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LA DIGNIDAD HUMANA. El horizonte utópico de los sistemas jurídicos inclusivos

Éxodo 114 (may.-jun.) 2012
– Autor: Juan Antonio Senent de Frutos –
 
LA IDEA DE DIGNIDAD HUMANA DESDE LA CULTURA CLÁSICA A LA ILUSTRACIÓN

La idea de dignidad humana en el contexto de la civilización occidental ha ido gestándose históricamente a través de diversos aportes y procesos, hasta llegar a mediados del siglo XX con la Declaración Universal de los Derechos Humanos a una comprensión de la dignidad humana de carácter universalista e igualitario. Suelen señalarse dos aportes como vectores de universalización que han sido decisivos. Primero, en el ámbito de la cultura clásica greco-latina, fue decisiva la tradición estoica frente a la secular escisión entre ciudadano y bárbaro o extranjero; los primeros, “naturalmente” libres, racionales, dignos… y los segundos, “naturalmente” esclavos, incapaces de racionalidad, y por tanto siervos de los primeros. Frente a ello, los estoicos cobraron conciencia de la semejanza fundamental entre todos los humanos y por tanto que el valor que en un círculo étnicamente reducido se atribuían los seres humanos debía ser reconocido más allá de las fronteras políticas. Desde ahí, puede reconocerse el clásico “homo homini sacra res” de Séneca, frente a la lógica imperial y despótica que bien conocían también los romanos del “homo homini lupus est” y que Plauto recogió. Otro aporte para la formulación de la idea de dignidad humana, ciertamente de una mayor penetración y continuidad histórica, es el de la tradición judeo-cristiana.

La tradición judía tenía ya una fuerte dimensión “externa” en su sentido de la justicia. Hay una misma justicia que ilumina a todas la naciones, y a su vez, el otro concreto, aquel que no está en el centro del poder o del reconocimiento social, también debe ser tratado correctamente y atendido en sus necesidades, como el extranjero, la viuda y huérfano… Con la emergencia de la tradición cristiana se afirma con fuerza la superación de las fronteras sociales y humanas. Pablo de Tarso reconocerá así que “no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo” (Gálatas 3: 28).

Era común en la Antigüedad que cuando se afirmara la dignidad humana se hiciera en una clave éticoreligiosa. También en la Edad Media, la conciencia de la dignidad humana se fundamenta desde un ámbito religioso en la afirmación del ser humano como hecho a imagen y semejanza de Dios. Con el tránsito a la Modernidad se produce una secularización de la matriz ético-religiosa para definir la dignidad humana y se pretende entender desde un ámbito exclusivamente ético y racional desvinculado de instancias trascendentes y omnicomprensivas. En un supuesto humanismo autocentrado, la dignidad se alcanzará en un proceso de autorreconocimiento. Si la diferencia ontológica del ser humano frente al resto del mundo existente reside en su racionalidad y libertad, esto es, en su capacidad de razón y de voluntad; esta racionalidad distintiva le servirá para fundamentar su valor. En la formulación ilustrada de Kant, la dignidad del ser humano se reconoce racionalmente por constituir el ser humano un “fin en sí mismo”, algo valioso en sí mismo, y que por tanto no puede estar considerado como un simple medio de nuestras acciones, pues es a su vez capaz de autodeterminarse.

Por ello, el ser humano tendrá valor y las cosas tendrán precio. El valor del ser humano es cualitativo, y por tanto ilimitado; el de las cosas, será cuantificable y por tanto limitado. El ser humano no debe ser reducido a ningún cálculo de valor o de coste, si así fuera sería alienado de su propia condición.

En este contexto cultural de progreso en la autocomprensión moral de la humanidad, puede situarse la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El núcleo de los derechos humanos universales es la dignidad humana universal. Porque hay un reconocimiento de la universalidad e igualdad de la dignidad del ser humano, pueden afirmarse derechos humanos universales. Por ello, los derechos humanos se han definido como “el conjunto de facultades e instituciones que, en cada momento histórico, concretan las exigencias de la dignidad, la libertad y la igualdad humana, las cuales deben ser reconocidas positivamente por los ordenamientos jurídicos a nivel nacional e internacional” (Pérez Luño). En este sentido, a una idea de dignidad le corresponde unos ciertos derechos. Por ello, la dignidad se va historizando en los diversos momentos, aunque esa historización no agota la posibilidad de su ampliación o incluso de su reducción.

