viernes, abril 19, 2024
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Jesús y su proyecto de sentido

Éxodo 132
– Autor: Juan Antonio Estrada –

Desde el pasado siglo se ha venido hablando del final de la religión en las sociedades modernas Se impuso la idea de que el progreso y la ciencia llevarían a una sociedad emancipada, próspera y llena de sentido. La idea religiosa de salvación se desplazaba a lo terreno, como una posibilidad histórica, y la referencia al más allá pasaba a un segundo plano, sustituida por las utopías de una vida larga y satisfactoria. Desde esta perspectiva, se pueden comprender algunos anuncios de que ya hemos llegado al modelo final de la historia: la sociedad de mercado; la democracia parlamentaria; la revolución científico técnica y una sociedad consumista serían las claves del nuevo paradigma occidental. Queda detrás la era mítica y religiosa, y también la filosófica, como pronosticó Comte. A partir de ahí se ofrece un proyecto de sentido a los ciudadanos: una vida larga y saludable, y el disfrute consumista y sexual. ¿Basta con esto para una vida con sentido?

Las anti utopías del siglo xx (Huxley, Orwell, Bradbury, etc.) han mostrado la cara negativa de este proyecto, todavía hoy hegemónico en las sociedades desarrolladas. También han aumentado los avisos sobre los peligros de la revolución científica, que es la clave de esta propuesta: problemas ambientales y ecológicos; aumento de la desigualdad socio-económica; mundialización de las crisis, que impiden a los países cerrarse en sí mismos; aumento del terrorismo e incremento de las posibilidades de una guerra nuclear, etc. El siglo xix fue el de las luces y las esperanzas en el progreso; el siglo xx ha mostrado las dos caras del proceso; y el xxi aumenta el cuestionamiento del plan de sentido que se anunciaba como la meta última de la historia. ¿Qué pueden aportar las religiones, y en concreto el cristianismo, a esta situación? ¿Se puede confiar en la ambigua vuelta de las religiones, a pesar de las amenazas del fundamentalismo religioso, que no renuncia a la violencia? ¿Pueden ofrecer las religiones la fe en Dios como la base de otra forma de vida, compatibles con los logros de la modernidad?

La fe tradicional ha quedado tocada, porque ponía el acento en el más allá, en la vida después de la muerte, en lo sobrenatural contrapuesto a lo natural, en lo divino como exterior a lo humano. El humanismo científico y el progreso no solo canalizan el ansia humana de superación, sino que también bloquean las mediaciones religiosas, carentes de validez por falta de referencias empíricas. La crisis del lenguaje de fe ha culminado la “muerte cultural de Dios” en la sociedad europea. El sobrenaturalismo tradicional está erosionado y las especulaciones teológicas sobre el más allá (los novísimos y la concepción de la vida divina) han perdido credibilidad y plausibilidad. A esto se une la crítica ilustrada, que acusa al cristianismo de opio para el pueblo; de conformismo resignado ante los males históricos; de preocupación por la vida de los no nacidos y de los muertos, mucho menos que luchar por los vivos empobrecidos, que viven en condiciones indignas. La superioridad de la gracia sobre la naturaleza, del alma sobre el cuerpo, de Dios sobre el hombre, han llevado a una devaluación de la vida humana real que todos conocemos, en nombre de una salvación en clave de más allá. Cuando esto ocurre, la religión deja de ser plausible, creíble y atractiva, ya que el ser humano no sólo busca la salvación tras la muerte, sino antes de ella. Todos queremos ser felices y vivir una vida realizada, que merezca la pena, que tenga sentido. Por eso, la negativización de la vida presente aleja la fe religiosa de las preocupaciones cotidianas.

La pérdida de significado para lo sobrenatural es la otra cara del empirismo de la ciencia. Creemos en lo que vemos, en lo que podemos comprobar, en lo observable y constatable. Y Dios no lo es, como nos recuerdan los ateos y los agnósticos. No sabemos si Dios existe, aunque creamos en él, y mucho menos podemos demostrar su experiencia. Incluso cuando afirmamos tener experiencias de Dios, ¡y quién puede afirmar que las ha tenido!, surge el interrogante sobre si no son ilusiones y proyecciones de la subjetividad humana. Por eso aumenta la incredulidad y las dudas entre los mismos creyentes, cuestionando la definición tradicional de la fe (“creer en lo que no se ve”). La fe tradicional languidece ante los embates de la sociedad laica, emancipada de la religión. Cuando esto ocurre, muere la fe en Dios, y los templos se convierten en sus sepulcros, como predijo Nietzsche.

