viernes, marzo 29, 2024
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La justicia como exigencia radical del mensaje cristiano: La clave que recorre los evangelios sinópticos

Escrito por

Éxodo 124
– Autor: Xavier Alegre, Teólogo –

La Biblia, espejo donde mirar el mundo de hoy

A la Biblia nos podemos acercar de dos maneras. O bien como quien mira a través de una ventana. En este caso, puede resultar interesante conocer lo que ocurrió en el mundo del Oriente cercano, donde se gestó la Biblia, hace dos o tres mil años. Como resulta interesante también conocer lo que sucedió en la Grecia de Homero o en la Roma de Cicerón. O bien, y eso es lo que propiamente pretende la Biblia, y por eso las grandes Iglesias la consideraron inspirada por Dios y normativa para todos los tiempos (Rm 15,4; 1Cor 10,1-12), nos podemos acercar a ella como quien se mira en un espejo.

Eso último es lo que hacen las Comunidades Eclesiales de Base latinoamericanas, cuando se aproximan a la Biblia. En este caso, la Biblia se convierte en espejo para nosotros, porque lo que se narra en ella no es algo meramente anecdótico, sino el modo como unas personas creyentes, iluminadas por Dios, interpretaron lo que sucedía en su mundo. Un mundo que en el fondo es muy semejante al nuestro. Por ello nos puede dar pistas para discernir, interpretar, lo que está ocurriendo hoy.

Y, si somos personas creyentes, lo podemos hacer desde una experiencia de fe iluminadora de la realidad actual. En los artículos anteriores se nos ha mostrado bien cómo es el mundo que nos ha tocado vivir hoy, con todos sus graves problemas, pero también esperanzas. Veamos ahora si los Evangelios nos pueden ayudar a encontrar criterios que nos ayuden a analizar, discernir, desde la perspectiva creyente, esta realidad y a saber actuar en consecuencia.

Jesús hace presente el reinado de Dios

Cuando los evangelios sinópticos presentan el proyecto fundamental de Jesús, tienen bien presente la razón última por la cual, según ellos, el Padre envió al Hijo al mundo y aceptó que ello implicara su muerte en una cruz (Mc 12,1-12/Mt 21,33-46/Lc 20,9-19; cf. Is 5,1-7). Debía lograr que, finalmente, el pueblo de Dios, del cual el Antiguo Testamento recuerda sus continuos fracasos, fuera fiel al proyecto que Dios le había confiado al escogerlo para que revelara, con su modo de ser y actuar, su amor gratuito y universal (Ez 34). Y, a la vez, fuera instrumento de su amor liberador en un mundo profundamente configurado por la injusticia, sobre todo económica, pero también política, social y religiosa, que los grandes profetas no se habían cansado de denunciar (Is 58; Am 2,6-16).

Todos los Evangelios coinciden en un punto básico: Jesús vino a hacer presente, dinámicamente, lo que el Antiguo Testamento había denominado el Reino o reinado de Dios. Y Dios reina cuando se hace justicia al pobre. Y eso es lo que los reyes de Israel y Judá hubieran debido encarnar, si hubieran sido buenos lugartenientes de Dios (Sal 72,1-4,12-14). Este reinado de Dios es lo que proclama el evangelio más antiguo, Marcos, al presentar, sucintamente, el programa de Jesús: “El plazo se ha cumplido. El Reino de Dios está llegando; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15).

La vocación propia del pueblo de Dios

Los evangelios nunca definen en qué consiste el “reino de Dios”, porque lo que ello significa es algo obvio desde su trasfondo, que es el Antiguo Testamento. Y lo era también para un judío contemporáneo de Jesús y para las primeras comunidades cristianas, que consideran el Antiguo Testamento como revelación de Dios. Se refiere al ideal utópico hacia el que Dios quiere se encamine el pueblo de Dios, primero Israel, y luego las Iglesias cristianas. Se trata de que creen unas comunidades en las cuales no haya pobres (Dt 15,4), porque todos comparten. Y las leyes defiendan, prioricen, a las personas pobres, excluidas, y que, por tanto, tienen la vida más amenazada, que es lo que, en el fondo, exigen las leyes de la Alianza. Pues solo así podrán realizar la vocación que es propia del pueblo de Dios y que explica su elección por parte de Dios.

