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LA FE DE LOS ATEOS Y EL ATEÍSMO DE LOS CREYENTES

Exodo 105 (sept.-Oct. 20101)
– Autor: José M. Castillo –
 
EL PROBLEMA

“Ni son todos los que están, ni están todos los que son”. Este dicho antiguo resume muy bien lo que le ocurre a mucha gente en su intimidad y lo que se vive, con bastante frecuencia, en las religiones. El hecho es que la correcta relación con Dios y la correcta relación con la religión no son la misma cosa. Ni esas dos cosas son vasos comunicantes que necesariamente están siempre a la misma altura. De sobra sabemos que hay personas meticulosamente observantes de normas, prácticas y rituales relacionados con la religiosidad, pero que, al mismo tiempo, dejan mucho que desear en cuanto se refiere a su comportamiento ético en asuntos que son determinantes en la vida ciudadana, profesional o simplemente en sus relaciones con los demás. Como igualmente sabemos que hay gente, mucha gente, que son ciudadanos o profesionales ejemplares, y no quieren saber ni palabra de la religión. Pues bien, como es lógico, en todos estos casos entra en juego de lleno el problema de la fe. Lo que, en definitiva, equivale a preguntarse: ¿en qué consiste la fe y la creencia? O dicho de otra manera: ¿en qué consiste el ateísmo y de quién se puede afirmar que es ateo?

Estas preguntas no son de ahora. Es conocida la colección de textos de autores antiguos que, hace más de un siglo, recopiló A. Harnack sobre el reproche de ateos que se les hizo a los cristianos durante los tres primeros siglos (Der Worwurf des Atheismus in den drei ersten Jarhhunderten: TU 13 (1905) 8-16). Y es que, como explicaré más adelante, creencia y ateísmo son dos formas de pensar y de vivir que dan pie para que, siendo realidades contrapuestas, sin embargo se puedan interferir, y hasta confundir, resultando extremadamente difícil (por no decir imposible) delimitarlas con tal precisión, que cada cosa se ponga exactamente en su sitio. Estamos, pues, ante un asunto tan complicado, que E. Bloch escribió un amplio estudio sobre El ateísmo en el cristianismo (Madrid, Taurus, 1983) en el que hizo esta atrevida afirmación: “Sólo un ateo puede ser un buen cristiano y sólo un cristiano puede ser un buen ateo” (p. 16). Y es que, para Bloch, el ateísmo es nuestra porción mejor, el coraje moral de vivir, de trascendernos sin Trascendencia, no en el sentido suave, que firmarían D. Bonhoeffer o P. Tillich, del etsi Deus non daretur, ”aunque Dios no existiera”, sino en su formulación más radical: “no creo que Dios exista”. Pero ni la hipótesis ni la afirmación me impiden ser buena persona, sino todo lo contrario: “la realidad es tan seria para mí, que soy una persona responsable, no porque creo o espero en Dios, sino precisamente porque ni creo en él, ni espero nada de él”. ¿Representa esto el ateísmo más radical o, por el contrario, es esto la fe en Dios (sin reconocerlo como tal) más radical que puede darse en este mundo? He aquí la pregunta que sirve de punto de partida a la reflexión que me propongo exponer aquí.

¿CÓMO ENTENDEMOS LA FE?

El Catecismo de la Iglesia católica enseña que “la fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios”. Pero añade enseguida: “es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado” (nº 150). Dicho de forma más sencilla, esto significa que, a juicio de la Iglesia, la fe consiste en la relación con Dios que se realiza mediante la obediencia (nº 144) de nuestro entendimiento a las verdades reveladas y enseñadas por la misma Iglesia (nº 156; 168). Por tanto, creer consiste en un “acto religioso”, que supone ante todo el “sometimiento de la razón” a lo que enseña la Iglesia.

Como es evidente, esta forma de entender la fe supone una “sacralización” (la fe como acto “religioso”) y una “racionalización” (la fe como acto del “entendimiento”), que están afirmando que una persona tiene fe sólo cuando cumple estas dos condiciones: 1) es una persona religiosa; 2) que somete su entendimiento a las enseñanzas que le impone la Iglesia. Así, la fe es presentada como “religiosidad” y “creencias”.

