jueves, marzo 28, 2024
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Rapto de Europa. Regreso necesario al futuro

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Éxodo 135
– Autor: Evaristo Villar –

ç“¿Hacia dónde se dirige, si es que se dirige a alguna parte, Europa, autonegada en su razón de ser, atascada bajo la tiranía de los poderes económicos, cuestionada desde los nacionalismos xenófobos, escandalosamente paralizada ante la crisis de los refugiados y perpleja ante el Brexit apoyado por una mayoría de británicos y que no deja de proyectar un fuerte cuestionamiento sobre la Unión Europea? Y si todo ello apunta a una Europa que está dejando de ser lo que era, o lo que quiso ser, ¿qué otra Europa cabe después de esa Europa que, moribunda, puede fenecer? [1]

Si el actual proyecto europeo parece insostenible, ¿qué tendría que pasar para que Europa volviera a su mejor legado, a aquello que completó su alma y que en buena medida ha contribuido a dignificar al ser humano? En esta reflexión quiero hacer una breve incursión por las dos actitudes mayores que está despertando en la actualidad el proyecto europeo: de una parte, el desencanto, y, de otra, la urgencia de una transformación que vuelva útil para la ciudadanía.

I. La Europa del desencanto. Otra vez el rapto

I.1. El brexit, síntoma de otra realidad latente. El referéndum celebrado el pasado 23 de junio de 2016 en el Reino Unido (RU) sobre su continuidad en la UE se saldó con el 52% de votos favorables a la salida frente al 48% que afirmó su permanencia. Este es, quizás, el fenómeno de mayor transcendencia que ha ocurrido en la Unión desde sus orígenes y está llamado a marcar un antes y un después en Europa, porque, entre otras cosas de mayor calado, supone ya un recorte nada desdeñable en su misma geografía.

Pero, más allá de lo que pueda suponer como fenómeno puntual, el brexit invita a un análisis serio de lo que está ocurriendo en Europa para no quedarnos en un diagnóstico equivocado. Como el humo señala inequívocamente la presencia del fuego, la salida del RU es un símbolo o síntoma bien expresivo de que algo muy sustancial no va bien en el interior de la UE y que está empezando a reventar ya sus costuras. Para quien sea capaz de mirar este fenómeno con objetividad y sin pasión, tanto entre los que se van como entre los que se quedan, caerá pronto en la cuenta de que el brexit rompe una tendencia muy consolidada en la EU desde su fundación: la atracción que la Unión ha venido ejerciendo, desde sus orígenes, sobre el resto del continente. Ahora, con la salida del Reino Unido, comienza a romperse esa tendencia y a cambiar de orientación. Por más que se quiera minimizar, este regreso es la expresión diáfana de una pérdida de arrastre, de un fracaso, y abre una crisis profunda que, según cómo se enfoque, podrá convertirse en ocasión para una regeneración necesaria o, por el contrario, en deriva hacia su paulatina desintegración.

Contrariamente a lo que generalmente se dice, el mayor desafío del brexit no está tanto en lo que primero nos salta a los ojos, es decir, en el triunfo de los euroescépticos, en la vuelta a los nacionalismos identitarios y soberanos, en la etnofobia y xenofobia frente a las migraciones voluntarias o forzadas (y aun en los megalómanos sueños de un imperialismo decadente y hoy imposible). Todo esto tiene, sin duda, algo de verdad, pero no es toda la verdad. El mayor desafío surge del descontento que el proyecto supranacional que representa la UE está suscitando en la ciudadanía y que es ignorado sistemáticamente por la burocracia de Bruselas. Ahora, con el brexit, todo esto queda palmariamente al descubierto. De ser antes una solución razonable para los problemas del continente, la UE se ha convertido ahora, por la “desorientada” deriva de su gestión, en el problema. El desafío que ahora se nos pone ante los ojos es considerable: o reformular el proyecto de la Unión o resignarse a una vida lánguida que avocará poco a poco en su desintegración.