El Dios que se revela en la Biblia es un Dios que quiere salvar a todo el mundo (1Tim 2,4) y que ama todo lo que Él ha creado (Sab 11,24-26). Pero como nunca actúa mágicamente, simplemente desde fuera, en el mundo (¡ni siquiera ante la cruz de su hijo!: Mc 15,28-32), necesita de un pueblo que ponga cara y nombre a su proyecto liberador de las mayorías empobrecidas, más aún, excluidas, del mundo, pues Él es madre, padre, de todos y “la gloria de Dios es que el pobre viva” (Monseñor Óscar Arnulfo Romero).

Tengamos, por tanto, bien presente que, según la Biblia, Dios se escoge un pueblo, por puro amor gratuito, para, a través de la revelación de cómo es Él realmente, mostrar, por medio de él, a todos los pueblos de la tierra, que otro mundo es posible y necesario. Un mundo en el que reina la paz con justicia y, por tanto, ya no hay violencia (este era ya el sueño de los profetas: Is 2,1-5; 11,1-9).

En Jesús se encarna y culmina el ideal de justicia y derecho

Para revelar que este era su proyecto y que su “lógica” no es la de este mundo, pues el mundo apuesta por el poder político, económico y social, Dios, al elegir un pueblo, escoge, primero, un emigrante, Abraham (Gn 12,1-3). Y, a continuación, sigue revelando el talante de su proyecto, no eligiendo un imperio, sino un pueblo esclavizado, como lo era el pueblo de Israel en Egipto, para mostrar cómo es Él (¡escucha siempre el clamor del oprimido!) y cómo actúa en el mundo (Ex 3). Y hace que ellos experimenten su cercanía protectora, la liberación, para que, desde su experiencia liberadora, se puedan convertir en un modelo de liberación para todos los demás (Dt 5,12-15). Y así se puedan convertir en una bendición para todos los pueblos de la tierra (Gn 12,3; 18,17-19), en “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5,13-16).

Pero el pueblo de Dios solo lo podrá lograr en la medida en que se distinga por su práctica de la justicia y del derecho (Gn 18,19, cf. vv. 17-18). Por ello, esta exigencia de justicia salvadora, protectora del pobre, será como un hilo conductor de toda la Biblia, culminando en la manera como Jesús la reinterpreta y encarna en los Evangelios.

En este sentido, y para que quede claro que la elección no es un mérito del pueblo (Dt 7,6-9), ni un privilegio, que le garantice, sin más, el éxito a los que forman parte de Israel y, luego, de la Iglesia (1Cor 10,1-12; Ap 2,1-7), sino un servicio a todos los pueblos de la tierra, Dios le comunica a Israel (y a la Iglesia, por tanto: Rm 15,4), que al don de la liberación (Dt 26,5-10) debe corresponder (Dt 26,11-13) siendo fiel a la Alianza que Dios ha hecho con él (Ex 19-24). Dicha Alianza se concreta en unas leyes que sobre todo defienden al pobre, a la viuda, al emigrante y al que no tiene tierra.

El amor al prójimo como a uno mismo, y no el amor al dinero, criterio máximo para actuar como Dios

Dos leyes muy específicas, que muestran esta finalidad de la elección, son las que mandan que cada siete años se perdonen las deudas (Dt 15) y cada 50 años se vuelvan a repartir las tierras entre todas las familias de Israel (Lv 25,8-19), a fin de evitar que, a lo largo del tiempo, unos pocos vayan acumulando toda la riqueza de Israel, concretada sobre todo en la posesión de la tierra, y las grandes mayorías queden empobrecidas y excluidas. Eso es lo que había ocurrido, desgraciadamente, en Israel, y seguía ocurriendo en tiempo de Jesús, de modo especial en Galilea.

Por eso Jesús, en su actuación pública, ante el fracaso económico y social que estaba viviendo Israel, recogió claramente la antorcha de los profetas y se convirtió en paladín de la justicia, denunciando, sin tapujos, a los causantes de la pobreza personal y estructural, porque para ellos el dinero, al que llama, utilizando una palabra aramea, “mammón”, para desenmascararlo, se les había convertido en ídolo (Lc 16,9). Esta insistencia hay que situarla en el marco de una idea fundamental, que ya encontramos en el Antiguo Testamento: la exigencia de Dios de que seamos santos, como Él lo es (Lv 19,1-2), pues dicha idea encuentra su criterio fundamental de discernimiento en el amor al prójimo como a sí mismo (Lv 19,18; cf. Mc 12,31), mientras que el amor al dinero suele ser lo más opuesto al amor al prójimo, pues estamos llamados, como seguidores de Jesús, a ser misericordiosos, como el Padre es misericordioso (Lc 6,36). Y a dar a los demás lo que tenemos, con total generosidad (Lc 6,38).