Hasta ahora hemos presentado algunas ideas de los antecedentes conceptuales de la dignidad humana en el contexto occidental. Ello nos sitúa en el corazón teórico de los derechos humanos tal y como se formularon a mediados del siglo XX en el consenso axiológico entonces alcanzado. Ciertamente puede narrarse una historia de la idea de dignidad humana. Pero en realidad, esta historia no es un despliegue pacífico de la mejor idea moral que emerge en la conciencia humana. Esta historia se da en un campo de lucha ideológica y social por la conquista de la hegemonía para la definición jurídica de lo humano. Y ciertamente surge precisamente como rebelión ante la exclusión y cosificación de algunos sujetos y categorías de lo humano que en los diferentes lugares y épocas se da. Es por tanto la reacción ante la vida imposibilitada y negada por el tratamiento institucional o social lo que puede desembocar en la ampliación del espacio de la dignidad humana.

La dignidad humana no siempre se ha entendido universalista e igualitariamente por encima de cualquier especificación o cualificación humana, más bien, la historia de la dignidad humana es la de su propia negación, cuando se reduce a un círculo étnico, religioso, cultural, político, clasista, de género, de edad, de capacidad, de mérito social… Por ello, en realidad no hay un despliegue de la idea, aun cuando las ideasy exigencias de la dignidad en los diversos contextos expresen el proyecto utópico de la lucha que se realiza y por ello, anima y orienta esa lucha. De ahí que el ilustrado Marx radicalizara la ilustración liberal al señalar cómo el dinamismo de la libertad no reside en la simple búsqueda de la verdad por uno mismo liberado de la tutela paternalista que nos sume en una infancia sin capacidad de verdad; sino más ampliamente consiste en la rebelión frente a la in-dignidad, en “derrocar todas las situaciones en las que el ser humano es un ser humillado, esclavizado, abandonado, despreciable”. Por ello, el proceso de llegar a ser auténticamente humano consiste en liberarse de las diversas alienaciones y opresiones, en dignificarse.

En este contexto, cuando hablamos de derechos humanos nos referimos a un proceso de lucha por la dignidad humana. Las exigencias de la dignidad humana, articuladas social y políticamente, abren el proceso de lucha por los derechos humanos, sin embargo siempre es un proceso abierto e inacabado, pues el momento de institucionalización y de positivación en forma de derechos reconocidos a las personas por los poderes públicos o derechos fundamentales no agota las exigencias de la dignidad humana que constituye su referente utópico; que se puede articular en forma de nuevos derechos, o de nuevas técnicas de protección de los derechos; en derechos por instituir frente o junto a los derechos instituidos o reconocidos, o por recuperar en caso de los derechos vaciados de protección y efectividad o derogados.

LA DECLARACIÓN UNIVERSAL DE DERECHOS HUMANOS, EL CONSENSO DE POSTGUERRA Y SU CRISIS

En el contexto de las últimas décadas, a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos las exigencias de la dignidad se proyectaban en un marco de integración tanto de los derechos civiles y políticos (llamados derechos de primera generación), como también de los derechos económicos, sociales y culturales (también llamados derechos de segunda generación). En esta línea, además de definir la dignidad humana como lo propio de su naturaleza, incondicionado e igual para todos en el artículo 1: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, se afirma que los derechos “inherentes” a la dignidad humana no consistirán sólo en los civiles y políticos, sino a su vez, como establece el artículo 22, “toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social, y obtener mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”.

Por tanto, se afirma la indivisibilidad e interdependencia de las exigencias jurídico-fundamentales de la dignidad humana. Esta visión compleja de las proyecciones de la dignidad humana, liberación del “temor y de la miseria”, como se afirma en el preámbulo, fundamenta tanto las dimensiones jurídicofundamentales de la libertad, como la satisfacción de las necesidades básicas y los mecanismos de posibilitación socio-institucional para un ejercicio igualmente posible de la libertad y del libre desarrollo de la personalidad.

Este es el consenso sobre la dignidad humana que justifica el despliegue institucional del Estado social, sobre todo en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial, también llamado el consenso socialdemócrata, que pretende la construcción de sociedades inclusivas y garantizadoras de las condiciones para el ejercicio y la protección de una vida digna a través del “Estado del bienestar”.

