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La economía política de la «integración europea», contra la democracia

Escrito por

Éxodo 135
– Autor: Jaime Pastor –

“No puede haber elección democrática contra los tratados de la UE”, Jean-Claude Juncker, Le Figaro, 11 de febrero de 2015

Que la UE se encuentra en una crisis profunda es un diagnóstico que ya nadie discute, ni siquiera sus principales portavoces, a la vista de la deslegitimación social que está soportando por sus políticas austeritarias, del ascenso de los nacionalismos de Estado xenófobos y la crisis del derecho de asilo y refugio, o del posible “efecto contagio” del Brexit. Discursos y declaraciones como las que en este mes de septiembre han hecho el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, reconociendo que la UE conoce una “crisis existencial”, o el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schultz, según el cual “si continuamos así, destruiremos la UE”, vienen a corroborarlo. La Cumbre de Bratislava ha venido a confirmar la atmósfera de incertidumbre que también reina entre los ya 27 Estados miembros, tan solo unidos en torno a la construcción de una “Europa Fortaleza”, con más muros y vallas.

No me corresponde entrar en el análisis de todos los factores que han podido conducir a esta crisis, pero es evidente que el denominado eufemísticamente “déficit democrático” que caracteriza a la UE ha contribuido a la agravación de la misma y es inseparable de la economía política que ha caracterizado la puesta en pie del “proyecto europeo” desde el principio. Recordemos que la “integración europea” no se inició mediante un proceso constituyente protagonizado por el conjunto de los demoi de los Estados fundadores, sino que fue más bien fruto de un acuerdo por arriba entre las elites políticas y económicas de los grandes Estados. Ocurrió así porque el objetivo común, promovido principalmente por los gobiernos de la República Federal de Alemania y Francia, pero hegemonizado por el “ordoliberalismo” germánico, era muy claro: ir sentando las bases de un nuevo bloque económico y comercial mediante una economía política que fuera modificando la relación de fuerzas favorable a la clase trabajadora que se había establecido en países como Francia e Italia tras la derrota del nazismo y del fascismo.

De sus orígenes elitistas…

En efecto, la historia de la “integración europea”, a partir de la creación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) en 1951 y, sobre todo, desde el Tratado de Roma de 1957, ha sido en realidad la del proceso de construcción de un espacio-mercado común y luego único al servicio de las élites dominantes en los Estados firmantes de esos acuerdos, siempre en alianza con la gran potencia estadounidense sobre la base de una firme alianza militar en el marco de la OTAN, creada en 1949. En aquel Tratado se apostaba ya por la “libre circulación de mercancías, trabajadores, servicios y capitales” y por eliminar todo tipo de restricciones al comercio y a los intercambios internacionales; simultáneamente, se rechazaba cualquier petición de inclusión de políticas que apostaran por la armonización social entre los países miembros, cuestión que ya fue denunciada entonces por algunos políticos socialistas franceses. Ese proyecto pretendía en realidad ir contrarrestando mediante la progresiva puesta en pie de un “federalismo ejecutivo y posdemocrático”, en palabras que luego emplearía Jürgen Habermas, las tendencias a un “constitucionalismo social” que se iban extendiendo en el plano nacional-estatal.

Por eso mismo, como recuerda Jan Werner Müller, “el aislamiento con respecto a las presiones populares y, de manera más amplia, una profunda desconfianza de la soberanía popular, subyacen no solo tras los comienzos de la integración europea, sino en general tras la reconstrucción política de Europa occidental después de 1945. Lo que Lindseth ha denominado el “acuerdo constitucional de postguerra” consistía realmente en distanciar los sistemas de gobierno europeos de los ideales de la soberanía parlamentaria y en delegar poder en órganos no electos, tales como los tribunales constitucionales, o en el Estado administrativo como tal” (Müller, 2012: 33-34).

Con la entrada en una nueva fase económica iniciada con la crisis monetaria y energética de los años 71-73, las élites promotoras de la “integración europea” (ampliada en 1973 con Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca) dieron nuevos pasos en ese camino, estimuladas además por el famoso informe de la Comisión Trilateral que pronosticaba una “crisis de gobernabilidad” frente a la “sobrecarga de demandas” que había generado el ciclo abierto con Mayo del 68. Esto se pudo comprobar con el frenazo a las veleidades reformistas del gobierno de la “unión de la izquierda” en Francia tras su victoria en 1981 y su intento de aplicar un “keynesianismo de izquierdas”.

Este punto de inflexión en la socialdemocracia europea coincidía ya con la ola abiertamente neoliberal y militarista de Ronald Reagan en EEUU y Margaret Thatcher en Gran Bretaña y la ofensiva de los grandes grupos empresariales agrupados en “lobbies” como la ERT (Mesa Redonda Industrial), fundada en 1982. El Acta Única de 1986 y, luego, el Tratado de Maastricht de 1992 formalizarían nuevos acuerdos hacia una unión económica y monetaria en la que los Estados, sobre todo los dispuestos a incorporarse al euro a partir de 2001, fueran cediendo competencias en esas esferas a las instituciones comunitarias con el fin de dar vía libre al capital financiero transnacional y convertir la lucha contra la inflación en el objetivo prioritario mediante unos “criterios de convergencia” draconianos. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento, adoptado en diciembre de 1996, no haría más que dar continuidad a esas mismas exigencias monetaristas, si bien países como Alemania y Francia se permitirían vulnerarlas en sucesivas ocasiones.

