martes, abril 16, 2024
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POLÍTICAS DE HAMBRE PARA LOS OBJETIVOS DEL MILENIO

Éxodo 97 (ener.-febr.’09)
– Autor: Pablo José Martínez Osés –
 
Durante el año 2008 el primero de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) sufrió un varapalo en sus ya escasas posibilidades de ser alcanzado. A raíz de la difusión pública del elevado precio que estaban alcanzando los granos básicos en los mercados internacionales la FAO informó que podíamos contar ya con unos 100 millones de personas “nuevas” en situación de hambre. También el Banco Mundial anunció en septiembre de 2008 que se veía obligado a revisar el umbral internacional de pobreza extrema situándolo en 1,25 dólares, lo que introducía a unos 300 millones de personas en esa categoría. Apenas a siete años del plazo acordado las dos metas del primer ODM (y tal vez el más simbólico de ellos) se alejaban descaradamente de su posible cumplimiento, amenazando con regresar a los valores de 1990. A día de hoy más de 1.000 millones de personas viven síndromes severos de desnutrición y 1.400 millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza extrema. De estos últimos cerca del 80% son precisamente personas campesinas cuyo sustento directo ha provenido de la agricultura. Estos datos y sus tendencias en las últimas décadas debieran ser suficientes para abordar críticamente las políticas comerciales en materia de agricultura y alimentación de las últimas décadas, así como para promover políticas alternativas sin demora.

La llamada crisis de los precios de los productos alimentarios ancla sus raíces en más de dos décadas de políticas internacionales de doble rasero, que han socavado las capacidades de los países del Sur de alimentar a sus poblaciones en beneficio de las grandes compañías transnacionales dedicadas al “agri-bussines”. Ellas son las que ahora se frotan las manos con la escalada de precios. Los pequeños productores agrícolas y ganaderos han visto cómo no podían competir con los productos de grandes marcas que copaban sus mercados con productos envasados y manufacturados por compañías del Norte, aunque sus materias primas hubieran sido previamente obtenidas del Sur. Los gobiernos del Sur se han visto obligados a eliminar todas las políticas agrícolas y ganaderas destinadas a proteger a sus pequeños productores por las directrices impuestas por las instituciones internacionales. Aún hoy se insiste en que la liberalización comercial es la mejor llave para salir de la crisis. Siempre el mismo doble rasero: los países pobres deben abrir sus mercados y reducir el gasto público, mientras que los potentes mercados del Norte mantenemos a ultranza nuestras medidas de proteccionismo y gastamos miles de millones de euros del erario público en subvencionar a nuestros productores. Pretender “aprovechar” la gran repercusión de esta crisis, como hacen algunos, para finalizar las negociaciones de la Ronda de Doha será un intento de consolidar y de fijar un conjunto de políticas liberalizadoras que están en la raíz de los problemas causados y de las que ya sabemos qué se puede esperar.

Redes de organizaciones sociales de todo el mundo hemos alertado de que el 80% de las personas más empobrecidas del Planeta vivían directamente de su trabajo en el sector rural alimentario. Y que éste estaba siendo progresivamente abandonado por las políticas públicas nacionales, maniatadas por acuerdos comerciales alcanzados en el seno de la Organización Mundial de Comercio (OMC) o producto de acuerdos de libre comercio y asociación, todos ellos dictados y diseñados por los “lobby” de las multinacionales e impuestos por los gobiernos de los países industrializados.

Las políticas agrícolas y ganaderas de los EEUU y la Unión Europea siguen la misma lógica, privilegiando a las grandes compañías y a los modelos de producción intensiva, dirigidos a la exportación, llegando incluso a subvencionarlas para lograr introducir sus productos en los mercados de los países del Sur. A pesar de las reiteradas denuncias que se han realizado contra este tipo de subvenciones que arruinan las oportunidades de producción local aún se mantienen.

Además, en los últimos años y amparados en la crisis energética, la comunidad internacional no es capaz de tomar decisiones para detener el despilfarro energético del consumo insostenible, sino que da una vuelta de tuerca más promoviendo y subvencionando a las mismas compañías para que destinen una parte de sus cultivos a la fabricación de combustible. Una vez más, aceptamos políticas diseñadas para responder a la demanda desaforada e irracional del consumo de sociedades privilegiadas, en lugar de establecer normas orientadas a la satisfacción de necesidades básicas de las personas con equidad y racionalidad.

En este contexto los acuerdos tomados para ampliar los esfuerzos de la comunidad internacional en materia de ayuda alimentaria si no vienen acompañados de una revisión en profundidad de las políticas causantes del desastre, tan sólo servirán, si acaso, para contener las revueltas contra el hambre que ya se están produciendo en países muy afectados. Los programas de distribución masiva de alimentos en las circunstancias actuales harán que las instituciones internacionales compren a precio de oro la producción excedente que las compañías ya tienen listas para ofrecer al tiempo que evitan que desciendan los precios en el mercado internacional, legitimando y perpetuando a la vez las políticas del hambre.

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