jueves, abril 18, 2024
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La fascinación de una mujer. Teresa y su vuelta al Evangelio

Éxodo 127
– Autor: Francisco Javier Sancho Fermín –

Cuando me imagino al teólogo censor leyendo las primeras páginas del Camino de Perfección de Teresa de Jesús no puedo menos que sonreírme. Aparte de innumerables tachaduras y correcciones, el censor no dejó de anotar al margen que parecía que estaba “reprendiendo a los teólogos”.

Eso acontecía hacia al año 1566, casi cuatro años después de que Teresa hubiese fundado su primer convento de San José de Ávila. Parece que su primer grupo de seguidoras no dejaban de importunarla para que les escribiera algo sobre el modo de vida y oración que debían vivir. Y Teresa, que no hacía mucho había descubierto su vocación de escritora, y la importancia y alcance del apostolado de la pluma, no tiene muchos recelos para acoger la petición de sus compañeras de camino. Aunque dadas las múltiples correcciones del censor, tendrá que redactarlo nuevamente y esperar la ansiada publicación que no pudo ser hasta después de su muerte. Pero eso no impidió que el texto circulara en múltiples copias manuscritas, tanto dentro de sus conventos como en otros ámbitos.

Camino de seguimiento y libertad

En la pequeñez del monasterio de San José de Ávila, Teresa había comenzado a degustar lo que significaba vivir la libertad. Entre esos muros elevados pudo vivir la grandeza de su ser de mujer; comenzaba a asumir su feminidad y maternidad, y se sentía cada vez más persona. Libres de la intromisión de varones clérigos o aristócratas, libres de los caprichos de una sociedad que quería imponer sus principios clasistas y excluyentes en todos los ámbitos sociales; libres de una iglesia temerosa de la relación directa y personal del hombre con Dios; libre de las honras, de los deudos…

Había nacido un espacio, no de reclusión o de alejamiento de la realidad; sino un espacio donde la mujer podía, al fin, ser mujer y persona, es decir, un individuo autónomo y capaz de relación siendo ella misma, sin necesidad de reproducir prototipos sociales o eclesiales, sin depender de la clase social en la que había nacido, sin los condicionantes de provenir de una familia de conversos o no…

No se trataba simplemente de la búsqueda de una libertad personal y de la posibilidad de ser mujer, sino de tener esa libertad para mejor servir a aquel que se convierte en el centro de su existencia y de sus seguidoras: Cristo.

La realidad eclesial no podía ser más desconfiada del valor de la mujer, y así lo denunciaba Teresa, aunque el censor trató de hacer ilegible el texto: “Confío yo, Señor mío, en estas siervas vuestras que aquí están, que veo y sé no quieren otra cosa ni la pretenden sino contentaros; por Vos han dejado lo poco que tenían y quisieran tener más para serviros con ello. Pues no sois Vos, Creador mío, desagradecido para que piense yo daréis menos de lo que os suplican, sino mucho más; ni aborrecisteis, Señor de mi alma, cuando andávades por el mundo, las mujeres, antes las favorecisteis siempre con mucha piedad y hallastes en ellas tanto amor y más fe que en los hombres, pues estava vuestra sacratísima Madre en cuyos méritos merecemos -y por tener su hábito- lo que desmerecimos por nuestras culpas. ¿No vasta Señor, que nos tiene el mundo acorraladas (…) que no hagamos cosa que valga nada por Vos en público ni osemos hablar de algunas verdades que lloramos en secreto, sino que no nos habíades de oir petición tan justa? No lo creo yo, Señor, de vuestra bondad y justicia, que sois justo juez, y no como los jueces del mundo, que como hijos de Adán y en fin todos varones, no hay virtud de mujer que no tengan por sospechosa. Sí, que algún día ha de haber, Rey mío, que se conozcan todos. No hablo por mí, que ya tiene conocido el mundo mi ruindad, y yo holgado que sea pública, sino porque veo los tiempos de manera, que no es razón desechar ánimos virtuosos y fuertes, aunque sean de mujeres” (CE 4, 1).

