabilidad que, de lo contrario, sería inso­portable» , en la vinculación del «sacerdote» con la unicidad del sacerdocio de Cristo. Hay que buscarlos, a la vez, en «el reconocimiento de que hay una sola participación histórica en dicho sacerdocio: la que constituye precisamente el sacerdocio bautismal»[7]Walter Kaspcr, «Nuevos matices en la concepción dogmática del ministerio sacerdotal», Concilium 43, 378..

Y si se comprende bien el sentido profundo en que este sacerdocio es una realidad insuperable, habría incluso que con­cluir: «A menos que la fe condene al absurdo de la contradic­ción, no puede haber, en la historia, otro sacerdocio cristiano que no sea el sacerdocio bautismal, otro sacerdocio que, dentro de un todo homogéneo, pueda equipararse a él»[8]Remi Parent, o.c., p. 115..

Más aún: en la medida en que este sacerdocio excluye cualquier otra «mediación», puesto que el pueblo sacerdotal ha sido introducido en virtud de su fe en el sancta sanctorum del único mediador sacerdotal que es Jesucristo, habría que añadir que «el término “sacerdocio” debería considerarse inadecuado para de­signar a los presbíteros, porque tiene el peligro de hacer creer que la teología católica atenta contra la unicidad del sacerdocio de Jesús»[9]Íd., ibíd., p. 118..

Terminológicamente esto quiere decir, a mi juicio, que si, en lugar de hablar de “sacerdocio ministerial”, se hablara de “mi­nisterio sacerdotal”, se evitarían muchos problemas inútiles, y se estaría más cerca del lenguaje del Nuevo Testamento.

Finalmente, se estaría en mejores condiciones también para la prosecución del cambio histórico conciliar, de las pretensio­nes básicas de la Lumen Gentium que, al destacar la índole sacerdotal de todo el pueblo de Dios, estaba poniendo en cues­tión, evidentemente, estructuras fundamentales de un determi­nado sistema eclesial.

Porque me parece indudable que «las intenciones de fondo del Vaticano II no serán objeto del debido respeto mientras las estructuras eclesiales no pongan el presbiterado y el episcopado al servicio del sacerdocio bautismal. Y no existe la menor duda de que, a los veinte años del Vaticano II, la vida eclesial sigue estando organizada, por lo general, de acuerdo con una dinámi­ca opuesta: son los laicos los que se hallan al servicio de los clérigos, al servicio de una pastoral esencialmente definida por los clérigos»[10]H. Legrand, «Les ministères de l’Église locale», en Initiacion à la pratique de la théologie, III. Cerf, Paris 1983, p. 224..

La prosecución, estancamiento, o retroceso, del cambio his­tórico puesto en marcha por el concilio dependen en gran medida de la irrupción o no de esta nueva conciencia sobre b originalidad del sacerdocio cristiano. 

Notas

Notas
1 Este artículo de Rufino Velasco está tomado de su obra La Iglesia de Jesús.Proceso histórico de la conciencia eclesial, Verbo Divino 1992, pp.323-326 y 339-343.
2 J. M. Castillo, «Sacerdocio», en Conceptos fundamentales de pastoral. Cristiandad, Madrid 1983, p. 889.
3 Citado por A. Stenzel, «El servicio divino de la comunidad reunida», Cristo. Culto y liturgia, en Mysterium salutis, 1V/2, 46, nota 40.
4 Rém¡ Parcnt, Una Iglesia de bautizados, 117.
5 Ibíd., p. 118.
6 Ibíd., p. 115.
7 Walter Kaspcr, «Nuevos matices en la concepción dogmática del ministerio sacerdotal», Concilium 43, 378.
8 Remi Parent, o.c., p. 115.
9 Íd., ibíd., p. 118.
10 H. Legrand, «Les ministères de l’Église locale», en Initiacion à la pratique de la théologie, III. Cerf, Paris 1983, p. 224.

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