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LAICIDAD Y DEMOCRACIA

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Éxodo 89 (may.-jun’07)
– Autor: Demetrio Velasco –
 
La laicidad y la democracia son, como casi todas las realidades humanas, construcciones sociales que los seres humanos hemos conseguido levantar con esfuerzo y que siguen mostrando, todavía, la huella de la fragilidad de nuestros mejores logros. Están siempre amenazadas por quienes se resisten, bien sea por exceso o por defecto, a convivir todos juntos en sociedades razonablemente libres e igualitarias.

Laicidad y democracia son el fruto de procesos históricos que se corresponden con el enorme cambio de mentalidad que supone pasar de sociedades premodernas regidas por la religión, y por el ordenamiento moral y jurídicopolitico que de ésta se derivan, a sociedades pluralistas y seculares, que funcionan conforme a una lógica democrática y laica. Para esta nueva lógica, la religión, como otras importantes realidades de la vida social, como la familia o el extranjero, deben encontrar su nuevo lugar, que el consentimiento de los demás tendrá que legitimar.

Obviamente, lo que decimos de la religión se debe aplicar, por la misma razón, a aquellas instituciones o asociaciones que se definen específicamente de naturaleza religiosa. Así, el cambio de una sociedad católica, en la que la Iglesia ha gozado del privilegio de ser la madre y maestra de todos, el Arca de Noé dispensadora de la salvación a los hombres, y que ha contado para ello con los recursos del poder y de su legitimación, a una sociedad laica, en la que la Iglesia sólo puede pretender ejercer su magisterio y su servicio con la libertad y eficacia que le garantiza un estado de derecho democrático, supone, en mi opinión, mucho más que un cambio de régimen político. Es fruto de una experiencia, histórica, social y cultural, inédita, que no todos hemos vivido con la misma intensidad ni en el mismo sentido. Es lógico que quienes han visto más cuestionada su mentalidad y sus intereses hayan reaccionado de forma más polémica y agresiva.

Por otro lado, sería ingenuo pensar que la construcción de sociedades laicas y democráticas ha sido fruto de un proceso exento de graves irracionalidades e injusticias. Todos sabemos que, en muchos momentos y lugares, la laicidad ha ido acompañada de una forma de entender la secularización dogmática y beligerante, que exigía, entre otras cosas, la privatización e incluso la desaparición de la religión de la vida social.

Por eso, para definir estas situaciones se han utilizado términos como secularismo o laicismo. Pero, así como desde la misma Iglesia se ha debido rehabilitar la figura de Galileo, hoy, pocos ocultan que dicha teoría de la secularización ha estado viciada por graves déficits de comprensión de la realidad religiosa y socipolítica. Prohibir a Dios hacer milagros en nombre del rey no es menos “bárbaro” que prohibir a Galileo pensar con libertad en nombre del Libro de los Reyes. El que intereses religiosos o políticos espúreos hayan legitimado dicha barbarie, no significa que deba ser así. El que la Iglesia católica haya defendido e impuesto durante tanto tiempo un régimen de cristiandad, no debería impedir el ejercicio de su auténtica vocación de Iglesia pueblo de Dios en una sociedad plural y secular. El que la experiencia de la laicidad a la francesa haya sido, en numerosas ocasiones, la de un laicismo agresivo y militante, y que haya servido de modelo para otros procesos laicistas, no debe llevarnos a sacar conclusiones erróneas.

Para la cuestión que aquí nos ocupa, me parece relevante resaltar que la forma de entender la religión en nuestras sociedades modernas, pluralistas y seculares, supone una “ruptura” con la forma de entender la religión en la sociedades tradicionales (pre-modernas). El creyente moderno comulga con un “imaginario social” para el que el individuo humano, reconocido como sujeto de derechos y libertades e igual en dignidad a todos los demás seres humanos, se ha convertido en el referente normativo de las relaciones sociales.

Ninguna relación humana que suponga dominación de unos seres humanos sobre otros, que legitime la desigualdad y la exclusión, o que niegue los derechos fundamentales de la persona, puede ya legitimarse. Dicha ruptura se puede fechar históricamente en el contexto de las revoluciones liberales. Pretender que no ha habido dicha ruptura histórica y que se puede ser, simultáneamente, moderno y premoderno es, en mi opinión, imposible.

No se puede afirmar, por ejemplo, como lo hace la Iglesia católica, que se pueden defender los derechos humanos sin tener que cuestionar la legitimidad de las estructuras de poder del Antiguo Régimen. Aunque todavía subsistan, de hecho, algunas situaciones y ordenamientos jurídico-políticos propios de la sociedad tradicional, en el sentido de que se siguen manteniendo situaciones de desigualdad y de dependencia personales, estos hechos ya no cuentan con la legitimidad que los hacía plausibles en la sociedad premoderna.

La laicidad como condición de posibilidad de una sociedad democrática

Desde que las guerras de religión y el pluralismo social rompieron de forma irreversible el dosel sagrado de la unidad religiosa, la única fórmula razonable para organizar la convivencia social ha sido la de un poder político no confesional que utilizando la laicidad, como un “proceso de ajuste” jurídico político, ha garantizado los derechos y libertades de individuos y grupos humanos. Gracias a la laicidad del Estado se ha podido convivir en paz, primero, sin destruirse mutuamente, y, después, colaborando juntos en la creación de sociedades democráticas en las que todos gozan de la condición de la ciudadanía.