¿Qué puede hacer un cristiano ante la decadencia de la fe en Dios? ¿En qué seguir creyendo cuando se diluye la misma imagen de Dios? Las iglesias tienen que revisar sus sistemas de creencias, preservando su identidad, pero asumiendo el cambio histórico. No pueden perder su concepción global de la vida, para adaptarse a la imagen del mundo actual. Pero tampoco, mantenerla al margen de las transformaciones socioculturales. El cristianismo necesita una reforma profunda después del bloqueo con la modernidad. Pero en el post concilio se favoreció a la teología más conservadora y se excluyó a los teólogos que buscaban nuevos caminos. Persistía el miedo y se rechazaron propuestas como las de Bonhoeffer, con su exigencia de vivir como cristianos en una era secular (etsi Deus non daretur). Él planteó la mística y la experiencia de Dios en una época marcada por su silencio y su ausencia cultural No se puede eliminar el lenguaje comunicativo, simbólico y mítico de las religiones, pero sí asumir que no se pueden interpretar literalmente sus tradiciones, que exigen una actualización. Pero se optó por mantener incólumes las certezas del pasado y atenerse a su literalidad, en lugar de buscarles nuevo sentido.

Hay que atender a la crisis de Dios en la sociedad actual. El Dios bíblico tradicional no es creíble. No se puede mantener la estructura dualista de lo natural y de lo sobrenatural. Tampoco es posible conservar las imágenes antropomórficas de la divinidad, que persisten hasta hoy. Dios no puede ser el «Altísimo», que está arriba. Tampoco, un «tú» que interviene desde fuera, como un interlocutor. Ni un ser que desciende y asciende dando mercedes a los hombres. Hay que replantear el significado del «padre nuestro que estás en los cielos», como un simbolismo de la trascendencia, que relativiza todas las imágenes sobre Dios. Ha cambiado la concepción espacial y temporal, y con ella el significado de las expresiones antropomórficas religiosas. No es posible seguir comprendiendo tradicionalmente predicados del imaginario cristiano, como omnipotente, providente, omnisciente, etc. Mantener atributos tradicionales cuando estos han cambiado de significado, como ocurre con «persona y naturaleza», bloquea la inteligibilidad del cristianismo.

Lo que está en crisis es la fe en Dios1. Lo que le da significado no es una definición abstracta, sino el proyecto de vida que deriva de ella. ¿Qué decimos, cuando hablamos de Dios? ¿En qué creemos los cristianos? El término está semánticamente vacío, porque el imaginario tradicional no resulta comprensible ni creíble, y no hemos sido capaces de renovar su contenido. Su vaguedad permite que haya un consenso nominal entre los cristianos, aunque en la realidad concreta se tenga una visión diferente de lo que significa Dios y ser cristiano. No es el credo doctrinal el vínculo último que une, sino una forma de vida y unos proyectos concordantes. Es necesario replantear los viejos tratados divinos, como la unidad y trinidad de Dios, ya que las formulaciones tradicionales son hoy ininteligibles. Y cuando se comprenden resultan a veces poco creíbles. Esta reforma de las imágenes divinas está vinculada a lo que es el centro mismo del cristianismo, la fe en Jesucristo. La fe en Dios está mediada por la fe en Cristo, sin la segunda pierde significado la primera. No se cree en abstracto, ni se pretende haber alcanzado la divinidad, cuyo misterio defienden las religiones. Lo que se afirma es que la fe en Jesucristo es la primera y la que media para creer en Dios.

La historia de Jesús es lo decisivo y los evangelios tienen más importancia que los otros escritos del Nuevo Testamento, incluidos los paulinos. Para hablar de la muerte y resurrección de Cristo hay que partir de su vida, de sus luchas, de su esfuerzo por construir el reinado de Dios en la sociedad, de su intento de reformar la religión, de la nueva imagen paternal de Dios que ofrece. La fe en el Dios que se hace presente en la muerte, tiene que ser avalada por la del Dios que buscó cambiar la vida del hombre, aquí y ahora, ofreciendo un proyecto de salvación, una oferta de sentido antes de la muerte. Creer en Jesús es asumir su proyecto de vida, luchar contra el mal y el pecado, ya que la teodicea está mediada por la antropodicea. La fe en la resurrección está mediada por el compromiso de fe con una forma de vida, la de Jesús el Nazareno: Los títulos cristológicos expresan el significado de su vida y de su relación con Dios, antes y después de la muerte. Jesús no busca fundar una religión y una iglesia, aunque ambas surgieron a partir de él, tras su muerte, sino que ofrece un proyecto de vida con sentido y valores humanos, con los que podemos dar contenido a la imitación y seguimiento de Cristo.