Sin embargo, como bien sabemos y padecemos, asistimos a una época de deconstrucción y reformulación de la idea de dignidad humana, cuyo origen está conectado con la estrategia de la globalización neoliberal. La tesis que sostendré aquí es que las impugnaciones y el intento de transformación del Estado de derecho que continúa hasta el presente, no son fruto de fuerzas extrañas o de simples límites internos de factibilidad, sino de una “guerra” al interior de nuestras sociedades contra las progresivas institucionalizaciones de éste por parte de ciertas élites económicas, culturales y políticas, y que pretenden liberarse de los límites jurídicos y políticos para allanar el camino a su estrategia de acumulación ilimitada de capital.

Desde esta perspectiva, el Estado social tiene el grave inconveniente de que distorsiona el mercado y limita la potencia de los agentes más fuertes, obligando a todos a asumir cargas sociales para la protección de los débiles, perdedores y de los extraños a la comunidad. Hay por ello no sólo un cierto cansancio de los valores hace unas décadas consensuados, sino un combate contra los valores justificadores del Estado Social. Como denunciaban Hayek y Milton Friedman, el “socialismo” en sus diversas formas (para ellos era la misma “perversión” el capitalismo de Estado como la economía social de mercado), es lo que amenaza el futuro de las sociedades libres capitalistas, y ello exigía la superación del Estado “social”. Veamos brevemente estos cuestionamientos.

Se empezó sobre todo a partir de los años 70 del siglo XX a defender la necesidad de eliminar las realizaciones y el propio proyecto del Estado social de derecho que arranca de las luchas emancipatorias del siglo XIX y XX. Éste suponía un impedimento para la apropiación ilimitada por parte de algunos agentes económicos al ordenar y asignar recursos públicamente al margen de los cauces de mercado “espontáneo”.

El proyecto neoliberal consiste en el cuestionamiento, deslegitimación y erosión de los derechos sociales y de los servicios y políticas públicas del Estado de bienestar, y con ello, una regresión reductiva al ideario del Estado liberal centrado en derechos formales para operar en el mercado. La estrategia de redefinición del espacio jurídico-político desde estas posiciones trata así de producir una ruptura del consenso keynesiano y de la solidaridad institucionalizada. En este sentido, representa una declaración de guerra desde las élites económicas frente al resto de la sociedad. Para ello, era preciso una redefinición ideológico-cultural. Así, en las últimas décadas se han sustituido las referencias al interés general y las promesas de una sociedad para todos, por el anuncio y la celebración de un modelo de sociedad en el cual el valor guía es la competitividad.

Donde se proclama que no hay posibilidad de asegurar la vida de todos, sino que sólo hay sitio en la sociedad para los mejor dotados en la lucha en el mercado, tanto local como globalmente. Ello implica un giro importante, pues ya no se pretende idealizar las relaciones de producción capitalistas prometiendo la realización del interés general como en el liberalismo clásico. En este sentido, este giro llevado a cabo por el modelo neoliberal representa lo que Hinkelammert ha llamado el paso del “liberalismo utópico” al “capitalismo cínico”. El cinismo de esta nueva fase consiste en que ya no pretende enmascararse las disfunciones del capitalismo para el cumplimiento del interés general apelando a recursos ideológicos, sino que directamente se anuncian las limitaciones estructurales del único sistema económico que se ha declarado posible, y que dada la imposibilidad de las alternativas, no cabe sino aceptar y celebrar esa realidad limitada como buena y sin posibilidad de transformación.

Por ello, ya no hay necesidad de maquillar la realidad de la sociedad de mercado con falsas promesas, sino que el sistema se hace veraz y anuncia aquello que produce en la realidad y que está viniendo como consecuencia de su propio funcionamiento. El que se produzcan casualties, “bajas”, ya no es algo que se pretende ocultar científicamente y compensar o anular políticamente en su caso con sistemas de protección social, sino que es algo consustancial a la propia dinámica. Es la consecuencia de la aplicación del valor guía del modelo neoliberal. Y el hecho de que se produzca desempleo, pobreza y exclusión para los perdedores prueba que el sistema funciona correctamente; pues tendrá como correlato el éxito profesional, la opulencia y el poder de los que se alzan triunfantes sobre el fracaso de los otros. Como señaló Luis de Sebastián, incluso las sociedades avanzadas son ya caracterizadas como “sociedades en las que el ganador se lo lleva todo”.