I.2. Tres premoniciones desoídas. Esta nueva situación explica la emergencia de otros fenómenos premonitorios que la gobernanza europea y sus cómplices medios de comunicación han venido minimizando. Son reveses que, vistos ahora a la nueva luz, recobran todo su sentido. Me refiero fundamentalmente a los tres que considero más significativos: la expansión incontenible del euroescepticismo, el rechazo del Proyecto de Constitución Europea y, sobre todo, el desapego creciente de la ciudadanía.

No se puede minimizar, en primer lugar, la creciente presencia del euroescepticismo incrustado en las mismas instituciones europeas, como en el mismo Parlamento Europeo. En esta tendencia que rechaza el proyecto europeo —por considerarlo no democrático, burocratizado y opresor de los países miembros— llegan a coincidir posiciones políticas tan antagónicas como los “ultraderechistas” del UK Independence Party (UKIP), de Nigel Farage, o el Frente Nacional (FN), de Marine Le Pen, de un lado, y los representantes de la “ultraizquierda” por otro, donde se encuentran, entre otros, partidos como la Izquierda Abertzale y la Candidatura de Unidad Popular (CUP). Junto a esta tendencia radical, existe otro euroescepticismo más moderado que, aceptando la UE como proyecto, se opone radicalmente a sus actuales políticas económica y migratoria. A esta tendencia política —que representa en estos días la postura de otros muchos sectores y movimientos sociales en el continente—, se ha dado en llamar “altereuropeísta”. Aquí se agrupan, entre otros, partidos como Izquierda Unida y Podemos en España[2].

Referente al Proyecto de Constitución Europea del 2005, en los países en los que se celebró referéndum para su aprobación (Francia, Holanda, Luxemburgo), la clase trabajadora —salvo en España, envuelta por aquel entonces en el boom del ladrillo, donde aún no había hecho acto de presencia la crisis— votó en contra [3]. Incluso en países donde no hubo referéndum como en Alemania, Suecia y Dinamarca, las encuestas posteriores demuestran que, de haberse celebrado, la clase trabajadora se hubiera manifestado mayoritariamente contraria.

Más reveladores, si cabe, son los datos de la encuesta realizada por el Pew Research Center [4] de Washington entre los 10 países más grandes de Europa sobre la opinión que tienen de la UE. Las cifras revelan que, salvo en Polonia, en el resto de los países ha descendido considerablemente entre el 2004 y 2016 la visión positiva que se tiene. En Alemania, por ejemplo, se ha pasado del 58% al 50%, en Francia del 78% al 38% y en España del 80% al 48%. El desapego es considerablemente mayor en la periferia mediterránea, más alejada física y políticamente del centro donde se toman las decisiones. En Grecia, tan castigada por la deuda externa y los rescates, las opiniones favorables no superan el 27%. Y con referencia a la impresión que se tiene sobre la gestión de la crisis: la desaprueba un 92% en Grecia, un 68% en Italia, un 66% en Francia y un 65% en España.

Estos indicadores —que hemos llamado premonitorios porque han estado a la vista de todos sin que la burocracia de Bruselas fuera capaz de verlos— justifican la pregunta retórica que el papa Francisco dirigió a la dirigencia europea en la recogida del premio Carlo Magno de este año: “¿Qué te ha sucedido, Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la democracia y de la libertad? […] Sueño, continúa el papa, con una Europa en la que ser inmigrante no sea un crimen. Sueño con una Europa en la que los jóvenes puedan tener empleos dignos bien remunerados. Sueño con una Europa en la que no se dirá que su compromiso con los derechos humanos fue la última utopía” [5]. Unas décadas antes, el escritor holandés Cees Nooteboom se había hecho un cuestionamiento similar: “¿Dónde está la Europa con la que hemos soñado durante tantos años? ¿Dónde ha desaparecido? ¿Quién se la ha llevado? ¿Los especuladores?¿Los políticos impotentes con sus palabras vacías?… ¿Los neofascistas? ¿El Bundesbank? ¿Los euroescépticos ingleses? ¿Dónde está? ¿En Bruselas o en Londres? ¿En Atenas o en Kosovo? ¿O quizá, a pesar de todo, en Maastricht? Si sigue en vida en alguna parte, nos gustaría recuperarla, no la Europa del mercado y de los muros, sino la Europa de los países de Europa, de todos los países europeos” [6].

