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ENTRE LA ILUSIÓN DEL PODER Y LA PROFECÍA DE LA LEALTAD

Escrito por

Éxodo 95 (sept.-oct.’08)
– Autor: Marcelo Barros –
 
En Córdoba, Argentina (agosto de 2008), en memoria del obispo mártir Enrique Angelelli, en Riobamba, Ecuador, en un congreso de la Iglesia de los pobres (octubre de 2008) y en Asunción, con ocasión de una reunión de cristianos llegados para participar en la toma de posesión del nuevo presidente Fernando Lugo, todos demostraron su preocupación por el autoritarismo de amplios sectores de la jerarquía eclesiástica.

El día 6 de septiembre de 2008 se cumplieron 40 años de la clausura de la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín (Colombia). Según el padre José Comblin, esta conferencia representó el nacimiento de una Iglesia católica con cara y cuerpo de los pueblos latinoamericanos y caribeños. En el mismo año de 1968 tuvo lugar en Upsala la Cuarta Asamblea General del Consejo Mundial de Iglesias con el sugestivo tema “Hago nuevas todas las cosas” (Apoc 21, 7).

Hoy nos preguntamos qué herencia queda de estas conferencias eclesiales proféticas. En la línea del “ver, juzgar y actuar”, propongo que reflexionemos, no ya sobre Medellín, sino sobre nuestra misión profética en nuestras iglesias de hoy y en el mundo actual.

1. LA FÁCIL TENTACIÓN DE UN FUNDAMENTALISMO LIGHT

En principio, fundamentalismo light es una contradicción, ya que todo fundamentalismo se caracteriza por la rigidez doctrinal y por la intransigencia de no abrir la mano de los llamados fundamentos.

Muchos estudiosos han llamado la atención sobre una crisis estructural de la mayoría de las religiones. Algunos comentan que, en la sociedad del conocimiento, las viejas religiones, pensadas para sociedades agrarias, ya no tienen sentido, a no ser que revisen todo su aparato dogmático e institucional (Mariano Corbí). Otros, principalmente latinoamericanos, hacemos un análisis más dialéctico y distinguimos entre los elementos de la religión que están en crisis y otros que parecen estar en pleno apogeo, como la religiosidad más libre y espiritualista. De cualquier modo, la mayoría está de acuerdo en que existe una crisis. En muchas Iglesias cristianas, las jerarquías procuran salir de la crisis fortaleciendo las estructuras y aumentando la rigidez de la doctrina. A esto, en la Iglesia católica, João Batista Libânio calificó de “vuelta a la gran disciplina”.

En esta onda conservadora y legalista, presente en la mayoría de las iglesias, surge el fenómeno que podríamos llamar “versión light del fundamentalismo”. En la Iglesia católica, desde el comienzo del papado Ratzinger, las ideas fundamentalistas son asumidas como oficiales. El papa actual se muestra claramente contra todo lo que el Concilio Vaticano II representó como espíritu. Está convencido de que la cultura occidental se identifica simbióticamente con la cultura cristiana y quiere salvar al mundo del pernicioso relativismo de la sociedad moderna. El hecho de que el papa asuma esa posición hace que muchos obispos y curas que, en otro contexto, podían ser más abiertos, adopten un fundamentalismo de conveniencia. “Tratar el magisterio eclesiástico del mismo modo como los protestantes fundamentalistas tratan la Biblia se constituye hoy en un verdadero fundamentalismo papal, cada día más respaldado en los medios eclesiásticos y clericales católicos”.

2. LA GENIALIDAD DEL PAPADO Y SUS CONTRADICCIONES

Ninguna otra religión o Iglesia tiene un fenómeno como el papado. Se fue construyendo durante la Edad Media, a partir del siglo IV. “Es la institución más famosa de todo Occidente”, según Toynbee.

No hay ninguna prueba histórica de que Roma haya tenido obispos antes del siglo II, y sólo más tarde los obispos de Roma asumieron, junto con toda su Iglesia local, un ministerio de testimonio cualificado de fe y de construcción de unidad, sin que eso implicara ninguna autoridad jurídica respecto a las otras iglesias. Así, el canon 28 del Concilio de Cartago, en 419, excomulga a los que apelan a Roma (CChrSL 149, 190-191). El papa era uno de los patriarcas de las sedes primadas y apostólicas. Sólo en la época del Dictatus Papae (Gregorio VII, 1087) es cuando el papa exige para sí la

autoridad absoluta e incuestionable.

