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REFORMA LABORAL Y CONSTRUCCIÓN DE LOS DERECHOS SOCIALES, POLÍTICOS Y ECONÓMICOS

Escrito por

Éxodo 113 (marz.-abr.) 2012
– Autor: Pepa Úbeda –
 
La última reforma laboral del Gobierno es un eslabón más del desmantelamiento de los derechos sociales, políticos y económicos por los que la clase trabajadora tanto luchó. Como instrumento de las aspiraciones globalizadoras -eufemismo por “imperialistas”– de la élite económica, su objetivo es la “tercermundialización” del género humano. Se comprende así el reforzamiento progresivo de organismos de carácter supraestatal dirigidos por minorías financieras y empresariales exclusivas y excluyentes. Sin “Denominación de Origen” territorial y en detrimento de las estructuras nacionales. Con ello se consigue el alejamiento entre quienes detentan el poder y sus beneficiarios –o “víctimas”–, por lo que se diluye la asunción de responsabilidades de los primeros y de compromiso de los segundos. La clase política se convierte en “mano ejecutoria” de un capitalismo cada vez más poderoso, a excepción del periodo en que las reivindicaciones proletarias frenaron sus ansias “egóticas” expansionistas. La caída del Muro de Berlín acabó con sus temores y su espíritu depredador ha propiciado la actual crisis, de efectos profundos en la clase trabajadora. Aunque haya aumentado el número de fortunas y el montante de cada una de ellas.

Ante la merma de dignidad del ser humano y de sobreexplotación del planeta que conlleva el sistema capitalista, su sustitución por una estructura más “humanizada” y “humanizante” pasa por una reflexión crítica y, al mismo tiempo, creativa. Es nuestra deuda con quienes lucharon por nosotros y con quienes están por venir. En ese sentido, algunos colectivos cristianos son ejemplo de tal actitud.

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El nuevo Gobierno sacó a la luz hace dos meses escasos otra reforma laboral, considerada –incluso por ellos mismos– de enormemente “agresiva”. ¿Quién no recuerda las palabras del ministro de Economía, Luis de Guindos, al oído del comisario europeo de Asuntos Económicos, Olli Rehn?

Las medidas más polémicas impuestas por el Gobierno han sido que, sin necesidad de autorización administrativa, el despido baje a 20 días, que el improcedente pase de 45 a 33 días con un tope de 24 mensualidades y que los expedientes de regulación de empleo (ERE) sean muy cómodos para el empresariado. Dicha normativa incluirá a todos los trabajadores y se aplicará, por tanto, al personal laboral indefinido de la Administración, aunque haya accedido por oposición. Es más, desde enero de 2013, se restablece el límite de dos años para encadenar contratos temporales. Tras la reforma del PSOE y de la negociación colectiva es la más dura de todas. Además, aumenta el número de causas que lo facilitan. Si antes dependía de que la empresa demostrase pérdidas, ahora bastará con que disminuyan sus ventas o ingresos durante tres trimestres consecutivos. En el caso del funcionariado, que se produzcan causas económicas, técnicas, organizativas y de producción similares a las de las empresas.

¿Qué ocurrirá cuando aumente el paro –y, por tanto, el índice de pobreza–, caiga el consumo y las empresas entren en crisis? Las consecuencias son muy preocupantes. Entre otros motivos, porque se rompe el equilibrio de fuerzas que tanto costó conseguir. El poder empresarial se refuerza enormemente, ya que desaparece el pacto que suponían los convenios, se pierden los derechos adquiridos y la negociación entre empresa y trabajador elimina a los sindicatos como intermediarios. Y no olvidemos que afectará en profundidad a la mujer en su acceso al trabajo, pues se restringen sus derechos al cuidado de los hijos. Finalmente, el empresariado consigue el objetivo largamente perseguido desde la llegada de la democracia y se traspasan miles de millones de rentas del trabajo a las de la empresa sin negociación ni compensación alguna.

