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POR UNA LECTURA CRÍTICA DE LA BIBLIA

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Éxodo 99 (mayo-jun.´09)
– Autor: José Arregui –
 
No descubro el Mediterráneo si digo que la Biblia es un libro humano, formado de muchos libros, todos ellos grabados por la mano, el corazón, la memoria de hombres y de mujeres muy concretas. Un libro, una escritura, un texto humano. Se dirá además que es un libro inspirado, una escritura sagrada, un texto revelado, y así es. Pero ¿cómo entender lo segundo sin entender lo primero? ¿Cómo leer la Biblia en cuanto revelación de Dios si no sabemos leerla como libro humano? No es seguro que sepamos leer un libro, tomarlo y abrirlo –tolle, lege– como quien espera una visita o aguarda una revelación, como quien recibe y reinventa un oráculo, como quien interpreta un pentagrama, como quien recrea un paisaje, como quien acaricia una piel.

No sabremos leer la Biblia si no sabemos leerla como el libro humano que es, un libro nacido de las entrañas de la tierra, de la vida humana con sus penas y alegrías, de la historia humana con sus sombras y esperanzas. Un libro en el que –como en todos los grandes libros– Dios se revela, pero velándose en la finitud, los límites, los errores y las heridas de la existencia humana. Un libro en el que la presencia infinita, infinitamente viva y consoladora de Dios ha de ser liberada de la finitud del texto. Ésa es la misión de la lectura. Saber leer la Biblia es liberar a Dios de la finitud del texto. Leer es un ejercicio de libertad y de liberación. Leer es recrear. Leer es acariciar un texto hasta que hable como por vez primera. Leer es abrir caminos nuevos a través del texto escrito, más allá del significado, hacia el sentido inscrito en el infinito espacio blanco de las letras, de las líneas, de los márgenes…

Estas páginas se proponen señalar algunas claves de este ejercicio de lectura, del arte de leer la Biblia de tal modo que, liberando a Dios de nuestros viejos significados, Dios nos libere de nuestras viejas cadenas.

LA PALABRA EN EL LÍMITE DE LA ESCRITURA

Eso es la Biblia: palabra de Dios en los límites de una escritura humana. Palabra de Dios encerrada en una lengua, un alfabeto, una gramática particular. Palabra de Dios surgida de una tierra, de una vida, de una historia concreta. Palabra de Dios contenida, como a la fuerza, en los límites estrechos de un libro, un texto, una escritura. Dios no accede a nosotros ni nosotros accedemos a Él “directamente”, como si Dios fuese una realidad separada del mundo. Dios accede a nosotros y nosotros accedemos a Él en toda la realidad y, de manera particular, en la palabra humana convertida en texto. Si aplicamos esta estructura fundamental de la revelación divina a Jesucristo, podemos decir con A. Gesché: “Ya no es posible abordar la cuestión cristológica, sea como historiador sea como creyente, dejando aparte esta cuestión lingüística que constituye algo así como la cuna y la puerta de entrada. A Jesús se le ha narrado”. Los evangelios y el Nuevo Testamento en general vinculan radicalmente la revelación de Dios en Jesús a la finitud, al límite de la escritura humana.

Y, sin embargo, la palabra de Dios tiene el poder de romper y desbordar ese límite desde el interior del mismo. La Biblia constituye esa paradoja: es una palabra que viene siempre de más allá y nos sorprende, y por eso la llamamos “palabra de Dios”; pero es también una palabra que brota de las entrañas oscuras y luminosas del ser humano, y por eso la llamamos “palabra de hombre”. No sería revelación, si no fuera de Dios. Pero no sería creíble, si nos hablara de fuera.

Pero ¿acaso no constituye precisamente ése el milagro y la paradoja de toda palabra humana? ¿No viene ésta siempre de más allá? ¿No brotan todas las palabras de una fuente sin origen ni fondo? ¿No son como inspiradas por un ángel mensajero? ¿No son reveladoras de un misterio indecible? Y todo libro que merece este nombre ¿no es justamente el espacio de una ruptura, de una trascendencia, de una revelación? Así es. Así es en particular en el caso de los libros llamados “sagrados”, de las escrituras “fundantes” de todas las religiones (el Dao de Jing, el Bhagavad-gîta, el Corán, el Popol Vuh…). En realidad, así sucede en todas aquellas escrituras que, siendo “religiosas” o no, alcanzan a expresar el “fondo” humano, pues el fondo humano es fuente divina, y todas las palabras pueden convertirse en palabra y revelación de Dios para quien sepa leerlas.