I.3 El rapto de Europa. Mito y realidad

Cuenta la leyenda que Zeus, enamorado de Europa, decidió seducirla y, transformado en toro blanco, la llevó sobre su espalda nadando hasta la isla de Creta. Los suyos, presa de dolor, se quedaron llorando amargamente su ausencia. Así fue, según una leyenda, el primer rapto de Europa. El bien soñado desapareció porque fue robado y en la población se quedó un gran vacío solo colmado por el dolor y la amargura.

Mirada desde nuestros días, la leyenda se ha convertido en relato de lo que está ocurriendo ahora. Los dioses actuales, los mercados, nos están robando el sueño de aquella Europa del estado de bienestar y de derecho, democrática y laicamente respetuosa, multicultural y acogedora.

Mientras la mayoría ciudadana dormía bajo el sopor de un bienestar privilegiado, aunque siempre frágil y efímero, la clase política o no ha querido o no ha podido resistir la presión de los mercados, de la banca y de las empresas de inversión. Desde la Unión Económica y Monetaria (Tratado de Maastricht 1992), pasando por la liberación del Mercado Financiero, de bienes y servicios (Tratado de Lisboa 2007) y el Tratado de la Reforma (Consejo Europeo de 2010), la Europa de los mercaderes se ha venido imponiendo sobre la Europa política y social. La imposición ha sido de tal calado que, en paralelo a sus política de ajustes y de austeridad, ha abierto las puertas a la liberación completa de los capitales, ha impuesto la convergencia económica desde la reducción de la inflación, el control del déficit y de la deuda pública, y se ha empeñado en la creación de una moneda única encomendando su gestión a una institución que, como el BCE, tiene exclusiva competencia al margen de todo control político y democrático [7]. Los bancos y las agencias de calificación se han convertido, de hecho, en los verdaderos gobernantes de Europa. Para mantener y salvar el capital financiero de la farsa de sus crisis han impuesto sobre la ciudadanía una austeridad tan brutal que han desquiciado hasta límites intolerables los derechos sociales y han deslegitimado el poder político. Cada día crecen más las tensiones entre esta minoría política devaluada y las bases sociales (“no nos representan”, decíamos cuando el 15M) porque, monopolizada por una oligarquía profesionalizada y sometida al poder económico, excluye sistemáticamente la participación de las mayorías. A juicio de los sociólogos J. M. Antentas y Esther Vivas [8], esta democracia liberal es en realidad una democracia oligárquica que una minoría económica (que representa la sección financiera de la burguesía), ha convertido en una plutocracia que somete los intereses colectivos a una minoría privilegiada, que socializa las pérdidas y privatiza los beneficios. Justamente como Robin Hood, pero al revés.

El resultado salta a la vista: crecimiento incontrolado de las desigualdades y extensión alarmante de la pobreza por todo el continente. Poco importa que los dioses raptores del sueño europeo sean hoy Merkel o el imperialismo del Bundesbank, el Consejo de Europa o la omnipotente Troika. La triste realidad es que los banqueros y mercaderes se han apoderado de Europa y, contra el sentir general del pueblo y con la inestimable colaboración de unos políticos mediocres, sumisos y muchas veces corruptos, le han robado su sueño más preciado.

II. Regreso necesario al futuro

El regreso al futuro literariamente es una imagen poderosa. Como un muelle que, replegando sobre sí mismo, se carga de energía para emprender un nuevo impulso. En este caso, el repliegue supone volver a recuperar algo que ha sido muy valioso en la historia para iniciar desde él un plan alternativo. El proyecto europeo ha fracasado, pero la necesidad de Unión en torno a algo distinto en esta Europa multicultural, diversa y desigual es cada día más urgente. En un mundo globalizado tanto los problemas como los desafíos rebasan generalmente las posibilidades de cada país aisladamente tomado. La articulación con el resto ofrece siempre mayores garantías de éxito.