Antes de seguir adelante, sería conveniente recordar que nuestra incorporación a la construcción del “Estado de Bienestar” introducido por el “pacto keynesiano” –que reconocía la existencia de sindicatos fuertes y la negociación colectiva– tras la Segunda Guerra Mundial fue tardía. La larga dictadura franquista –que eliminó sindicatos e impuso la dictadura del capital a los trabajadores– y nuestro retraso económico fueron las causas. El pacto nos llegó con la Constitución de 1978, en la cual se regulaban las leyes que equilibraban el capital con el trabajo e incluían sindicatos potentes, el salario de los trabajadores y el “salario social” (pensiones, sanidad y educación públicas, vivienda…). La última reforma laboral acaba con todo ello, porque el Gobierno ha preferido la devaluación salarial a la monetaria, y la carga recae sobre las espaldas de la clase trabajadora. El ataque del Gobierno y sus acólitos mediáticos a los sindicatos –representantes legales de los trabajadores– favorece la asunción de esa carga sin quejas y con miedo.

La justificación del Gobierno es que, al flexibilizar el mercado laboral, disminuirá el paro. Sin embargo, a pesar de las reformas sucesivas, en los últimos dos años ha continuado la destrucción de puestos de trabajo y se anuncian 630.000 parados más para 2012.

Digámoslo con claridad. Esta reforma consiste en un abaratamiento del despido. Favorece el aumento de la tan alabada “productividad económica”, aunque facilite la ruptura del equilibrio entre la fuerza del trabajo y la del capital a favor del segundo, que ha visto aumentar de forma escandalosa sus beneficios desde que empezó la crisis. La nuestra, no la de ellos. La sociedad estadounidense, por ejemplo, ha visto cómo el aumento de productividad y de puestos de trabajo no ha conllevado una bajada del índice de pobreza, sino todo lo contrario. La desaparición de su clase media es un hecho y el crecimiento de la bolsa de “gente sin techo” es escandalosamente elevado. ¿Se trata de “importar” el modelo a nuestro continente? Pero poco a poco, para no provocar levantamientos engorrosos. Al “enemigo” se le asesina lentamente y con el veneno de la productividad económica.

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Puesta en juego la supervivencia del Estado Social, la primera respuesta fueron una serie de manifestaciones masivas en 57 ciudades españolas convocadas por CCOO y UGT: más de 500.000 personas en Madrid, más de 400.000 en Barcelona, 80.000 en Valencia, 50.000 en Gijón, 70.000 en Zaragoza… La mayor de los últimos años contra la flexibilización del despido en el país de la eurozona donde más parados hay. Se trató de un ensayo de la huelga general del 29 de marzo. Convocantes y participantes fueron respaldados por políticos del PSOE e IU y representantes del Movimiento 15-M, aunque estos últimos dejaron claro que participaban por su desacuerdo con la reforma y no a favor de los sindicatos. Entre las consignas lanzadas, se reiteraron las críticas a la banca, el clero y los políticos corruptos. La previsión de seis millones de parados para finales del presente año facilitó la huelga general, cuyos resultados de todos son conocidos.