Paralelamente, desde la concepción funcionalista dominante, según la cual a medida que se avanzara en la unificación de los mercados se produciría también una progresiva integración política, se fue potenciando la actividad de instituciones como la Comisión Europea y el Tribunal Europeo de Justicia, si bien subordinadas a los acuerdos que iban alcanzando los gobiernos. Dentro de esa orientación el órgano judicial europeo se mostró especialmente activo como árbitro de las diferencias que fueron surgiendo entre los distintos gobiernos y, sobre todo, como impulsor del principio de “primacía del derecho comunitario” por encima del derecho de los Estados miembros, principio que tendría una relevancia creciente a partir de los años 80 a medida que se fueron introduciendo las políticas neoliberales, en detrimento de los derechos sociales, dentro de lo que será la futura Unión.

Con todo, conviene insistir en que a lo largo de todo este proceso los actores protagonistas han sido los gobiernos de los principales Estados miembros, algo especialmente subrayado por Claus Offe cuando recuerda que “mientras que la capacidad está ya en las instituciones europeas, el mandato corresponde a los gobiernos nacionales” (Offe, 2000: 259). En el marco, eso sí, de la relación asimétrica entre todos ellos y con Alemania, sobre todo a partir de la entrada en vigor del euro, en primer plano. Empero, los propios ejecutivos estatales han preferido siempre “echar la culpa” a “Bruselas” como coartada cuando se ha tratado de dar “malas noticias” (o sea, recortes) a sus poblaciones respectivas o, en el caso alemán, recurrir a su propio Tribunal de Karlsruhe para marcar los límites a la Comisión Europea o al Banco Central Europeo.

…a la “gobernanza” oligárquica 

Con vistas a tratar de superar el “déficit democrático” la Comisión Europea se propuso aplicar también a la Unión, con su libro blanco publicado en julio de 2001, el concepto de “gobernanza”, en boga ya en las instituciones internacionales. En ese libro blanco “el concepto de gobernanza designa las normas, procesos y comportamientos que influyen en el ejercicio de los poderes a nivel europeo, especialmente desde el punto de vista de la apertura, la participación, la responsabilidad, la eficacia y la coherencia” y se propugna la colaboración con las organizaciones patronales y sindicales, así como con las organizaciones y asociaciones de la “sociedad civil”. Pero, en realidad, esta propuesta no fue más que una huida hacia delante y no hizo más que reforzar el papel de los grupos de presión ajenos a los mecanismos democráticos y a las instituciones representativas en el proceso de decisión del Consejo Europeo y de la Comisión Europea, mientras el Parlamento Europeo y los parlamentos estatales seguían relegados a una posición subalterna y de mera ratificación de lo acordado en aquéllas.

Pese al rechazo popular en países clave al nuevo rumbo, se fue forjando un “europeísmo” marcadamente neoliberal justamente en un período histórico en el que la caída del muro de Berlín y la crisis en la exYugoslavia certificaban la desaparición del “enemigo” exterior tradicional y la entrada en la “globalización feliz”. La ampliación de la UE al Este iría acompañada de una transición acelerada al capitalismo mediante una “terapia de choque” –paralela a su incorporación a la OTAN bajo la hegemonía estadounidense– cuyos frutos amargos para esos pueblos se están comprobando ahora.

Así, a medida que se iba vaciando el “modelo social europeo”, se debilitaba también el grado de legitimidad de la UE ante amplios sectores sociales que encontraban un desfase enorme entre la armonización de las políticas económicas, por un lado, y el creciente “dumping” social y fiscal entre los distintos países miembros, por otro.

Llegaría luego, con el inicio del siglo xxi y en medio de la entrada en vigor del euro y de la euforia financiera y especulativa, el proyecto de Tratado Constitucional para Europa. En efecto, como no bastaba una táctica diversificada y había que blindar la “economía competitiva de mercado”, las elites europeas acordaron dar un nuevo paso adelante mediante la constitucionalización a escala de la UE de todo lo que se había ido legislando y aplicando mediante la larguísima lista de directivas aprobadas que forman parte del “acervo comunitario”. Esto se reflejó con mayor claridad en la Tercera Parte de lo que acabaría siendo el frustrado Tratado Constitucional para Europa: no se trataba en este caso de una mera “adición”, como argumentaban los “euroentusiastas” social-liberales sino que en realidad en ella se contenía la verdadera “Constitución económica” que condicionaba lo que retóricamente podía haber de “presentable” en las otras Partes. La ceguera de las elites europeas (incluida la socialdemocracia europea) ante el cambio de percepción popular que se estaba produciendo respecto a la UE no les permitió prever que ese proyecto de Tratado pudiera ser rechazado en referéndum en países fundadores como Francia y Holanda en 2005 y por eso ni siquiera pensaron en un “Plan B”. Pero así ocurrió y tuvieron que modificar el calendario previsto aunque no sus intenciones, tercamente repetidas desde entonces por sus principales portavoces y reflejadas luego en un Tratado de Lisboa que no es sino un disfraz de la Constitución fallida y que, salvo en Irlanda, se logró imponer evitando un nuevo proceso de referendos.