Con la imagen del regreso al futuro quiero expresar dos movimientos complementarios. Uno para reconocer que, como han demostrado suficientemente los euroescépticos y las clases populares, no estamos en el mejor de los mundos posibles. Contra lo que nos vienen repitiendo machaconamente los capataces del neoliberalismo, los neocon, no estamos en aquella idílica sociedad “panglossiana” que ya denunció agudamente Voltaire en Cándido en el siglo xviii: “Está demostrado, decía Pangloss, que las cosas no pueden ser de otra manera que como son […]. Por consiguiente, los que han sentado que todo está bien, han dicho una necedad, pues habían de decir que todo es lo mejor posible” [9]. Los neopanglossianos de hoy nos repetirán a propósito o sin él que “vamos por el buen camino, que hemos superado la crisis, que estamos creando empleo, que la economía se está recuperando…”. No dejarse contaminar por estas soflamas neopanglossianas es un obligado ejercicio de higiene mental y primer paso para ir en la búsqueda de una salida alternativa.

El otro movimiento de regreso nos permite enlazar con el alma o espíritu fundacional de Europa que es anterior a la misma CECA o Comunidad Europea del Carbón y del Acero de los años cincuenta del pasado siglo. Volver a reencontrarse con el alma más noble de Europa, la humanista de Erasmo y Las Casas, la mística y laica de su experiencia espiritual, la de los Derechos Humanos que se convirtió también en sueño universal es el mejor revulsivo frente al proyecto monetarista y burócrata de la Europa actual.

Y para este regreso —como le sucede al senderista, desorientado en la espesura del bosque o bajo una gruesa capa de nieve que ha borrado los senderos— podemos contar también con unos hitos que nos señalan de nuevo la ruta. Me refiero a tres tradiciones o fantasías que han ido construyendo en los siglos pasados el alma de Europa hoy secuestrada por el neoliberalismo: Ulises u Odiseo (s. viii a.C), Don Quijote (s. xvii) y Fausto (s. xix) [10]. Se trata de fantasías distintas, que nacen en contextos socioculturales distintos y que se reproducen en tiempos también distintos, pero que, sin ellas, sería imposible reconocer la verdadera Europa: Odiseo o la mitología clásica, Don Quijote o el despuntar de la modernidad, y Fausto o la entrada en la posmodernidad. Los tres personajes de ficción, a pesar de su diversidad, se dan la mano y se complementan. Hoy día podemos mirarlos como el mejor paradigma del mestizaje europeo.

Odiseo es el viajero o migrante de la nostalgia, siempre regresando al hogar donde Penélope, en un juego de tiempo y espacio, espera tejiendo y destejiendo, como en el mito del eterno retorno, el mismo paño. El Caballero de la Triste Figura viaja por los campos de Montiel “desfaciendo entuertos” y haciendo justicia a todas las personas humilladas y ofendidas [11]. Y Fausto, por su parte, viaja hacia un horizonte siempre huidizo, hacia una utopía inacabada y fecunda, descubriendo en propia carne y contradiciendo a la vez lo que significa desencadenar, como el aprendiz de brujo, una acción sin objetivos humanitarios. Una acción eficaz, sí, pero sin principios éticos.

Desde el retorno a las raíces de Odiseo, la lucha implacable por la justicia de Don Quijote y el seguimiento de la utopía sobre un horizonte siempre cambiante de Fausto estamos llamados a “reorientar o reformular desde sus raíces” el proyecto europeo. El modelo imperialista —iniciado ya en s. viii, con el Imperio Carolingio— y neoliberal, más dominador que humanista, ha fracasado. Nada tiene ya que ofrecer si no es dependencia y sumisión, explotación del ser humano y de la tierra, empobrecimiento y división. Un nuevo proyecto tiene que emerger reinvirtiendo la pirámide del poder y colocando la sociedad y la política por encima de la economía y del capital financiero. Esto supone un cambio profundo de orientación desde la Europa de los mercaderes hacia la Europa humanista; desde la política monetaria a la Europa de los valores y de los Derechos Humanos; desde la Europa casino y fortaleza a la Europa abierta, tolerante y de la acogida de migrantes y refugiados. Una Europa donde la sensibilidad y el calor humano sea capaz de compadecerse del dolor de los semejantes y de la misma tierra esquilmada.