Otra expresión pública contra la reforma laboral ha sido la de la Juventud Obrera Cristiana (JOC) y la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) –parte de la Iglesia en el mundo obrero y del trabajo– el 17 de febrero pasado. Se repartió un comunicado por todas las parroquias desde la Delegación diocesana de Pastoral del Trabajo, al frente de la cual está el sacerdote Juan Fernández de la Cueva. En reflexión abierta al Consejo de Ministros, venían a decir que si con la reforma se pretendía combatir el desempleo, conseguirían incrementar el temporal (sobre todo el de los jóvenes), diversificar las modalidades de contratación a la carta, abaratar el despido, reducir el crecimiento de los salarios y devaluar los servicios públicos (sociales, educación y sanidad). En conclusión, profundizaría en el trabajo precario y en el empobrecimiento de las familias trabajadoras. Constataba, además, lo que se ha comentado sobre los Estados Unidos. En sus reflexiones aludieron a la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, donde se reclama que un trabajo digno no debe estar sujeto a las exigencias económicas, porque el ser humano es el centro de la actividad económica y laboral. Su análisis se centró en aspectos como el respeto por una “ética amiga de la persona” vinculada al trabajo; la necesidad de anteponer trabajo como principio de vida de las familias trabajadoras a las exigencias del mercado financiero, la gran empresa, las instituciones comunitarias y los organismos oficiales; la indignidad de la flexibilización del mercado laboral; la quiebra del derecho constitucional a la negociación colectiva; el hecho de ser la decimosexta reforma laboral en poco tiempo; el socavamiento de los derechos de las personas por los sucesivos gobiernos bajo el pretexto de la modernización; el sometimiento de los derechos laborales a la productividad; la dificultad y precarización del empleo juvenil; la individualización de las relaciones laborales; la responsabilidad de los gobiernos en el debilitamiento del tejido productivo y su utilización como excusa para acabar con los derechos laborales; los recortes en servicios y prestaciones sociales; la defensa que la auténtica Iglesia cristiana hace del trabajo frente al capital; la supresión gubernamental de las conquistas laborales tras muchos años de lucha aprovechando el miedo y el estado de quietud de la ciudadanía; la necesidad de concertación política internacional para subordinar la economía financiera y empresarial a la justicia social y la redistribución de la riqueza, para frenar el desmedido afán de lucro y riqueza de la economía especulativa y crear la riqueza que emana de un empleo decente y de la disminución del índice de pobreza; la necesidad de aunar los intereses de las autoridades políticas, los agentes sociales y económicos, los trabajadores y la sociedad para acabar con las causas de la crisis y superar estructuras socioeconómicas injustas que provocan deshumanización, pobreza y sufrimiento; y, finalmente, una llamada a los políticos para corregir y reorientar la reforma laboral de acuerdo con los principios anteriores, además de promover la participación en iniciativas y movilizaciones laborales convocadas por entidades comprometidas con una auténtica renovación.

La respuesta a dicho planteamiento no pudo ser más descorazonadora. El cardenal arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal, Antonio María Rouco Varela, envió un duro comunicado a todos los ámbitos de responsabilidad oficial en el que desautorizaba el texto y consideraba improcedente su difusión. Sin embargo, ante la Cadena Ser el arzobispado de Madrid declinó hacer declaraciones. Pero la Fraternidad Secular “Carlos de Foucauld” de Valencia se apresuró a responder expresando su profundo desacuerdo y estupor ante la actitud de Rouco. En síntesis, criticaba el intento de confundir el pensamiento único con el Evangelio, donde se proclaman posturas críticas y de lucha de valores que el sistema económico actual quiere anular. Con ello se consigue el vaciamiento de contenido del Concilio Vaticano II y el alineamiento de la jerarquía eclesial con la derecha política y el poder económico, además de la exclusión de personas con sensibilidad social. Sin embargo, en absoluto representaría la realidad, puesto que muchos cristianos no comparten la orientación de dicha jerarquía eclesial. Acababa exigiendo el mismo énfasis en la defensa de la igualdad y la justicia moral que pone en la moral sexual, la “defensa de la vida” y una reforma laboral que precariza la existencia humana, así como un ataque claro a quienes evaden impuestos o potencian la pobreza de la gente.

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Terminaremos incluyendo el Manifiesto En defensa del Estado de Bienestar y de los servicios públicos que se dio a conocer el pasado 20 de febrero, firmado por cuarenta organizaciones, entre las que se encontraban CCOO, CEAPA y la FADSP.

Dicho Manifiesto está vinculado a un discurso del PSOE ante su pérdida de poder político. En él se propone la vuelta a un “Estado de Bienestar”, que se pactó con el capital representado por los exfranquistas, en medio de una grave crisis sistémica que amenazaba el equilibrio del bloque dominante recompuesto tras la Transición. Fue, pues, el proyecto contrarrevolucionario de la clase dominante, atemorizada por las revoluciones del siglo XX, y que sobornó a la clase trabajadora del Primer Mundo para que siguiera callando la explotación del Tercero.

Resulta cuanto menos cínico que organizaciones cercanas al PSOE y generosamente subvencionadas por él planteen ahora una política que sistemáticamente echó abajo dicho partido, como es la fiscalidad progresiva, la gestión pública de los servicios sociales y su financiación. Alabar una política de bienestar social como elemento esencial del proceso de construcción europea e incidir críticamente en los “recortes sociales” sin aludir a su política de privatizaciones en sanidad, educación y servicios sociales desde la Transición, con la continua penetración de capital privado en ellos, es pura provocación.