La insolidaridad, el no compartir, es lo que introduce la muerte en la Iglesia

Lucas ha comprendido y explicado bien este mensaje de Jesús, pues en su comunidad hay muchos pobres, pero también ricos que no quieren compartir. Por ello, al presentar el modelo de Iglesia —la que nace al inicio en Jerusalén— subraya que en ella no había pobres, porque todos compartían (Hch 4,32-35; 2,42-47). Y si el mal uso de la libertad, el haber querido ser como Dios, había introducido, simbólicamente, la Muerte en el mundo, ya al inicio de la humanidad (Gn 3), ahora, al comienzo de la Iglesia, lo que introduce en ella la Muerte es la insolidaridad de Ananías y Safira, los cuales mienten para no tener que compartir (Hch 5,1-11). Cuando nos desentendemos del hambre del mundo, el problema no tiene solución; en cambio, todo se vuelve distinto si, teniendo ante los ojos lo que enseñó Jesús, estamos dispuestos a compartir y lo mostramos, no simplemente con palabras, sino también con obras (Mc 6,34-44; 8,1-10).

Jesús pobre revoluciona el mundo basado en la riqueza y le lleva a morir sin que nadie lo defienda

No es, pues, sorprendente que ya en el prólogo a su evangelio (Lc 1-2) nos prepare el tercer evangelista para que prestemos atención especial a su denuncia de la injusticia. Ya allí anuncia el cambio de estructuras que comporta el hecho de que, con Jesús, el Reino de Dios se haya hecho presente en la tierra. Lo hace mostrando que Jesús y su familia son pobres, pues ni siquiera hay lugar para ellos en la posada de Belén (Lc 2,7). Y sus padres hacen en el Templo la ofrenda de los pobres (Lc 2,24). En la misma línea, su nacimiento no es anunciado a los ricos, sino a unos pobres pastores (Lc 2,8-18). Es una pobreza que, según Lc 9,57-58, marca también la vida pública de Jesús. Y le lleva a morir en una cruz sin que nadie le defienda.

Pero, a la vez, Lucas pone en boca de María unas palabras, llenas de resonancias del Antiguo Testamento (1Sam 2,1-10), las cuales anuncian que, con la venida de Jesús, se va a realizar un auténtico cambio en las estructuras injustas de este mundo: “Actuó [el Señor] con la fuerza de su brazo y dispersó a los de corazón soberbio. Derribó a los poderosos de sus tronos y engrandeció a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada” (Lc 1,51-53).

Jesús ungido y enviado para anunciar a los Pobres la Buena Noticia

Especialmente significativo en Lucas es que, al inicio de su actuación pública, Jesús proclame explícitamente que ha venido a anunciar el Reino: “También a otras ciudades tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado” (Lc 4,43). Es obvio para el evangelista que ello se debe entender desde el trasfondo del Antiguo Testamento, pues ya ha quedado bien claro en la presentación de Jesús en la sinagoga de Nazaret, a qué ha venido Jesús a este mundo. Lucas ha puesto en sus labios unas palabras del profeta Isaías (Is 61,1-2), que explicitan esta dimensión liberadora de la misión, que él ha venido a realizar por encargo del Padre:

“Llegó a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga un sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el libro del profeta Isaías y, al desenrollarlo, encontró el pasaje donde estaba escrito: El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Noticia; me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a libertar a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,16-20).

El año de gracia, recordémoslo, era el año en el cual, y tal como mandaba Lv 25, se volvían a repartir las tierras, cada 50 años, entre todas las familias de Israel. Y Jesús proclama solemnemente que este anuncio hoy se ha cumplido en él (Lc 4,21).

El contenido radical de este mensaje queda más claro poco después, en el sermón del llano (Lc 6,20-49), cuando Jesús no solo anuncia a los pobres la Buena Noticia de que de ellos es el Reino de Dios y que, por tanto, los que tienen hambre Dios los saciará y los que ahora lloran, reirán (Lc 6,20-22), sino que amenaza duramente a los ricos, porque ya han recibido su consuelo. Y avisa a los que ahora están hartos, que tendrán hambre. Y que los que ríen ahora, tendrán aflicción y llanto (Lc 6,24-25).