Por ello, no todos los seres humanos son dignos o valiosos, sino que esto se mide por su propio éxito o “mérito”, y por tanto en contra de lo que defendiera Herbert Hart, no todos serían merecedores de igual respeto y consideración. Es la legitimación así de sociedades fragmentadas, que justifican la exclusión y que se opone a los mecanismos de compensación de las desigualdades sociales como “insostenibles”.

Aun cuando Francis Fukuyama, uno de los ideólogos neoliberales, hablara en términos aparentemente conciliados de las “instituciones sacrosantas de la modernidad”, esto es, la democracia liberal y el respeto de los derechos humanos de un lado, y la instauración del mercado libre o del capitalismo del otro como el fin de la historia de la evolución político moral de la humanidad; de momento en esta fase de reconfiguración neoliberal de las instituciones de los países occidentales parece que más bien el “mercado libre” ha usurpado tanto la soberanía política de las sociedades democráticamente constituidas como la garantía de los derechos humanos.

En esta fase resulta plausible el diagnóstico de Franz Hinkelammert acerca de la modernidad liberal, cuyo núcleo ético político no sería la defensa de “antropocentrismo” que se libera de las formas premodernas o medievales de opresión, sino que su proyecto ético político se afirma como “mercadocentrismo” que somete a los seres humanos concretos. Implica la imposición del “mercado libre” como institución suprema de la vida económica frente a las cuales los seres humanos tienen una condición subalterna como piezas para el funcionamiento de la institución. Que supone enfrentarse al intento de erosión y de reducción de los “auténticos” derechos humanos a los derechos civiles y políticos, marginando los derechos sociales del núcleo de las exigencias de la dignidad humana para, a su vez, entender el centro de esos derechos “auténticos” como el derecho a operar en el mercado. Así sólo se permitiría reconocer, para que el mercado funcione sin distorsiones (sin límites éticos, sociales y ecológicos que alteren o restrinjan la propia dinámica espontánea del mercado), derechos del propietario en el mercado.

Con ello, se reconocen derechos tanto a personas jurídicas como a las personas naturales, de modo que la empresa aparece como sujeto de derechos humanos, con la tendencia a reducir los derechos humanos fundamentales a aquellos que sean compartidos por las mismas. Los derechos que se refieren a la satisfacción de las necesidades básicas o que se vinculan con el respeto a la naturaleza son olvidados o directamente negados en cuanto entrarían en conflicto con el ámbito de acción de la “libertad de mercado”, y por ello pueden ser sacrificados.

Si frente a otras sociedades y frente a los reformadores de la propia sociedad moderna se desató el fundamentalismo cultural que occidente desplegó con el colonialismo y con la persecución de la disidencia, ahora con el sometimiento de la sociedad global a las leyes del mercado se está generando una forma de “imperialismo económico”, y que no es sino una forma de fundamentalismo del mercado.

En estas condiciones, la única relación permitida a los individuos frente a las instituciones sociales es la del sometimiento ciego. Por ello, la justicia sólo es entendida como conformidad y cumplimiento de la legalidad que marca la sociedad de mercado. En este sentido, como define Friedrich Hayek, “la justicia no es, por supuesto, cuestión de los objetivos de una acción sino de su obediencia a las reglas a las que está sujeta”1. Las reglas a las que se refiere Hayek son las leyes del mercado, el derecho de propiedad y la libertad contractual, lo cual constituye las “únicas reglas morales” 2. Por tanto, lo que se hace en el mercado y se produce desde él es justo por sí mismo. Por ello no es posible una crítica del mismo en nombre de sus resultados, aunque genere condiciones de muerte para muchos seres humanos y para la propia naturaleza.

Por eso, debemos tratar de recuperar la defensa universal del ser humano más allá del tipo de racionalidad y justicia que impone la sociedad moderna y que conlleva la crisis del ser humano en nombre de la sociedad de mercado.

LA RECUPERACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS FRENTE AL PROCESO DE REDUCCIÓN DE LA DIGNIDAD HUMANA

Frente a la práctica de la guerra de las élites poderosas contra las mayorías sociales que está generando una crisis de las relaciones sociales en la sociedad global necesitamos postular la igual dignidad de cualquier persona humana, como fundamento de la convivencia en la sociedad global, y con ello, postular también el horizonte ético de la democracia, que excluye la construcción y funcionamiento de un orden social que considera a los individuos como meros objetos de dominación económica, política, social o cultural.

