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POLÍTICA DE BLOQUES Y CIUDADANÍA PLANETARIA

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Éxodo 100 (sept.-oct.09)
– Autor: Javier de Lucas –
 
Cuando los amigos de la revista ÉXODO –concretamente, Miguel Ángel de Prada– tuvieron la amabilidad de invitarme a participar en este número 100 y me propusieron el tema, acepté con un optimismo que ahora me parece una muestra insólita de ingenuidad. En efecto, hablar del fin de la política de bloques y de la apertura hacia una ciudadanía universal como balance y hasta como símbolo de las transformaciones que todos esperábamos hace 20 años, al caer el muro, me parecía una propuesta particularmente adecuada. Pero, pasado el primer entusiasmo propio del discurso que enuncia ideas regulativas (si no pura y simplemente utopías, aunque sea en el sentido más noble y riguroso del término, el que recuerda en sus trabajos mi amigo y colega Miguel Ángel Ramiro, muy alejado de los tópicos que lo han devaluado casi sin remisión), se impone la constatación de la dificultad de presentar un balance que vaya más allá del desencanto, de la consabida frustración ante las limitaciones de una –una más– de esas buenas propuestas destinadas al baúl de las ensoñaciones.

Es cierto que en 1989 pudimos creer que se había alcanzado el final del mundo bipolar y que, en los años que siguieron, la caída de la inmensa mayor parte del bloque del Este (del que en rigor sólo subsiste hoy Corea del Norte y, en cierto sentido y con los matices necesarios, Cuba) parecía el paso –traumático, sí, pero obligado– a una nueva era. Un mundo multilateral, poliárquico, que comportaba incertidumbres, pero también ofrecía la oportunidad de acercarse a lo que los estoicos concibieron como cosmopolitismo. Sería la hora decisiva para implantar sólidamente los cimientos de una verdadera sociedad internacional, que fuera mucho más allá del denostado remedo de la Organización de las Naciones Unidas, esa continua frustración. Sería la hora, pues, de superar el lastre de una noción elitista de la ciudadanía que confiere derechos de primera clase a los ciudadanos de los países ricos y aherroja a los demás en una condición de infrasujetos. La hora de la universalidad de los derechos y de una ciudadanía universal.

Pronto vimos que no era así. No hace falta para ello apuntarse a las filas neoconservadoras de quienes, rizando el rizo de la filosofía de la Historia redescubierta por Fukuyama, nos advertían acerca de la emergencia de nuevos bloques, ahora en clave etnocultural: me refiero, como es obvio, a las propuestas de Hungtinton y de sus epígonos, como Sartori y tutti quanti. Desaparecido el comunismo, enemigo exterior de la democracia y de los derechos humanos, enemigo por tanto de la civilización que encarna Occidente, la figura del Otro –hostil, incompatible, y al mismo tiempo imprescindible para las versiones maniqueas y schmittianas del Nosotros– es sustituida por esa amalgama de Islamismo fundamentalista y terrorismo internacional en cuyo nombre nos hemos visto embarcados en una guerra de cruzada cuyos desastrosos resultados seguimos viviendo hoy, incluso después de sustituir a Bush. Salíamos de otra versión de la política de bloques cuando nos vimos frenados por la crisis.

Otra vuelta de tuerca, en efecto. Cuando concebíamos la esperanza de que el cambio de administración norteamericana podía significar una recuperación del multilateralismo, si no incluso del proyecto ideal del cosmopolitismo, nos topamos con esa consecuencia natural del modelo liberal atomista (fundamentalista asimismo, Stiglitz dixit) que es la crisis. Podemos discutir si la forma en que estalló –la putrefacción de la burbuja financiera, la caída de Lehmann Brothers, el fraude Madoff– era la más previsible. Pero difícilmente se puede negar que no faltó quien nos advirtiera que esa sociedad líquida a la que nos había abocado el paradigma atomista tan caro al liberalismo económico, esa contaminación del mundo de la vida por el imperativo economicista de la presunta racionalidad del mercado, desembocaría fatalmente en esta segunda depresión. Otra cosa es si sabremos aprovechar la oportunidad en la que consiste toda crisis para construir algo nuevo, o si nos empeñaremos, como el Príncipe de Salina, en encontrar los cambios que permitan que todo siga igual. Igual para unos pocos, porque la salida de la crisis, esa que el FMI y los medios afines fervorosamente aplauden hoy (“ya hemos entrado en la recuperación”), se parece mucho más a la lección que nos enseñara Orwell en Animal Farm –ya saben, el principio neorevolucionario que afirma que “todos los animales son iguales pero unos son más iguales que otros”– que no a un verdadero cambio de paradigma, que es lo que necesitamos. Dicho de otro modo, la pretendida superación de la crisis significa en el fondo poder recuperar (para algunos, insisto) su modo de vida, el orden de las cosas “natural”. Aquel en el que, como sabemos desde el Platón de la República, la armonía universal es el resultado de que cada quien se mantenga en su sitio, que ocupe su lugar y desempeñe su función, en su bloque.