O con Dios o con el dinero. La salvación llega en el compartir con el pobre

Pero Lucas no se contenta solo con estas advertencias iniciales. Para él, el amor al dinero, que se ha convertido, en el fondo, en auténtico ídolo para muchos, ha comportado consecuencias funestas para la humanidad. Por ello una idea fundamental, que encontramos como un hilo conductor a lo largo de su evangelio, ejemplifica, casi como un grito de guerra, lo que conviene que no pase desapercibido a sus cristianos, que se ven confrontados con las enseñanzas de Jesús: “No se puede servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13).

Y lo especifica en diversos lugares de su evangelio, pues para él resulta claro que en un mundo tan injusto como el suyo —y eso vale también, y aún más, para el nuestro, pues las diferencias entre ricos y pobres han adquirido unas dimensiones abismales y escandalosas— hay que optar claramente a favor de los pobres. En este sentido, al rico Zaqueo (Lc 19,1-10), que al recibir la visita de Jesús en su casa, se convierte y promete que devolverá cuatro veces más a las personas que haya robado y que dará la mitad de sus bienes a los pobres, le anuncia: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (v. 10). En cambio, al rico que no ha querido compartir con los pobres, y no ha tenido ni siquiera misericordia del pobre Lázaro, que estaba ante su puerta (hoy lo podríamos llamar “emigrante”, “sin papeles”, “desahuciado de su vivienda por los banqueros corruptos”, “parado”, “subsahariano” “asaltante de la valla de Ceuta o Melilla”, etc.), le avisa que en el momento de la muerte, cuando se encuentre con Dios cara a cara, vivirá el tormento de no poder participar de la salvación definitiva (Lc 16,19-31). Por lo visto, para él la seducción del dinero es tan grande, que ni el hecho de que resucitara un muerto bastaría para hacerles cambiar de actitud (Lc 16,31).

Y Lucas, siguiendo a Marcos (Mc 10,25), insistirá en que es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que no que un rico entre en el reino de los cielos (Lc 19,25). Para Lucas, la codicia es una tentación funesta, que adormece la sensibilidad de la propia conciencia ante el hermano y no garantiza para nada el buen resultado del encuentro con el Señor al final de la vida (Lc 12,15-21), pues se corre el peligro de poner el corazón en las riquezas (Lc 12,33-34) y no en Dios. Pues es precisamente la riqueza la que impide que la semilla de la Palabra de Dios pueda fructificar en el corazón del ser humano (Lc 8,14), por lo que Jesús llega a decir: “Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío” (Lc 16,33).

Mateo, que no parece tener grandes ricos en su comunidad, no denuncia tanto el peligro y la injusticia que comporta la riqueza en nuestro mundo injusto, sino que prefiere hablar de justicia, aunque también él recoge la palabra de Jesús de lo dificilísimo que será para un rico entrar en el Reino de los cielos (Mt 19,23-24). Y también él comienza el sermón del Monte anunciando: “Bienaventurados los pobres con Espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos” (Mt 5,3; ver 5,6.10). Y recordando, poco después (Mt 11,2-6), que la prueba de que él es el Profeta esperado (Dt 18,15.18) para la reconstitución de Israel se encuentra en el hecho de que con él los pobres reciben el anuncio de la Buena Noticia (Mt 11,2-5).

Pero no por ello es menos claro en la denuncia de la injusticia, pues al comienzo del sermón de la Montaña deja bien asentado, en Mt 6,20, que, si nuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos de su tiempo, no podremos entrar en el Reino de Dios (él le llama “reino de los cielos” para, como buen judío, no mencionar el nombre de Dios).

Lo más importante de la Ley es la justicia, la misericordia y la fe, que se convierte en el sacramento universal de Jesús en este mundo

¿Qué entiende, entonces, Mateo por “justicia”, una palabra significativa en su evangelio, pues, según Mateo, tanto Jesús como Juan Bautista conviene que cumplan toda justicia (Mt 3,15)?

Para comprenderlo hay que acudir al Antiguo Testamento, pues Mateo tiene un núcleo importante de cristianos y cristianas de origen judío en su comunidad y está muy interesado en mostrar que Jesús no rompe con la revelación del Antiguo Testamento, sino que la lleva a su plenitud, aunque, obviamente, reinterpretándolo, pues es típico de la fe judía ir reinterpretando, a lo largo de la historia las grandes experiencias de la fe bíblica, aplicándolas a las nuevas situaciones que va viviendo el pueblo de Dios.