Por eso, si bien se ha ido dando pasos adelante en la “integración europea”, principalmente en el plano agrícola, comercial, monetario y securitario, éstos se han dado al margen no solo de la soberanía popular sino incluso de los propios parlamentos estatales, sustituidos por acuerdos entre los ejecutivos de los Estados miembros. Las nuevas instituciones que han ido surgiendo han sido producto de esos pactos y la “independencia” que se les ha reconocido no ha sido más que la formalización de la delegación de competencias en aquéllas para alejarlas precisamente de la presión popular y de los propios parlamentarios. Se fue así tejiendo un híbrido institucional europeo, un “opni” (objeto político no identificado), que recibía alabanzas desde muy diferentes sectores de opinión y gobiernos de otros países como un proceso original y envidiable, pero que no por ello podía ocultar su carácter elitista, puesto especialmente de relieve en los momentos críticos.

Un estado de excepción financiero y austeritario

Eso es lo que ocurrió precisamente a partir del estallido de la crisis financiera a finales de 2007 y de su progresiva extensión a los países de la UE en los años siguientes. Fue entonces cuando para “salvar” al sistema financiero mediante una “socialización de pérdidas” a cargo de los Estados, se provocó una crisis de la deuda pública que sirvió de coartada para la puesta en marcha unas políticas austeritarias, especialmente en los países del Sur de la eurozona, las cuales condujeron a contrarreformas que han constitucionalizado un verdadero “estado de excepción financiera”. La modificación del artículo 135 de la Constitución española y el Pacto Fiscal firmado posteriormente por los Estados miembros de la eurozona no harían más que formalizar, huyendo de consulta alguna a las poblaciones afectadas, la demolición del “modelo social”.

En medio de ese proceso involutivo, resultado de una nueva vuelta de tuerca en la economía política “ordoliberal” de la UE, pudimos comprobar cómo en el caso griego instituciones como el Banco Central Europeo se erigieron en verdaderos representantes de los intereses de la oligarquía financiera transnacional frente al rechazo que a las políticas austeritarias expresó el pueblo de ese país en el referéndum de julio de 2015 (Ramírez, 2015).

Llegados a este punto, sería ingenuo confiar en un proceso de democratización de la UE. Si desde sus inicios ésta ya no era democrática, a partir de 2008 se caracteriza por un sistema de gobernanza abiertamente oligárquico, en el que solo cabe observar tensiones entrecruzadas entre los Estados miembros –con una polarización relativa entre “centro” y “periferias”, o sea, entre representantes de acreedores y deudores– y, a su vez, de cada uno de ellos con las instituciones supraestatales –con el protagonismo creciente del Banco Central Europeo como órgano de vigilancia presupuestaria sobre los gobiernos-, unos y otras bajo la influencia creciente de un capital financiero transnacionalizado. Tenemos ejemplos de estos intentos de salir del impasse actual en propuestas como el Informe de los 5 Presidentes, conocido como “Informe Juncker” (Albarracín, 2016), el cual aspiraría a otorgar mayores competencias a las instituciones supraestatales frente al peso considerado excesivo de los Estados miembros, mientras que desde Alemania se apuntaría en sentido contrario. En cualquier caso, el miedo a la democracia y el rechazo a la “otredad” (inmigrante “irregular”, refugiado/a, musulmán/a…) les une a todos ellos.

Frente a este sombrío panorama no se trata de renunciar a “otra Europa”, pero ésta tendrá que surgir de la reivindicación de los distintos demoi sin exclusiones que la forman de su soberanía, de su derecho a decidir frente al despotismo oligárquico institucionalizado. Porque “una Europa democrática no es la expresión de un demos abstracto: es una Europa en la cual abundan las luchas populares y obstaculizan la confiscación del poder de decisión” (Balibar, 2014).

NOTAS

Albarracín, D. (2016), “¿La refundación de Europa? El informe de los cinco presidentes”, Viento Sur, 144, pp. 69-78.

Balibar, E. (2014), “Para acabar con la unión de los tecnócratas y los banqueros. Un nuevo aliento, pero ¿para qué Europa”, Le Monde Diplomatique en español, 221, pp. 18-19.

Müller, J-W (2012), “¿Más allá de la democracia militante?”, New Left Review, 73, pp. 33-41.

Offe, C. (2000), “Democracia y Estado del bienestar: un régimen europeo bajo la tensión de la integración europea”, Zona Abierta, 92/93, pp. 243-284.

Ramírez, A. (2015), “Cuando el Banco Central se convierte en el peor enemigo de la democracia y los derechos sociales: anatomía de un instrumento de intimidación ‘monetaria”, sinpermiso, 19/07.

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