Se llega a la divinidad desde la humanidad de Jesús, en lugar de partir de una representación previa de la divinidad, la que ofrecen la cultura y la religión, para luego encajar en ella a Jesús. Su historia determina los contenidos de la fe. Todo lo que se diga luego sobre Dios y sobre el mismo Cristo resucitado, tras su muerte, tiene que ser compatible con la vida y obra del hombre Jesús. Y no hay que olvidar que, en cuanto personaje histórico, está marcado por su cultura, tradiciones y contexto histórico. Hay que distinguir siempre la intencionalidad y significado de lo que dice, de su forma de expresarlo, condicionada culturalmente. Por eso, no se trata de copiar los hechos que se relatan, sino de inspirarse en ellos y actualizarlos. Se hace de una persona histórica real el mediador para encontrar lo divino. Todas las cristologías que se centran en la resurrección y en la filiación divina hay que someterlas al test de su concordancia con el proyecto de sentido que ofrece su vida.

La tentación católica ha consistido en devaluar su humanidad para defender mejor su divinidad. Pero hablar del hijo de Dios, marginando que es el hijo del hombre, falsea el cristianismo y cae en el idealismo. Según la cristología, así la teo-logía, y ambas dependen de la “jesu-logía”. Cristo resucitado no puede desplazar a Jesús y convertirse aisladamente en el núcleo del cristianismo. Las cristologías dan significado al hombre Jesús, cuya vida es tan fundamental como los juicios sobre su muerte y resurrección. El cristianismo no es una religión post mortem, cuya validez se muestre en el más allá. Hay que centrar el cristianismo en su humanidad y en la interpretación que ofrece de la vida, con la que nos enseña a ser personas. Solo desde ella se puede hablar de la esperanza de salvación ante la muerte, de los crucificados de este mundo. El anuncio de la resurrección corresponde al ansia de supervivencia, al sinsentido de la vida y al déficit de justicia que experimentamos. La teodicea sigue siendo un problema crucial, con preguntas no resueltas. Es el concepto global de salvación el que ha cambiado, que ya no se centra en el más allá de la muerte, sino en cómo contribuyen las religiones a los proyectos de vida.

Si Dios no salva en la historia, la única que podemos evaluar, resulta poco plausible la esperanza en la vida eterna. La contribución a la salvación actual del ser humano es determinante. El anuncio de la resurrección confirma el proyecto de Jesús, su significación en nuestro momento cultural. Creer en Dios es siempre inverificable, pero no lo es la forma de vida que adoptan los cristianos, inspirándose en Cristo. Salvarse se actualiza como un proyecto de vida, el cual se puede analizar y evaluar. Desde ahí tiene que irradiar en la cultura, conjugando la esperanza ante la muerte, con el compromiso ético y un proyecto de sentido. El cristianismo es también una religión del más acá y debe contribuir al progreso humano. Si la fe en Dios no genera salvación en el aquí y ahora, difícilmente puede tenerse fe en que la ofrezca después de la muerte.

La fe es una opción libre, cobra significado cuando genera una forma de vivir. Lo más determinante no son los contenidos relativos a prácticas, ritos, doctrinas y disciplinas, en su casi totalidad obra de la Iglesia, aunque se inspiren en el Nuevo Testamento. El punto clave es el plan de vida que se adopta y las experiencias en que se basa. Las motivaciones de Jesús, sus luchas, sus valores, humanos y divinos, y su visión del mundo, siguen inspirando a sus seguidores. Jesús inspiró una forma de vida que sigue siendo actual. Puede jugar un papel relevante en la sociedad actual e irradiar sobre ella. Una religión que no se hace presente en la vida, y que no tiene consecuencias sociales, culturales y políticas no tiene validez. Más que los problemas que conlleva la creencia en un Dios trascendente y no verificable, hay que insistir en la validez del proyecto de Jesús para desde él cambiar la religión cristiana y la Iglesia. El cristiano es ateo de todos los dioses que son incompatibles con esa manera de vivir que asumió Jesús a costa de su muerte, confirmada en la resurrección. Desde ahí podemos entender la filiación divina y humana de Jesús, que nos enseñó a ser hijos de Dios sin dejar de ser hijos del hombre.

1 Estrada, Juan A., ¿Qué decimos cuando hablamos de Dios?, Madrid, Trotta, 2015; De la salvación a un proyecto de sentido. Por una cristología actual, Bilbao, Desclée, 2013.

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