Es fácilmente constatable que la profundización de la crisis del capitalismo ha conllevado muchos “recortes sociales” para salvarlo y fortalecerlo por medio de una política de transferencias de la esfera social a la financiera. En el fondo, se trata de una disputa entre “pepistas” y “pseudoizquierdistas” por conseguir las prebendas que conlleva gestionar dicha política de expropiación social. ¿Podemos olvidar los conciertos en educación con la enseñanza privada, la entrada masiva de capital privado en sanidad o los precarios servicios sociales subcontratados en la era socialista?

Desde la Transición los diferentes gobiernos han servido –con sobornos que pocas veces salen a la luz– a una estrategia general del capitalismo. Se han convertido en cómplices por ocultar sus objetivos y por contribuir con el poder económico a debilitar la respuesta de la clase trabajadora ante tamaño atropello.

Los firmantes de dicho Manifiesto no ignoran que las políticas neoliberales implementadas por el capitalismo a escala mundial desde los setenta han supuesto un sistemático recorte del gasto social público. De hecho, ¿podemos olvidar que el PSOE, en 1986, nos vendió la entrada a un “paraíso” de derechos sociales y laborales a cambio de pertenecer a la OTAN?

Sin embargo, más cínica nos parece la afirmación de que las constituciones democráticas son garantes del derecho al trabajo, la vivienda, las pensiones públicas dignas, la educación y la sanidad pública cuando, en realidad, han respondido más a las políticas particulares de los partidos.

El “modelo social europeo” se nos aparece entonces como una estafa, porque la Constitución Europea es la herramienta privilegiada para imponer un modelo de capitalismo salvaje. Lo comprobamos en el duro núcleo “imperial” de Alemania, donde los derechos sociales, medioambientales y laborales están en vías de extinción y subordinados a la hegemonía de la banca y las multinacionales. ¿Es necesario insistir en la “carta secreta” de Trichet, presidente del BCE, y de Fernández Ordóñez, gobernador del Banco de España, a Zapatero exigiéndole reducir el gasto social y privatizar aún más la sanidad y la educación?

El “Estado de Bienestar” se convierte en una trampa que esquilma los derechos de los pueblos, consolida el orden establecido e impide que la clase trabajadora descubra el expolio al que se la somete. En el fondo, legitima la primacía de la competitividad laboral y la productividad económica como instrumentos supremos para generar riqueza y crear puestos de trabajo.

Solo un punto de vista internacionalista puede ayudarnos a comprender que fue la correlación de fuerzas a nivel mundial la que, tras las revoluciones y los movimientos de liberación nacional, obligó a los capitalistas a efectuar concesiones y políticas preventivas. Derribado el socialismo, sobornados los sindicatos y desarticuladas las organizaciones obreras, el capital ha iniciado la contraofensiva. Para no asustar demasiado al personal hablan de resucitar el modelo social europeo, incrementar los impuestos directos y su progresividad y crear una banca pública. Incluso la misma IU sugiere “alternativas dentro del capitalismo” (!). El problema es que nadie dice que un capitalismo globalizado da siempre la razón a los neoliberales.

No olvidemos que el tan loado “Estado del Bienestar” no puede separarse del imperialismo, puesto que las concesiones al Primer Mundo están ligadas a la sobreexplotación de las colonias, porque la redistribución internacional de salarios entre los explotados ha beneficiado objetivamente a los trabajadores del Primer Mundo. ¿Es necesario recordar la sentencia de la escuela mercantilista de que “el enriquecimiento de una nación sólo puede hacerse a expensas del empobrecimiento de otras”?

En tales circunstancias y con un intento cada vez más claro por parte de las élites empresariales y financieras de extender dicho modelo imperialista a todo el planeta, cabría que empezáramos a preguntarnos si no habría que ir más allá de la simple “remodelación” que el “Estado de Bienestar” plantea para un sistema que ha dejado de funcionar.

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