Este retorno supone un cambio sustancial y hasta alternativo a las dos columnas sobre las que se apoya el neoliberalismo imperial: la “propiedad privada” de los bienes comunes y la “imposible participación democrática” de las bases en la articulación de la sociedad. Nunca se han conciliado bien el poder social y el poder del capital, nunca se han compatibilizado satisfactoriamente la democracia y el mercado. Sus lógicas son opuestas y contradictorias, pero ahí está el “imposible necesario” que tenemos como reto.

La propiedad privada, columna básica del tambaleante neoliberalismo, es la piedra angular del sistema capitalista. La propiedad privada se considera un derecho intocable que responde a una inclinación innata. Así entendida, supone una hipoteca sobre la sociedad que legitima todo tipo de acumulación individual sin límites, abre la brecha de las desigualdades y priva de medios de vida a las personas más débiles. Fuera del control social, este principio autoriza a unos pocos el dominio absoluto de la tierra y normaliza el genocidio poniendo las cosas por encima del ser humano. De la propiedad privada nace la necesidad de acumular dinero y poder, de levantar fronteras, de crear armas de destrucción masiva y de la necesidad de ejércitos. Así llegan las grandes plagas que afligen a la humanidad, la violencia, la guerra y el hambre. Esto no es natural, es necesario reinvertirlo.

Bajo esta hipoteca “propietarista” se ha ido construyendo la Europa fortaleza, club de la abundancia, donde se liberalizan los mercados y se cierra la frontera a las personas. Se ha privilegiado el “individuo posesivo” [12], fruto del liberalismo burgués y del neoliberalismo financiero dispuesto a sacrificarlo todo ante el dios mercado. El individuo posesivo profundiza la distancia entre pobres y ricos y vertebra las sociedades desde la desigualdad y la exclusión.

Necesitamos volver a recuperar el alma solidaria de Europa, lo que solo será posible si somos capaces, en primer lugar, de tomar conciencia de los límites a donde nos está llevando la hipoteca propietarista: a la creciente división entre los pocos que se adueñan de todos los medios de vida y las mayorías sociales que se quedan excluidas. Tomar conciencia de esto significa, si no anular —lo que hoy sería una quimera— sí al menos privar de carácter absoluto el derecho de propiedad privada y situarlo jurídica y políticamente detrás de los derechos comunes, necesarios para vivir, que acompañan a todo ser humano. Y desde esta vinculación radical en los derechos comunes, necesitamos elaborar, en segundo lugar, un proyecto solidario en Europa, que esté regido y orientado desde el principio de lo justo. Ya no basta con apelar a la economía del don y de la gratuidad, como frecuentemente hacen personas bienintencionadas. Aquella ensoñación quijotesca sobre “los tiempos dorados” “donde todo era de todos” puede ser un buen referente utópico y reto frente a la codicia del individuo posesivo.

Articulación de la democracia. Es la otra columna necesaria, pero actualmente ruinosa, del proyecto europeo. Lo que estamos palpando a diario es que a medida que el capital financiero crece y extiende su poder, el espacio de la democracia se achica; a medida que el mercado libre extiende su radio de acción disminuyen las libertades ciudadanas y se debilita el poder político de los Estados. La democracia, enfrentada al mercado libre, siempre acaba sacrificada en el altar del capitalismo financiero.

Y de lo que se trata es de establecer un marco político y jurídico capaz de garantizar por igual los derechos y libertades de todos los habitantes de la Unión. Las formas políticas de organizarse las sociedades, sometidas a las posibilidades de cada tiempo, siempre han sido cambiantes. Como ocurrió en los inicios de la Grecia Clásica, también en nuestros días la capacidad de decidir sigue estando en manos de los grupos de presión oligárquicos. Las grandes decisiones las toman los países económicamente más poderosos —en la UE, mayormente Alemania, el resto son mera comparsa—. Y todo esto se acompaña, además, de una complicadísima burocracia que impide la participación a las mayorías. El resultado es una especie de pseudodemocracia, con votaciones de por medio, es verdad, pero donde ni siquiera el papel del Parlamento Europeo, representante del poder de la ciudadanía, aparece claro. Todo se resuelve en el conciliábulo —bien apoyado por el poder mediático— que forman la Troika, el Eurogrupo y el Ecofín. Se trata de una democracia de muy baja intensidad.