Al centro la Palabra: Cristo el libro vivo

Pero aún sorprende más que una mujer, cuyo acercamiento a los Evangelios y la Sagrada Escritura era inimaginable, tuviese una visión tan clara y profética de los valores centrales del Evangelio. En el siglo XVI resultaba casi imposible que un seglar, y más aún una mujer, pudiese leer de primera mano la Palabra de Dios. El latín hacía inaccesible a la inmensa mayoría el poder entrar en la riqueza espiritual y doctrinal de las Escrituras. Apenas un pequeño grupo de clérigos y de religiosos varones podían hacer uso de ese privilegio, si antes habían tenido la suficiente formación en la lengua latina y el mínimo interés por ir a las fuentes del cristianismo.

El estallido de la Reforma Luterana y la revolución que provoca con la traducción de la Biblia hizo que la postura católica fuese todavía más intolerante frente a diversos intentos de traducción de los libros de la Escritura. Y España, con sus reyes católicos y defensores de la ortodoxia, creó una barrera prácticamente infranqueable, persiguiendo con el arma de la Inquisición cualquier tendencia que pudiese favorecer que el pueblo y las mujeres tuviesen un acceso directo a la Palabra.

En esas circunstancias asombra que una mujer como Teresa de Jesús hubiese adquirido un conocimiento tan amplio y profundo de los Evangelios. Ciertamente sabemos que en gran medida fue por vías indirectas: a través de la Vita Christi de Landulfo de Sajonia, de sermones y de otra larga serie de libros espirituales que le abrían los ojos, de un modo u otro, frente a la interpretación y aplicación práctica de muchos pasajes evangélicos.

A Teresa le sirvió de gran ayuda la formación recibida en casa desde niña. La afición a la lectura que hereda de su madre, el acceso a diversos libros espirituales en momentos críticos de su vida…, todo le sirve para despertar su espíritu y comenzar a darse cuenta que había otros caminos más allá de los oficiales y devocionales para vivir la fe y el encuentro personal con Cristo.

Teresa sufrió también la censura. En 1559 el inquisidor Fernando de Valdés publicó en Valladolid el “índice de libros prohibidos”. En esa lista aparecían autores y libros que servían de apoyo espiritual en el camino de Teresa. Juan de Ávila, Francisco de Borja, Luis de Granada… son algunos de esos nombres prohibidos. Teresa se siente desamparada y ve peligrar la posibilidad de seguir adelante en el crecimiento espiritual.

Cuando todo parecía ir en contra de la posibilidad de que una mujer se relacionase directamente con Cristo, acontece lo inesperado. El mismo Cristo interviene: “No tengas pena, que Yo te daré libro vivo. Yo no podía entender por qué se me había dicho esto… Después, desde ha bien pocos días, lo entendí muy bien, porque he tenido tanto en qué pensar y recogerme en lo que veía presente, y ha tenido tanto amor el Señor conmigo para enseñarme de muchas maneras, que muy poca o casi ninguna necesidad he tenido de libros; SU Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades. ¡Bendito sea tal libro, que deja imprimido lo que se ha de leer y hacer, de manera que no se puede olvidar!” (V 26, 5).

Esta experiencia teresiana encierra en sí misma un mensaje de gran centralidad en su vida. Por un lado, que a pesar de los muchos condicionantes Dios no deja de hacer su obra y de llevarla a cabo. Y que la relación personal con Cristo, a la que toda persona tiene acceso directo en la oración, se convierte en escuela viva de la Palabra. Aquí Teresa, junto con lo aprendido, será capaz de ahondar en el verdadero significado de Cristo, de su Palabra y de su misión.

Por eso la vida de Teresa será capaz de configurarse fuertemente con la verdad evangélica más profunda y auténtica, sin intermediarios o interpretaciones ideologizadas. Por eso ella puede llegar a decir de sí misma, después de que se abre conscientemente al encuentro con el Dios Padre que su vida es una vida nueva: “Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí, a lo que me parecía…” (V 23, 1).