Es tal la utilización de la crisis como argumento que se utiliza para justificar todos los rotos y descosidos, que casi nadie parece esforzarse en tratar de argumentar a favor de unas medidas que ya sólo apelan al trágala como única actitud de los ciudadanos ante lo que está cayendo. Sin que nos detengamos a examinar de qué crisis hablamos y de qué seguridad en riesgo. Porque esa crisis que hemos aprendido a temer –la crisis económica que en su origen es financiera– no puede hacer que perdamos de vista que vivimos en las sociedades más seguras que haya conocido la historia de la Humanidad, en particular si hablamos en términos de la seguridad humana. Mientras que la inseguridad humana azota a más de la mitad del planeta, como atestigua el reciente informe de 2009 sobre desarrollo humano. Pongamos las cosas en su sitio: es comprensible la preocupación por la pérdida de valor de nuestros activos financieros. Es aún más lógica la reacción ante el incremento de la tasa de paro y ante un futuro en el que el trabajo no aparece como un derecho garantizado sino como una condición precaria. Pero si hay que hablar de verdad de inseguridad, volvamos la atención a quienes carecen de las más imprescindibles garantías en torno a indicadores básicos: el acceso al agua potable, a los medicamentos y al tratamiento médico imprescindible, a una nutrición mínimamente equilibrada. Por no hablar del acceso a la educación, la protección frente a la enfermedad o a los desastres naturales.

Mientras tanto, lo único que existe es nuestra crisis financiera. Un argumento apabullante que permite eludir cualquier intento de discusión simplemente con el alegato retórico. Volvemos a la lógica del principio TINA (there is not alternative) que sustituye el debate sobre cómo y quién establece unas prioridades que debieran ser políticas, por un pretendido discurso tecnoeconómico que impone la solución supuestamente racional que está más allá del debate y de la voluntad popular. Pues bien, en esa generalización del ver, oír y, sobre todo, callar que se impone para que los de siempre paguen los platos rotos que han dejado los antaño masters del universo, ha llegado muy pronto el turno al socorrido chivo expiatorio de la inmigración, o, para ser más exactos, a inmigrantes y refugiados. Así, en los últimos meses y al socaire de la crisis, se multiplican los discursos acerca de la urgencia de ofrecer respuestas adecuadas –véase contundentes, eficaces– frente al escenario de presión insoportable de los movimientos migratorios (y de refugiados) que pretenden llegar y aun instalarse en el privilegiado territorio de la Unión Europea, tanto los inmigrantes en sentido estricto como los refugiados. La propia UE ha dado muestras evidentes de la necesidad de avanzar en esa vía en el segundo semestre de 2008. Y el Gobierno español parece seguir un camino similar con sus recientes propuestas de reforma de la Ley de Asilo y de la mal llamada Ley de Extranjería.

El caso es que lo más preocupante, si se me permite enunciarlo así, no es –no es sólo– el daño que se acusa a esos grupos de población extranjera (inmigrantes, demandantes de asilo), estigmatizados y aun perseguidos de forma indiscriminada y vergonzosa, como lo acaba de ilustrar en España el bochornoso episodio de las redadas a la carta impuestas a la policía en aras de mostrar que se lucha denodadamente contra la inmigración ilegal, presentando irresponsablemente a los irregulares, una vez más como ejército de reserva de la delincuencia, cuando no su vanguardia. Lo peor es el daño que se causa al Estado de Derecho, a la democracia y sí, también a la cohesión social y a la capacidad de aunar esfuerzos para salir de la crisis. Por eso es tan difícil resistirse a evocar la actualidad de la alternativa propuesta por la jurista francesa Danièle Lochak ante los desafíos de la inmigración: Face aux migrations, Etat de Droit ou état de siége. De suyo, tal alternativa no es una novedad y subyace a un reiterado enfoque del pretendido dilema entre libertad y seguridad, que aflora sobre todo ante amenazas graves como el terrorismo o la delincuencia organizada. Se trata de la tentación de optar por una lógica jurídica de la excepcionalidad, de la derogación o al menos suspensión de alguno de los principios y reglas del Estado de Derecho cuando se trata de regular el estatus jurídico de quienes son identificados como amenaza. En el caso que nos ocupa, no necesariamente presentados de forma expresa como agentes de un grave riesgo sino, al menos de partida, sólo como manifiestamente diferentes qua extranjeros.

De eso se trata, de afirmar o, lo que es más grave, de construir mediante el Derecho una visión de ajenidad radical que recupera la argumentación clásica –predemocrática– acerca del estatus demediado que corresponde al extranjero. Un trato discriminatorio, desigualitario, cuya justificación radicaría en el hecho de la diferencia y en la provisionalidad de su presencia. En efecto, esa presencia es concebida, si no como una sorpresa o como un riesgo sujeto a sospecha, sí como un fenómeno coyuntural, provisional, estrictamente dependiente de unas circunstancias (la necesidad de acudir a trabajadores que desempeñen tareas no cubiertas por la mano de obra nacional) que, al cambiar, modifican necesariamente la aceptación de esa presencia. Y los hacen manifiestamente no-deseables, o, por decirlo de otra forma, retornables, expulsables.

Más muros, más bloques

No ha cambiado la política de bloques sino que sólo se ha producido un desplazamiento de decorado. Parece difícil negar que, 20 años después de 1989, hay más muros, más bloques, aunque unos y otros sean, en apariencia, de naturaleza distinta a los del siglo XX. Digo en apariencia, porque lo cierto es que los muros que proliferan en el continente americano, en el mar Mediterráneo y en el Atlántico, en Oriente medio y en Afganistán, pero también en el seno de Europa, en las ciudades de Italia o Francia, del Reino Unido, los Países Bajos o Epaña, no son strictu sensu una novedad.

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