Para bien de la democracia en nuestros días, la globalización y las nuevas tecnologías nos están introduciendo en una nueva era que abre nuevas posibilidades en un mundo cada día más pluralista e interconectado. Aprovechar esta nueva oportunidad debería ser la ocasión propicia para abrir la democracia a otras formas de participación política y social. Retornar a aquella sociedad, soñada por nuestros ilustrados, nos va a exigir también un doble movimiento: uno para tomar nota de la “realidad nueva y diversa” en la que ya estamos, y otro para encontrar formas actuales de emocionar la realidad que la nueva era nos está poniendo en manos.

En un primer momento es justo reconocer que estamos asistiendo al final de las sociedades homogéneas y autosuficientes: hoy día predomina la diversidad, es decir, el multiculturalismo y la dependencia. A pesar de los muros y las concertinas, las fronteras entre los países y los continentes son cada día más débiles. Nunca hay frontera, por sofisticada que parezca, capaz de contener las avalanchas migratorias, a las multitudes que huyen del hambre, la guerra y las catástrofes naturales o que buscan otro estatus de vida. Y la lógica de los desplazamientos y migraciones acaba rompiendo la homogénea estabilidad de las sociedades.

Tenemos que reconocer modestamente, en un segundo momento, que la sociedad europea aún no cuenta con la fórmula exitosa para articular, en un espacio común, a los y las diferentes. El proyecto oligárquico ha fracasado y, como afirma García Roca [13], necesitamos “promover otras formas de emocionar la realidad y de moldear sentimientos de simpatía y compasión” capaces de recrear una nueva “identidad intercultural”. Lo que supondrá, contra la miopía de levantar fronteras, abrir espacios a todo lo inter, a la interacción, a la interculturalidad, al mestizaje. La democracia solo será posible desde aquella forma política y jurídica capaz de integrar todos los guetos en un proyecto común. Pero la perspectiva y el desafío van más allá de la misma Europa: hacia una comunidad intercultural y cosmopolita.

[1] Cfr. José Antonio Pérez Tapias, Europa después de Europa, en Público digital, 25 de julio de 2016.

[2] Cfr. Euroescepticismo en https://es.wikipedia.org.

[3] Cfr. Vicenç Navarro, Lo que los medios no dicen sobre las causas del brexit, en la columna “Pensamiento Crítico” en el diario Público, 25 de junio de 2016.

[4] Cfr. Ibídem.

[5] Cfr. W2.vatican.va/content/francesco/es/speeches/2016/may/documents/papa-francesco_2016.

[6] C. Nooteboom, Cómo ser Europeos, 1995, pp. 124-125.

[7] F. Martín Seco, Economía: mentiras y trampas, 2012, p. 48.

[8] Cfr. Éxodo 119, junio 2013.

[9] Voltaire, Cándido o el optimismo. Estudio introductorio y notas de Andrés Castro, Libresa 2004, p. 56.

[10] Cfr. Carlos París, Fantasía y razón moderna. Don Quijote, Odiseo y Fausto, Alianza Editorial 2001.

[11] Es muy elocuente, a este propósito, el siguiente episodio narrado en el capítulo 11 de la primera parte del libro: “Sentado sobre un dornajo y después de haber embaulado un buen tasajo de carne y algunas bellotas avellanadas”, Don Quijote acerca mentalmente a los cabreros a aquellos “tiempos dorados” en que “se ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío” porque “todas las cosas eran comunes”.

[12] Cfr. Demetrio Velasco, “Europa y sus raíces cristianas”, Éxodo 112 (2012) 38-47.

[13] Joaquín García Roca, Las migraciones como propuesta de civilización. Qué hacer ante las migraciones, en Iglesia Vida 205 (2001) p.73 y ss.

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