La relación directa entre Jesús y Teresa, forjada en una oración vivida como trato de amistad, va a fortalecer en Teresa la convicción de que el camino no se puede hacer sin tener a Cristo como amigo y como maestro. Esta amistad, junto con una mirada abierta a la realidad y necesidades de su tiempo, van a favorecer en Teresa una nueva actitud. En la oración necesariamente termina por preocuparse de los intereses de Cristo, frente a los cuales no puede permanecer indiferente. La llama apostólica se enciende con una fuerza que Teresa no puede apagar: “siempre está bullendo el amor y pensando qué hará. No cabe en sí, como en la tierra parece no cabe aquel agua, sino que la echa de sí. Así está el alma muy ordinario, que no sosiega ni cabe en sí con el amor que tiene; ya la tiene a ella empapada en sí. Querría bebiesen los otros, pues a ella no la hace falta, para que la ayudasen a alabar a Dios” (V 30, 19). Surge así en Teresa la pregunta necesitada de respuesta: “qué podría hacer por Dios” (V 32, 9).

Entregada a la causa de Cristo

La obra de Teresa no puede entenderse como un simple movimiento de Reforma interna de una Orden, sino como apoyo real y efectivo a la causa de Cristo. Se preocupa siempre de dejarlo en evidencia. Cuando funda San José recuerda que su propósito era hacer algo por Cristo, haciendo lo que estaba en sus manos, que era vivir los consejos evangélicos de la manera más perfecta posible.

Palabras que encuentran una amplia resonancia cuando Teresa comienza a escribir el Camino de Perfección: “En este tiempo vinieron a mi noticia los daños de Francia y el estrago que habían hecho estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta. Dime gran fatiga, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que allí se perdían. Y como me vi mujer y ruin e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiada en la gran bondad de Dios, que nunca falta de ayudar a quien por él se determina a dejarlo todo…” (C 1, 2).

A esta realidad, que pone en evidencia el “caos religioso” que se extiende por Europa, se suma la realidad del Nuevo Continente, que acrecienta en Teresa sus ansias apostólicas: “A los cuatro años (me parece era algo más), acertó a venirme a ver un fraile francisco, llamado fray Alonso Maldonado, harto siervo de Dios y con los mismos deseos del bien de las almas que yo, y podíalos poner por obra, que le tuve yo harta envidia. Este venía de las Indias poco había. Comenzóme a contar de los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animando a la penitencia, y fuese. Yo quedé tan lastimada de la perdición de tantas almas, que no cabía en mí. Fuime a una ermita con hartas lágrimas. Clamaba a nuestro Señor, suplicándole diese medio cómo yo pudiese algo para ganar algún alma para su servicio, pues tantas llevaba el demonio, y que pudiese mi oración algo, ya que yo no era para más. Había gran envidia a los que podían por amor de nuestro Señor emplearse en esto, aunque pasasen mil muertes. Y así me acaece que cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia que todos los martirios que padecen, por ser ésta la inclinación que nuestro Señor me ha dado, pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos, mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer” (F 1, 7).

Estos dos textos, que marcan dos de los principales acontecimientos de un panorama eclesial y social característico del XVI, evidencian el sentido profético y apostólico de la vocación de Teresa. Una vocación profundamente eclesial, que tratará de buscar el camino más auténtico para poder implicarse de lleno en la reevangelización de Europa y en la evangelización de los nuevos mundos.

El simple gesto de que Teresa vea su vida desde la óptica de “ayudar al Señor” y desde la vivencia de los consejos evangélicos, pone en evidencia su posición cristocéntrica y evangélica. No habla de una vida para encerrarse o hacer oración, sino de una vida cuyos valores centrales son Cristo y el estilo de vida promovido por el mismo Cristo entre sus apóstoles. Teresa sabe que eso es lo esencial. La modalidad surgirá en contacto con la realidad vigente en su época y con la necesidad de favorecer un lugar donde poder llevar a cabo esa tarea sin intromisiones ni impedimentos.