¿Qué tiene entonces de particular la Biblia? Además de su valor universal y fascinante, la Biblia posee para judíos y cristianos un valor único, no superior ni exclusivo, sino simplemente “propio”: es nuestro lenguaje, nuestro camino, nuestra historia, y en consecuencia el lenguaje, el camino y la historia de Dios para nosotros. No hay ningún lenguaje universal para acoger a Dios, no es posible ningún esperanto religioso ni es deseable la universalización de ninguna lengua particular. Dios no habla en general ni desde arriba ni desde fuera. En este libro humano y particular que es la Biblia hemos aprendido a acoger la presencia universal de Dios. En este texto absolutamente particular y en sus particulares traducciones leemos los cristianos, mejor que en ningún otro texto, las señales reveladoras del misterio de la vida: la gracia originaria y el dolor universal, el Amor samaritano, la invitación a la confianza.

Es precisamente en lo humano de este libro donde atisbamos la presencia de Dios. Sin duda, la palabra de Dios desborda los límites del texto, hace saltar los márgenes, abre una brecha, instituye una alteridad. En una palabra, rompe el ensimismamiento de nuestros conceptos e imaginarios. Pero eso lo hace precisamente desde dentro, justamente desde la evidencia de su límite humano imposible de colmar. Dios no habla –o al menos no sabemos escucharlo– a la manera divina, sino a la manera humana. Dios no habla como nos hablaría un Ente supremo distinto de los entes, separado de este mundo. La palabra de Dios no es una palabra superpuesta o yuxtapuesta a la palabra pluriforme que es el mundo, superpuesta o yuxtapuesta a nuestras palabras humanas siempre particulares. La Biblia no es palabra de Dios porque haya venido de un cielo lejano, o porque no tenga mancha ni error alguno o porque nos proporcione respuestas exactas y definitivas a todas nuestras preguntas. ¿Por qué lo es entonces? Lo es porque refleja la lucha y la fe histórica de un pueblo, y porque nos sumerge enteramente en el fondo de la historia humana, y porque nos hace percibir la Presencia bienhechora en el fondo último de toda persona humana, porque nos revela la palabra originaria de Dios en el origen misterioso de toda palabra humana. Dios habla desde las entrañas de la tierra, de la vida, de nuestras humildes y vacilantes palabras.

Quien entiende la Biblia como palabra de Dios encarnada en un lenguaje y en una escritura humana ¿y cómo podríamos entenderla de otro modo? –¿y ha de estar dispuesto a leer de acuerdo a las leyes y condiciones del lenguaje humano, de la escritura humana.

LA LECTURA COMO INTERPRETACIÓN

Toda lectura humana –no conocemos otra– es interpretación y, como tal, también ella es limitada y particular. Toda lectura de la Biblia es igualmente una interpretación particular y limitada; y cuanto más creyente, más consciente ha de ser de su carácter limitado, parcial, provisional. Si la Biblia es palabra de Dios en los límites del texto humano, la lectura de la Biblia es acceso a la palabra de Dios a través de los límites de la lectura humana.

Uno de los méritos fundamentales de la teología del s. XX es haber tomado conciencia de su carácter de lectura, relectura, interpretación de textos. Siguiendo el giro lingüístico de la filosofía (M. Heidegger, L. Wittgenstein, R. Rorty), en la segunda mitad del s. XX, la teología tomó conciencia de esta verdad sencilla y revolucionaria: ningún texto –por “inspirado” y sagrado que se le considere– y ningún dogma –por definitivo e incontestable que pretenda ser– escapan a su condición lingüística, es decir, al límite histórico del ser humano que habla, que escribe, que lee. La palabra de Dios al ser humano es inseparable de la palabra del ser humano sobre Dios; todos los libros sagrados, incluida la Biblia, son palabra humana y en cuanto tal está sujeta a las condiciones y a las limitaciones de la existencia humana, y esto no afecta solamente al origen del texto, sino también a su lectura. Para entender un texto bíblico –o un dogma cualquiera–, la lectura ha de tener en cuenta tanto las condiciones históricas en que surgió el texto como las condiciones históricas en que se lleva a cabo la propia lectura. La teología es, pues, una lectura histórica condicionada de unos textos históricos condicionados. El Vaticano II asumió esta intuición central de la exégesis y de la teología en cuanto hermenéutica: “Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano; por lo tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querían decir y lo que Dios quería dar a conocer con dichas palabras” (Dei Verbum 12).

