martes, marzo 19, 2024
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Pensar el compromiso y actuarlo

Por Enrique Arnánz Villalta (recibió el magisterio de Rufino Velasco en Salamanca y compartió la construcción de la comunidad de base en San Ambrosio, Palomeras, Madrid)

Hace 36 años que dejé el sacerdocio y la parroquia de San Ambrosio, en Vallecas. Viví allí durante 8 años y fue, sin duda, una de las etapas de mi vida espiritual y de mi conciencia social, ética y política más intensas e influyentes. Desde la parroquia, y en coordinación con el resto de las parroquias del arciprestazgo y con las asociaciones cívicas ya existentes, nuestro trabajo fundamental era de acompañamiento de la gente; creación de conciencia de barrio y comunidad; búsqueda de soluciones y recursos para situaciones límite que se daban cada día y de todo tipo; creación de tejido asociativo, sobre todo en el ámbito de la juventud, de los mayores, de la educación de adultos, y en el escenario de lo sociocultural; afirmación de un modelo de iglesia inclusiva y con una clara opción por la defensa de los derechos de los pobres en la vivencia diaria del espíritu de las Bienaventuranzas. Queríamos demostrar –sin pretenderlo expresamente, sino como algo natural a nuestra propia identidad cristiana, eclesial y cívica– que Dios y la comunidad, son afines; que el uno es imagen y semejanza del otro; que el Dios en el que creíamos es vida, comunión, amor, compromiso y opción definida por los pobres y lo pobre de la Tierra.

Una de las almas mentoras de todo esto fue, sin ninguna duda, Rufino Velasco. Había sido profesor de Eclesiología en el teologado claretiano de Salamanca de todos los que componíamos esa pequeña comunidad religiosa vallecana. Había sido asesor, valedor y apoyo incondicional –él y toda su admirable comunidad de Misión Abierta– cuando, enfrentados a la jerarquía claretiana pensábamos en la creación de formas de vida religiosa fuera de las comunidades clásicas, y encarnadas en los barrios periféricos de las ciudades. Y había sido un referente en la elaboración conceptual de nuestro proyecto de vida comunitaria con tres ideas/ fuerza que él consiguió grabar en nuestro disco duro mental y vital:

La idea –ahora evidente–de que no hay que entender y comprender el mundo desde la Iglesia, sino al revés, la iglesia desde el mundo. Entendimos, porque él nos lo enseñó con su eclesiología y su ejemplo, que el centro del mundo… es la comunidad local donde vivimos, y en la que había que implicarse con absoluta lealtad. Era un error el pensamiento anterior: Dios está en el más allá, y el mundo/la iglesia en el más acá. Dios y el mundo, nos enseñó Rufino, son afines; el uno es o debe ser imagen y semejanza del otro.

La idea de “lo inter”, de lo intercultural, de lo interreligioso, del ecumenismo religioso y laico… Fue muy revelador oírle a Rufino decirnos aquello de: «El Dios de Jesús no es ni católico, ni español». Era una forma absolutamente sencilla de enseñarnos, que es lo profundamente humano, el lugar verdadero de encuentro con Dios, y esto jamás puede encorsetarse en siglas, religiones, iglesias, sinagogas o mezquitas. Nos invitaba a trabajar por una Iglesia de y con mirada de luces largas y anchas.

La tercera idea potente que Rufino nos enseñó y nos ayudó a asimilar es la de que en la comunidad eclesial la autoridad es servicio, y por lo tanto, la gran tarea del “líder” es la de trabajar para que la comunidad a la que sirve sea cada vez más capaz de pensar, decidir y actuar por sí misma, en orden a la transformación de su propia realidad.

Rufino era, en su pensamiento, y en aquella época, un antisistema, y nos invitaba a ello. Sé que su eclesiología había nacido de “creerse” con sinceridad el espíritu del Vaticano II. Pero sé, también –lo hablamos en diferentes ocasiones– que un espacio de creación y contraste teológicos muy importantes para él había sido el contacto con estas comunidades eclesiales de barrios. Puedo hablar de Vallecas, porque fui testigo directo de su presencia allí y con nosotros, pero seguro que tuvo en su escenario vital otras referencias.

Participaba en las eucaristías domésticas –de horas– que teníamos los martes en nuestra casita de 57 metros cuadrados, con otros agentes pastorales y vecinos del barrio, y compartía después la cena. Muchos domingos participaba –o celebraba– la única eucaristía que teníamos en la Parroquia, hablando como uno más lo que le habían sugerido las lecturas. Se integró en la coordinación y animación de algún grupo de adultos donde se debatían temas relacionados con la vida diaria de la comunidad. En la asociación cultural Al Alba participó en cursos de educación de adultos y en grupos de estudio bíblico desde la mirada de la problemática sociopolítica del momento.

Y siempre, siempre… era “el hombre bueno”, sonriente, asertivo, cercano que disfrutaba de la compañía, la conversación, la comida compartida y el acompañamiento en los sufrimientos y dificultades de la vida cotidiana de la gente. Los miembros de la comunidad claretiana de Misión Abierta fueron para nosotros unos hermanos mayores que nos quisieron mucho y nos apoyaron siempre. Y Rufino dentro de dicha comunidad fue un referente especial, porque quiso acercarse a la experiencia de vivir en Vallecas el sufrimiento y la alegría infinita que comporta participar de la pasión dolorosa de los pobres.

Ahora, estoy convencido que, desde el lado misterioso de la vida, nos sigue apoyando en el esfuerzo diario por hacer que este mundo sea menos estúpido y más justo.

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