Creo no tergiversar la historia si digo que la libertad y la igualdad han sido, y siguen siendo, las razones más genuinas de la lucha de la sociedades laicas por liberarse de una situación de dominio y de opresión que, en gran medida, se legitimaba, y se sigue legitimando, en nombre de la religión. 2 El derecho a la libertad de conciencia, exigido frente a poderes seculares y religiosos simbióticamente unidos, fue el punto de partida y sigue siendo un umbral irrenunciable del ser humano moderno.

La laicidad es fruto de un “imaginario” moderno cuyos principios básicos deberíamos asumir como propios, tanto creyentes como no creyentes. Cito los más relevantes: – todo ser humano es autónomo para pensar y obrar con libertad. Y, cuando hablamos de “autonomía”, nos referimos a la “autonomía espiritual” y no sólo a la “autonomía de lo temporal”, como han venido sosteniendo buena parte de los enemigos de la laicidad moderna. Para éstos, la autonomía de lo espiritual estaría en manos de quienes tienen una relación privilegiada con el mundo de lo religioso, del que se supone que emanan todos los valores espirituales…La sacralización de lo espiritual y su origen heterónomo impediría ejercer coherentemente el “derecho a la libertad religiosa”, por ejemplo. – Los seres humanos son capaces de construir por si mismos, gracias a un consenso razonable, las sociedades en las que tienen que convivir, convirtiéndose así en la fuente legitimadora de todo poder y autoridad, así como de las instituciones que los encarnan. Todo poder y autoridad queda así “desacralizado” ya que se niega su pretendida legitimación religiosa o tradicional…

La libertad que define al sujeto moderno no es tanto la “libertad como no-coerción”, tal como la ha defendido una gran parte del liberalismo (libertad negativa y positiva), cuanto la “libertad como no dominación”, es decir, la que impide el ejercicio arbitrario del poder por quien se cree diferente a los demás y estar por encima de ellos. Esta concepción republicana de libertad es incompatible con cualquier forma de relación asimétrica entre seres humanos que suponga privilegio.

Pero, a la vez, exige un poder legítimo que la proteja, incluso mediante la coacción. Podríamos decir que el derecho a la libertad, comenzando por la libertad religiosa, ha sido fruto de una legitimación no religiosa del poder. No olvidemos que la objeción de conciencia es un invento civil, no eclesiástico, y que el derecho a ejercerla encontró en la Iglesia católica a uno de sus más encarnizados enemigos. Todavía, hoy, el recelo eclesiástico a aceptar el derecho de libertad religiosa como un derecho humano subjetivo, del que es titular originario todo creyente, es reflejo del recelo frente a la laicidad y la democracia.

La laicidad así entendida es un proceso que corre paralelo con la democracia y con la desacralización del poder. Podríamos definirla, por tanto, como “un régimen social de convivencia, cuyas instituciones políticas están legitimadas principalmente por la soberanía popular y (ya) no por elementos religiosos”.

Esta definición, centrada en la idea de transición entre una legitimidad otorgada por lo sagrado a una forma de autoridad proveniente del pueblo, nos permite entender que la laicidad, como la democracia, es un proceso, más que una forma fija o acabada en forma definitiva…ya que subsisten formas de sacralización del poder, aún bajo esquemas no estrictamente religiosos.”

Definir la laicidad como un proceso de transición de formas de legitimidad sagradas o formas democráticas basadas en la voluntad popular nos permite también comprender que ésta (la laicidad) no es estrictamente lo mismo que la separación Estado-Iglesias. De hecho, existen países que no son formalmente laicos, como los países nórdicos, Dinamarca y Noruega, pero que lo son en la medida en que sus formas de legitimación política son esencialmente democráticas y adoptan políticas públicas ajenas a la moral de la propia iglesia oficial. Por otro lado, también existen países formalmente laicos, pero que están condicionados al apoyo político proveniente de las iglesias mayoritarias, lo que pervierte su laicidad.

También es un error equiparar el Estado laico a la República, como ocurrió en Francia. Independientemente del régimen legal que tienen algunos países, sus Estados, es decir, el conjunto de instituciones por las que se gobiernan, dependen en cierta medida , mayor o menor, de la legitimidad proveniente de las instituciones religiosas. De ahí, la diferencia entre países protestantes (más laicos), ortodoxos (menos laicos) o católicos (problemáticos). El Estado es más o menos laico, según el grado de independencia y el requerimiento de la legitimidad proveniente de la institución eclesiástica.

Entender la laicidad como una cuestión de legitimidad democrática del poder, o, mejor aún, como un proceso de legitimación siempre desacralizador del mismo, nos lleva a ver en la laicidad no sólo una garantía para la democracia, sino una condición de posibilidad de los derechos y libertades democráticos. Allá donde se pretenda construir una sociedad desde legitimidades particularistas y premodernas, como es el caso de los fundamentalismos religiosos o de los nacionalismos etnoculturales, se está atentando contra la laicidad y contra la democracia. Cuando una iglesia pretende legitimar o deslegitimar un poder político porque no se adecua a su credo religioso o moral, está amenazando la laicidad necesaria para construir una sociedad democrática.

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