Cuando se lee su Evangelio, se cae en la cuenta de que Mateo está preocupado porque en su comunidad hay un grupo carismático, que se cree muy ortodoxo (Mt 7,21-23), pero que se preocupa poco de hacer lo que le pide la Alianza. El amor se ha ido enfriando en la comunidad (Mt 24,12). Y no se tiene suficientemente claro, que todo lo que pide Dios, revelado en el Antiguo Testamento, se puede condensar en una fórmula sencilla y clara: “Tratad a los demás como vosotros queréis que ellos os traten; porque en esto consisten la Ley y los Profetas” (Mt 7,12). Una idea que queda reafirmada en Mt 22,34-40, cuando insiste en que en el amor a Dios sobre todas las cosas y en el amor al prójimo como a sí mismo queda condensada toda la Ley y los profetas.

Para Mateo, ante las preocupaciones que comporta la vida en este mundo (Mt 6,25ss), lo cual nos puede haber llevado a convertir, como ya vimos en Lucas, el dinero en ídolo (Mt 6,24), la preocupación fundamental de un seguidor de Jesús debe ser buscar el Reino de Dios y su justicia (Mt 6,33). Y lo que significa buscar el Reino, ya nos ha quedado claro por su trasfondo en el Antiguo Testamento. De hecho, para Mateo, lo más importante de la Ley, que para él es, si se la entiende bien (cf. Mt 7,12), la expresión de la voluntad de Dios, es “la justicia y la misericordia y la fe” (Mt 23,23).

No es casual, entonces, que en una parábola decisiva, y que solo se encuentra en su evangelio (Mt 25,31-46), se subraye que la salvación o condenación eterna —es una manera de hablar que indica qué es, para él, lo que da realmente valor definitivo a nuestra vida y actuación en este mundo— dependerá de la actitud que haya tenido cada persona frente a la hermana o hermano en necesidad. Pues la pregunta decisiva con la que nos veremos confrontados al encontrarnos al final de la vida con Jesús resucitado será: “¿Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme?” (cf. Mt 25,35-36). Y esa pregunta será tan decisiva para todo el mundo, creyente o no, porque según la presentación que de Jesús nos hace Mateo, en toda persona que padece necesidad, lo sepamos o no, allí está presente Jesús. Lo sepamos o no, el pobre, el necesitado, el excluido, es el sacramento universal de Jesús en este mundo.

Denunciar la injusticia y combatir las estructuras que la provocan

Quisiera concluir subrayando que, sobre todo en Lucas, pero también en los demás evangelios, la Buena Noticia, liberadora, para los pobres es un punto fundamental del mensaje de Jesús, unido íntimamente a la denuncia de los ricos y de la riqueza injusta (así la denomina en Lc 16,9), causantes del sufrimiento innecesario, injusto e inhumano, de las mayorías empobrecidas de su tiempo —y de todos los tiempos—. Pues en un mundo tan dominado por la injusticia, como lo era el suyo —y mucho más lo es el nuestro— no basta con dar limosna al pobre. Hay que denunciar también la injusticia que provoca tanta marginación y denunciar, para poder cambiarlas, las estructuras económicas injustas —y a los que se aprovechan de ellas— para poder mostrar así que “otro mundo (¡un mundo justo!) es posible y necesario”.

Desgraciadamente, hoy sigue siendo actual la frase de Mons. Helder Cámara: “Si doy de comer a los pobres, me llaman santo. Pero si pregunto por qué los pobres no tienen nada para comer, me llaman comunista”. Según los evangelios, Jesús ciertamente no solo hubiera dado de comer a los pobres, compartiendo lo poco que él tenía. Y hubiera enseñado a compartir.    También habría denunciado a los banqueros con sus especulaciones financieras y su mal uso del dinero del que disponen.

Y a los políticos por su corrupción y por haber hecho —o no haber cambiado— unas leyes que facilitan los desahucios y el empobrecimiento de las mayorías empobrecidas en nuestro país y en el mundo entero. No hubiera estado de acuerdo con un sistema económico que está provocando, escandalosamente, que los ricos sean cada vez más ricos y los pobres más pobres, pues es lo más opuesto al espíritu y a la enseñanza de Jesús que nos ha quedado recogida en los evangelios.

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