Y esa vuelta a los valores evangélicos queda plasmada todavía con más fuerza en su obra carismática. Su escrito “Camino de Perfección”, al que hacíamos alusión al inicio, pretende poner las bases de vida de sus monasterios. El proyecto inicial parece ser el de explicar el camino de la oración. Pero curiosamente Teresa no hablará de oración hasta pasada casi la mitad del libro. Y la razón es evidente. Teresa no está interesada en crear un gran tratado de oración, sino en formar orantes. Y ser orante para Teresa no significa otra cosa que ser seguidor–apóstol de Cristo. Ya en el prólogo advierte que su intención es “ayudar en lo que yo pudiere para que las almas de mis hermanas vayan muy adelante en el servicio del Señor” (n. 3); pues es la razón por la cual “el Señor nos juntó en esta casa” (C 3, 1).

Volver a los valores del Evangelio

Teresa proyecta el Carmelo como una vuelta a esos valores evangélicos que han de fundarlo todo: “Antes que diga de lo interior, que es la oración, diré algunas cosas que son necesarias tener las que pretenden llevar camino de oración, y tan necesarias que, sin ser muy contemplativas, podrán estar muy adelante en el servicio del Señor, y es imposible si no las tienen ser muy contemplativas, y cuando pensaren lo son, están muy engañadas” (C 4, 3).

Lo que cuenta para Teresa es “servir al Señor”. Y ese servicio se realiza en la configuración de la propia vida conforme a los valores evangélicos: “la una amor unas con otras; la otra desasimiento de todo lo criado; la otra, verdadera humildad, que aunque la digo a la postre, es la principal y las abraza todas” (C 4, 4).

Teresa rescata la visión evangélica de los mismos votos para la vida consagrada y para la vida cristiana en general. Al fin y al cabo son los valores que identifican a los discípulos de Cristo, los valores que se convierten en testimonio de seguimiento: el mandamiento del amor, la pobreza y confianza en Dios, y la adecuación al proyecto de Dios (la humildad).

El modo peculiar que tiene Teresa de volver a los valores que enseña Jesús quedan también de manifiesto en otros muchos aspectos que son centrales en su comprensión y vivencia del misterio.

El modo de concebir la oración en clave de amistad pone en evidencia uno de los valores centrales del Evangelio: el anuncio de un Dios padre-Abba. Teresa, en medio de un siglo tan jerarquizado como era el siglo XVI, se atreve a hablar y tratar a Dios como amigo, como alguien sumamente cercano y presente en la vida de todo hombre. Por eso no se cansa de decir que Dios es el misericordioso, el que todo perdona, el que nunca se cansa de perdonarnos: “Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle, que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir” (V 19, 15).

Teresa también rescata, para los hombres de su tiempo y de nuestro hoy, la visión positiva del ser humano, cuya dignidad se radica en su propio interior, en su ser imagen y semejanza de Dios, en su condición de castillo de diamante en cuyo centro habita Dios (cf. 1M 1, 1). Y esto define la condición de todo ser humano, que se convierte en el verdadero tabernáculo de la presencia de Dios.

Teresa no cae en la tentación de poner por encima del apostolado la vida contemplativa. Ella está convencida de que el valor que ha de permear las dos dimensiones del seguimiento es el amor, “que es el que da valor a todas las cosas”. Por eso, es siempre el amor al prójimo y la entrega al servicio del otro lo que califica como auténtico el seguimiento de Cristo. Por eso la plenitud de la vida mística es la plenitud de la caridad: “Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras” (7M 4, 6).

 

1 Para las citas de los textos de Teresa de Jesús seguimos la edición preparada por el P. Tomás Álvarez: Obras completas, Monte Carmelo, Burgos 1978. Hacemos uso de las siglas habituales para citar los escritos de la Santa: V: Libro de la Vida; C: Camino de Perfección; F: Fundaciones; M: Moradas del Castillo Interior. Los números hacen alusión al capítulo y al párrafo sucesivamente. Al citar el libro de las Moradas el número que precede a la sigla indica la morada correspondiente.

 

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