El artículo 1 Declaración Universal de Derechos Humanos establece como correlato de la igual dignidad de los seres humanos el deber de fraternidad: “dotados como están los seres humanos de conciencia y razón deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. A pesar del enunciado que puede ser criticado desde el realismo político por su ingenuidad y candidez, se revela hoy en el contexto crisis de la sociedad global como camino para un nuevo realismo político. Tomar como presupuesto práctico para la convivencia la dignidad humana, la fraternidad en la común dignidad se revela no como una propuesta ingenua sino perfectamente realista. A estas alturas de la experiencia histórica de la humanidad, podemos reconocer que no se trata sólo de un ideal normativo para bien vivir, fundamentado en buenas razones, sino de un ideal para poder vivir que hay que tomar en serio si se quiere no sólo ser justos frente a los demás, sino simplemente, seguir existiendo humanamente, y por ello, en sociedad. Sin este presupuesto, que rechaza tratar despóticamente a los demás, y por tanto, como meros objetos de explotación y dominación, y que impide universalizar el paradigma de la guerra como pauta de comportamiento social, la vida es “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” 3. Por ello, debemos maximizar la práctica de la fraternidad que consiste ahora en la solidaridad en la práctica de la rebelión contra las formas de humillación y de marginación de los seres humanos. Frente a la lógica de los imperios y de las élites, del “hombre es lobo para el hombre”, cuya voracidad nos amenaza y mutila, es urgente la defensa de una sociedad incluyente, porque “el ser humano es algo sagrado para el ser humano”. Si la sacralidad o dignidad del ser humano y de sus exigencias normativas derivadas se excluyen de la protección efectiva por el Derecho, nos queda la rebelión contra la indignidad. Por ello, surge hoy como posibilidad lo que ya se enunció en el Preámbulo de la DUDH: “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. El “supremo recurso” siempre nos queda a las mayorías porque no se puede imposibilitar de modo efectivo, mientras la humanidad sea humana, la resistencia frente al despojo o la injusticia.

Ahora bien, toda rebelión contra la injusticia anuncia ya en su propia práctica una meta a conseguir, un horizonte utópico que sirve de orientación y de guía a la acción.Cuál puede ser, pues, el horizonte utópico de un sistema jurídico como superación de la indignidad vivida: la construcción de una sociedad en la que quepan todos y tengan vida en plenitud. Se trata, por tanto, de construir un sistema de respuestas que buscan el desarrollo de una sociedad inclusiva, que es interpelada por los excluidos del bien común, y que no legitima espacios sociales de exclusión sino que va buscando su superación. Que se orienta por la universalización de la vida humana, o dicho al revés, por la minimización de la producción histórica de muertes, no ya sólo por su producción activa, sino por la reducción de la pasividad social, por la indiferencia ante las situaciones vitales en las que los sujetos frágiles, fracasados o minorizados, se ven desatendidos y abandonados a su suerte. En este sentido, la dignidad de la vida humana y su protección es el valor guía de la utopía de un sistema jurídico inclusivo.

Sabemos que nunca realizaremos en su perfección ese horizonte utópico, aunque si queremos construir una sociedad sostenible, donde las personas puedan vivir una vida digna, han de experimentar también esa sostenibilidad en sus vidas. Una vida humana es sostenible, no sólo cuando tiene satisfechas las necesidades biológicas y materiales, sino cuando puede vivir su vida con sentido, y cuando tiene sentido con-vivir. Cuando se encuentra también sostenido y acogido por los otros. La humanidad que nos constituye no la vamos sino recibiendo también de los otros que nos posibilitan nuestro ser y nuestra realización; y nos humanizamos cuando permitimos y posibilitamos el crecimiento en humanidad y la dignidad de los otros.

1 Hayek, Friedrich A.: “El ideal democrático y la contención del poder”, en Estudios Públicos (Santiago de Chile) No. 1 (Diciembre, 1980), pág. 56. Cita tomada de Hinkelammert, F., Crítica de la razón utópica.

2 “Entrevista”, Mercurio, Santiago de Chile, 19 de abril de 1981.

3 Thomas Hobbes, Leviatán.

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