A lo largo de la historia, frente a los conflictos y tendencias radicales de algunos grupos e iglesias, la Iglesia de Roma generalmente siempre ha sabido demostrar una sabiduría y un equilibrio increíble digno de elogio y agradecimiento. En tiempos del Imperio, por cierto, las iglesias locales preferían que los obispos fueran nombrados por el papa y no por los emperadores. Ahora, sin embargo, en el comienzo del siglo XXI, cuando ya no existen estos problemas políticos con los gobiernos, la centralización de Roma continúa igual y hasta más fuerte que nunca. Parece que trata de demostrar que no cree ni valoriza a las Iglesias locales. Funciona igual que todos los gobiernos absolutistas y no admite disidencia alguna y ni siquiera la diversidad. Los últimos papas, principalmente Pablo VI y Juan Pablo II, fueron conscientes de que el ministerio del papa es el mayor obstáculo para la unidad de las iglesias y el diálogo ecuménico. En 1995, Juan Pablo II pensó en “buscar juntos las formas por las que este ministerio papal pueda realizar un servicio de amor reconocido por todos (…) Es una tarea inmensa que no puedo llevar a cabo yo solo” (Ut unum sint, 95-96). Al mismo tiempo en que insistía en este diálogo, el mismo Juan Pablo II firmó el motu proprio Ad Tuendam Fidem (1998), en el cual declara:

“Para defender la fe de la Iglesia católica contra los errores que se levantan por algunos fieles, especialmente de los que se dedican específicamente a las disciplinas de la Sagrada Teología, a mí, cuya tarea principal consiste en confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32), me parece totalmente necesario que en los textos vigentes del Código de Derecho Canónico y del Código de los Cánones de las Iglesias Orientales se establezcan normas por las que expresamente se imponga el deber de observar las verdades propuestas de modo definitivo por el magisterio de la Iglesia, y se indiquen también las sanciones canónicas sobre esta misma materia” (Ad Tuendam Fidem, n. 1).

El motu proprio deja claro que, a partir de ahora, los fieles no están sólo obligados a creer en el magisterio oficial y solemne que declara una verdad de fe, sino también en el magisterio ordinario del papa y de los dicasterios romanos: Can. 598 – § 1. “Hay que creer con fe divina y católica en todo lo que contiene la palabra de Dios, escrita o transmitida por la Tradición, o sea, en el único depósito de fe confiada a la iglesia, cuando al mismo tiempo es propuesto como divinamente revelado, bien sea por el magisterio solemne de la Iglesia, bien por su magisterio ordinario y universal”.

El que conteste o cuestione cualquier decisión del papa o de la jerarquía, a partir de este documento, “será castigado con justa pena” (Canon 1371).

“Se debe, por lo tanto, aceptar y creer también todo lo propuesto de manera definitiva por el magisterio de la Iglesia en materia de fe y costumbres, es decir, todo lo que se requiere para conservar santamente y exponer fielmente el depósito de la fe. Se opone, por lo tanto, a la doctrina de la Iglesia católica quien rechaza estas propuestas consideradas como definitivas”.

Evidentemente, estamos lejos del tiempo en que Pablo VI reconocía el derecho a la legítima divergencia en la Iglesia y en lo que el papa entendía que, sin un ambiente mínimo de libertad de pensamiento, no es posible la investigación teológica. El Concilio Vaticano II nos había enseñado a distingir entre la fe y la expresión de la misma, o sea, a relativizar el dogma, aunque es importante y útil. Cuando se absolutiza el dogma, se cae en el dogmatismo. El propio cardenal Joseph Ratzinger había escrito: “El derecho eclesial único, la liturgia unitaria, un mismo modelo, único, de nombramiento de obispos por Roma, a partir del centro, estas cosas no forman parte del primado, pero se advierten cuando ambos ministerios (el de papa y el de patriarca) se encuentran en una sola persona. Así, deberíamos considerar, en el futuro, una distinción más nítida entre la función propiamente dicha de sucesor de Pedro y la función patriarcal”.

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