La larga historia que explica cómo desde la vida del Jesús terreno se ha llegado hasta las preocupaciones de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, ha sido bien analizada (cf. J. Auer, Was heisst glauben?: MthZ 13 (1962) 235-255). En esta historia fue importante el influjo del gnosticismo, que derivó el significado de la fe hacia una “ordenación de verdades”, cosa que ya aparece en Clemente de Alejandría (Strom., VII, c. 10, 55-57) y se acentúa luego con san Agustín, cuyas fórmulas “crede ut intelligas” y sobre todo “intellige, ut credas” (De praed. sant., 2, 5) sitúan la fe en la inteligencia. Más tarde, en el s. XI, el padre de la gran escolástica, Anselmo de Canterbury, le puso como subtítulo a su Proslogion la fórmula que resultó ser la “definición de la teología”: “fides quaerens intellectum”, la fe en busca de su inteligibilidad. O sea, “fe” igual a “inteligencia de verdades”. Por eso nada tiene de extraño que Tomás de Aquino expusiera el concepto de fe sobre el fondo del concepto aristotélico de ciencia (J. Trütsch: Myst. Sal., I/2, 908-910). Pues bien, a partir de estos planteamientos, en la Constitución dogmática Dei Filius, sobre la fe católica, del concilio Vaticano I (en 1870), se dice: “la Iglesia católica profesa (que la fe) es una virtud por la que creemos ser verdadero lo que por Dios ha sido revelado” (cap. III, 1. DH 3008). Así, para el Magisterio de la Iglesia, quedó definitivamente claro que “lo que se cree” (fides quae) es más importante y decisivo que “cómo se cree” (fides qua) y, por tanto, más determinante que “cómo se vive” todo aquello en lo que se cree. Lo cual quiere decir que la fe se separó de la vida y quedó localizada en las verdades que se aceptan y que el Magisterio Jerárquico controla. De esta manera, y llevando las cosas hasta el límite, se puede ser un “creyente intachable” y, al mismo tiempo, ser también un “ciudadano indeseable”. Cosa que, por lo demás, sucede no raras veces.

Desde el momento en que son muchos los cristianos que entienden y viven así la fe, el problema de la fe de los ateos y del ateísmo de los creyentes se planteó de forma inevitable. Y son muchas, muchísimas, las personas que no tienen este problema resuelto. Porque son muchas las personas que no aceptan las verdades de la fe, pero viven en plena coherencia con su propia humanidad. Como igualmente abundan también los que aceptan al pie de la letra las verdades que enseña el Magisterio eclesiástico, pero igualmente aceptan y hasta fomentan apetencias y formas de conducta que son profundamente inhumanas.

LA FE DE LOS “ATEOS”, SEGÚN LOS EVANGELIOS

Una de las mayores sorpresas que uno se lleva cuando lee con atención los evangelios sinópticos es que, en ellos, el tema de la fe y de la falta de fe se presenta de tal forma, que todo el asunto de las creencias se nos descoloca. Y se nos descoloca hasta el extremo de que, según Jesús, resulta que tienen fe aquellos de quienes un teólogo de ahora jamás diría que son creyentes, mientras que, por el contrario, no tienen fe (o apenas la tienen) los hombres de los que los mejores consejeros teológicos del Vaticano nos dirían que son el “cimiento” sobre el que se edifica la comunidad de los creyentes (Ef 2, 20).

Empezando por los que tienen fe, los evangelios aseguran que el hombre con más fe que encontró Jesús fue el comandante pagano de una centuria que estaba al servicio de Herodes (Mt 8, 5 par). Flavio Josefo informa que Herodes contaba con este tipo de militares (Ant., 18, 113 s). Hombres que tenían al Emperador por un verdadero Dios, ipse deus, como dicen las Églogas de Calpurnio Sícolo (1, 42- 47; 63, 84-85). Pues bien, de un militar, que estaba obligado a tomar en serio estas creencias (cf. P. Grimal, La civilización romana, Barcelona, Paidós, 2007, 88), Jesús dijo: “Os aseguro que en ningún israelita he encontrado tanta fe” (Mt 8, 10). Jesús califica como fe, no las ideas o las prácticas religiosas, sino “el comportamiento de una persona” (Ulrich Luz). Y pondera esa fe hasta la admiración. ¿Por qué? Sencillamente, porque aquel hombre era tan buena persona que no soportaba el sufrimiento de un niño. Y se fiaba plenamente de Jesús. Eso es todo.

Esta situación se repite en el caso de la mujer fenicia de Siria, que era pagana (Mc 7, 26). Esta mujer le pide a Jesús la curación de su hija. Y lo hace con extrema paciencia y humildad (Mt 15, 21-27). La respuesta de Jesús fue inmediata: “¡Qué grande es tu fe, mujer!” (Mt 15, 28). De nuevo, Jesús califica de “fe grande”, no las creencias, sino la conducta tan profundamente humana de aquella mujer. Lo mismo que, en otras circunstancias, se repite en el caso de la curación del leproso samaritano, que fue purificado de la lepra junto a nueve judíos (Lc 17, 11-19). Los judíos eran los que creían y practicaban la religión “verdadera”. Por eso acuden a los sacerdotes para cumplir con las normas religiosas y con eso se ven como los religiosos observantes cabales…

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