viernes, abril 19, 2024
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Nacionalismos

Son excepcionales los actuales estados en el Viejo Continente que se han forjado alrededor de solo una etnia determinada; en realidad, casi todos (al menos los más importantes) ha sido fruto de la imposición de un grupo étnico sobre los demás, dada su mayor capacidad económica o sencillamente mediante la agresión militar. El resultado ha sido o la federación (Alemania) o un centralismo muy marcado (Francia) pasando por fórmulas intermedias como es el caso precisamente de España, actual escenario del conflicto con Cataluña. Tal parece que el paso de los siglos no diluye los sentimientos de mutuo rechazo alimentados por las diversas formas del nacionalismo. La idea de ser objeto de agresión, de haber sido forzados a pertenecer a un estado que ha subyugado en tantas formas su propia identidad como pueblos parece tener una capacidad de resistencia que desafía toda lógica. Ni las fórmulas más felices parecen ser suficientes y no sorprende entonces que el nacionalismo en forma de separatismo aparezca hoy como uno de los problemas mayores del proyecto que encarna la Unión Europea.

Los catalanes (al parecer mayoritariamente) no se sienten españoles y se dividirían entre los que aspiran a una fórmula de federalismo que vaya más allá del régimen de autonomías regionales vigente en España y quienes desean la separación total mediante un acuerdo con el gobierno de Madrid. El recuerdo de las tropas españolas sometiendo a Cataluña parece que no se borra de la mente de muchos que aspiran a tener su propio estado. La gestión torpe del gobierno de Rajoy no ha hecho más que empeorarlo todo, agudizando los nacionalismo (tanto español como catalán), creando dificultades casi insolubles.

En el actual debate no es tarea fácil separar la propaganda de los argumentos. Tampoco lo es diferenciar las razones éticas de los motivos prácticos. Algunas consignas carecen sin duda de fundamento alguno, como una muy manida que sostiene que Cataluña “es saqueada por España”. Más allá del principio normal de todo estado moderno que debe promover equilibrios regionales dedicando más recursos a las zonas menos desarrolladas (por esta razón las más ricas deben contribuir más a los fondos comunes a repartir) funciona la lógica misma del capitalismo que tiende a concentrar la riqueza precisamente en los lugares de mayor desarrollo, allí donde los beneficios de la inversión resultan mayores. Por eso hacia las regiones más desarrolladas de España fluye la mayor parte de las inversiones, de suerte que su contribución a los fondos comunes se ve generosamente compensada por el flujo de capitales y de recursos humanos de la periferia hacia Madrid, Euskadi o Cataluña, las comunidades de mayor desarrollo relativo. No existe entonces el tan alegado “expolio” y, en todo caso, debería ser al contrario: es la periferia la que ve escapar sus mejores recursos hacia los centros ricos del país recibiendo una compensación bastante menor a través de los fondos regionales de compensación.

Y lo que vale para Cataluña es igualmente válido para la Unión Europea. Los aportes de Alemania o Francia (las potencias regionales) a los fondos comunes resultan irrisorios frente a los inmensos beneficios que les supone la relación de franca dominación del resto de las economías de la UE, una verdad que no impide que los políticos locales desvían sus problemas internos acusando a “esos vagos del sur que viven a costa de las ayudas del norte rico”.

Pero más allá de cualquier otra consideración, no es posible avanzar en la construcción europea sin la aquiescencia de los pueblos respectivos. Y la cuestión catalana es apenas una de las manifestaciones de un fenómeno que también afecta en mayor o menor medida a países como Italia, Bélgica, Francia o Reino Unido (que solo verá agudizados estos procesos con su próxima salida de la Unión Europea). Si se diera más espacio a los motivos prácticos (es decir a las ventajas de todo tipo) y sobre todo se enfatizara en una ética del internacionalismo sobre los nacionalismos estrechos y excluyentes, seguramente que los separatismos se debilitarían y la idea de federar con mayor ímpetu ganaría terreno. La izquierda debería recuperar la propuesta de Saramago de avanzar primero hacia una Federación Ibérica que reuniera a España, Cataluña, Euskadi, Galicia y Portugal en un solo estado, y luego alcanzar el objetivo de una Europa federal efectiva tal como se propuso originalmente; construir una federación basada en la solidaridad y la armonía, con igual moneda, legislaciones similares, respeto profundo a las particularidades que construyen la identidad propia (idioma, costumbres, tradiciones, etc.), vocación pacifista en un mundo convulso como el actual –es decir, sin la OTAN– y dando satisfacción a las demás condiciones indispensables para construir una ciudadanía europea moderna y profundamente democrática.

Seguramente el modelo neoliberal contribuye de forma notoria a potenciar las dinámicas más perversas del capitalismo y apuntala las relaciones de dominación y saqueo de los centros ricos sobre las periferias. Con ello ha dado un golpe de muerte a la idea de la Unión Europea fomentando los nacionalismos de todo tipo; tanto aquellos que expresan el legítimo derecho de los pueblos a reivindicar su derecho de autodeterminación, como los que sirven como bandera de agitación y demagogia al nuevo fascismo que ya hace presencia activa en más de un parlamento nacional.

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