Durante el siglo XX, la teología en su conjunto dio así un viraje radical: pasó de ser fundamentalmente dogmática a ser fundamentalmente hermenéutica; pasó de ser una exposición de verdades divinas intemporales a ser una interpretación siempre parcial, provisional, histórica, de unos textos que por definición son textos humanos, históricos, y sólo como tales revelan el Misterio de Dios indecible y liberador.

No podemos comprender lo que Dios “quiere decir” en los textos del pasado, sino mirando muy de cerca las condiciones –biológicas, sociológicas, políticas, económicas, ecológicas– en que la humanidad del pasado habló sobre Dios, y las condiciones concretas de la humanidad a la que Dios habla en el presente con las palabras del pasado, y las condiciones históricas y los “intereses” vitales a partir de los cuales leemos hoy la Biblia. Para hablar de Dios “honestamente” (J. M. Robinson), la teología ha de ser consciente de su situación; y ha de estar constantemente dando rodeos –los rodeos de la crítica y de la interpretación–, tratando de “comprender” a Dios desde los misteriosos recodos de la existencia humana (R. Bultmann), desde los senderos cruzados del lenguaje (G. Ebeling), desde las implicaciones entrelazadas de la experiencia (E. Schillebeeckx), desde el horizonte siempre abierto de la historia (W. Pannenberg), desde las conflictivas condiciones socio-políticas de la sociedad y de la esperanza (J. B. Metz, J. Moltmann). Todo eso forma parte del lenguaje humano: el lenguaje con el que los hombres hablan de Dios, el lenguaje con el que Dios habló y sigue hablando a los hombres.

De este modo, la teología hermenéutica se hace, ha de hacerse, menos pretenciosa y mucho más humilde. Cuando el siglo XXI ya está corriendo, debiéramos tener claro que nadie posee la llave del misterio divino, el secreto de su verdad, el monopolio de su palabra. La verdad y el error están mezclados en toda religión como el conocimiento y la ignorancia están mezclados en todo lenguaje. No hay una única religión verdadera. No hay ninguna teología plenamente verdadera ni definitiva. Al saberse hermenéutica, al hacerse consciente de estar emprendiendo sin cesar nuevos rodeos interpretativos, la teología renuncia a toda última palabra sobre Dios, y acepta su condición viandante, su carácter plural. Toda teología es siempre sólo una perspectiva, sólo una aproximación fragmentaria. “La teología es búsqueda permanente de hallazgos y de la renovación del significado”. Por la misma razón, tampoco existe ningún magisterio infalible, como la historia nos ha enseñado de hecho y la teología empieza a enseñarnos de derecho. La religión es verdadera en la medida en que infunde ánimo; la teología es verdadera en la medida en que hace patente el Misterio consolador; el magisterio es verdadero en la medida en que se deriva de la búsqueda compartida y la impulsa.

En consecuencia, la teología no ha de rehuir el “conflicto de interpretaciones”, y ha de convertir el conflicto en acicate para el diálogo, para hacerse justamente una teología en “conversación”. La teología –palabra acerca de Dios– debe ser una palabra humilde y compartida, ligada a la verdad de la vida y de la tierra, a la verdad del dolor y de la esperanza, a la verdad de la historia y del futuro.

La transición de la teología dogmática a la teología hermenéutica no estuvo exenta de lamentables incomprensiones y de condenas injustas, y esa transición está aún lejos de ser asumida en todo su alcance por las corrientes más tradicionales del cristianismo –y, en el campo católico romano, por la jerarquía en bloque–. Pero, a pesar de todas las resistencias, la dirección es clara, y será imparable: al igual que nadie –tampoco Roma– defiende ya la creación del mundo en seis días, ni entiende literalmente el relato del arca de Noé, ni sostiene que el sol gira en torno a la tierra, al igual que una hermenéutica al menos parcial ha acabado siendo aceptada –de buen grado o de mal grado–, así se acabará aceptando el carácter radicalmente hermenéutico de todo lenguaje creyente: de toda Escritura, de todo dogma, de todo magisterio, de toda exégesis, de toda teología.

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