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EN EUROPA, LA CRISIS SE LLEMA EURO

Éxodo 113 (marz.-abr.) 2012
– Autor: Francisco Martín Seco –
 
Dice el antiguo adagio griego que aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco. Según esto, parece que los dioses se han puesto en contra de los pueblos europeos y conspiran para arruinarlos, ya que sus dirigentes han enloquecido. Cuando la recesión se asoma a la economía de Europa, los gobiernos por toda solución se confabulan para endurecer los ajustes, realizar reformas regresivas como la laboral y cerrar cualquier salida que no pase por el déficit cero.

La locura, la hybris, ha estado presente, al menos desde el Acta Única en el proyecto europeo. Sus dirigentes han intentado lograr lo imposible, al tiempo que trufaban de ideología neoliberal la teoría económica. En su soberbia, descalificaron las advertencias que venían del otro lado del Atlántico, atribuyéndolas al miedo que causaba en EE UU una moneda europea capaz de competir con el dólar, y acallaron y despreciaron por todos los medios a su alcance las pocas voces que nos manifestamos contrarias en el interior, colocándolas en el saco de lo políticamente incorrecto, a pesar de que los razonamientos económicos más elementales indicaban que una unión monetaria sin unión política y fiscal estallaría a medio plazo llena de contradicciones.

En Maastricht y en todo el recorrido posterior se fijaron como objetivo, con el fin de construir la Unión Monetaria, la convergencia nominal entre las economías de los países, despreciando y pasando por alto la convergencia real y, a la hora de diseñar un banco central, prestaron atención exclusivamente al control de la inflación y se olvidaron del crecimiento. La hybris, una vez más, les cegó y no percibieron que los fracasos de los dos intentos realizados para construir un sistema de cambios fijos (Serpiente Monetaria y Sistema Monetario Europeo) eran señales inequívocas de adónde les podía conducir la Unión Monetaria si persistían en su error.

Llevados por el odio hacia lo público, en el mal llamado Pacto de Estabilidad y Crecimiento, atendieron únicamente al déficit y a la deuda pública, y no quisieron considerar que la variable importante –tal como entonces algunos ya dijimos- es el saldo de la balanza por cuenta corriente. Son el déficit y el endeudamiento exterior los peligrosos, bien tengan un origen público o privado.

Al crear en 1944 en Bretton Woods el sistema monetario internacional (sistema de tipos de cambio fijos), no tuvieron ninguna duda de que era el déficit de la balanza de pagos la variable relevante a efectos de mantener equilibrado el sistema. Keynes, con buen criterio, fue más allá y defendió que no fuesen únicamente los países deficitarios los obligados a las correcciones, sino también todos aquellos que presentaban superávit. Esta propuesta, sin embargo, no fue aceptada por EE UU, país entonces con fuerte superávit en su balanza de pagos, pero sí debería constituir ahora un claro requerimiento a Alemania.

Hoy, tímidamente, es verdad, hay quien se atreve, incluso en las más altas instancias de los organismos comunitarios, a sugerir que el factor desestabilizador es el déficit de la balanza por cuenta corriente, aunque tales planteamientos no tienen ninguna plasmación ni en el discurso oficial ni en la práctica. Los mandatarios europeos continúan poseídos por la locura y, pese a la crítica situación en que se encuentra la Eurozona, siguen impertérritos pendientes exclusivamente de la estabilidad presupuestaria, colocando más y más corsés a los países. Tal comportamiento solo puede producir un resultado: estrangular las economías. Con lo que tampoco cesará la ofensiva de los mercados que seguramente tienen más en cuenta el estado de la actividad económica que el saldo presupuestario.

A los Estados se les está privando de todo mecanismo de defensa. El mercado único les impide utilizar cualquier medida proteccionista frente a la invasión de productos extranjeros; el Acta Única, con la aceptación de la libre circulación de capitales, les veda la utilización de medidas de control de cambios; la Unión Monetaria les ha despojado de la moneda propia y por lo tanto de la posibilidad de devaluar la divisa, al tiempo que se les cierra el recurso a un banco central que les respalde. La situación de muchas de estas naciones es crítica y como única solución ahora se les ofrece un pacto por el que se les pretende arrebatar la capacidad de acompasar la corrección de sus déficits según las circunstancias y necesidades. A muchas de ellas, entre las que se encuentra España, se les está colocando una camisa de fuerza que ahoga sus economías y que ciega cualquier salida. Y todo ello sin que existan las contrapartidas necesarias: una Hacienda Pública única que pueda compensar los desequilibrios que el mercado único y la Unión Monetaria generan entre los distintos países. Se reclama a los Estados ceder soberanía, pero ¿a quién?, ¿a organismos internacionales carentes de cualquier legitimidad democrática? ¿A Merkel y Sarkozy?

Lo más grave de la situación actual es que a estas alturas continuamos errando en el diagnóstico. Seguimos pensando que el problema reside en la prodigalidad de Grecia y de otros países periféricos o que la causante de esta situación es la crisis importada de EE UU, o incluso los más críticos atribuyen la causa a la política suicida de ajustes impuesta por Alemania al resto de los países. Todos estos factores pueden ser reales y es posible que hayan contribuido a aumentar el laberinto en el que se encuentra la Eurozona, pero ninguno de ellos es la causa última. El fondo del asunto se encuentra en las contradicciones del proyecto y en la inviabilidad de una unión monetaria sin verdadera unión fiscal, a la que Alemania no estará dispuesta nunca porque toda unión fiscal, por poco progresiva que sea, conduce a fuertes flujos de recursos de las regiones más opulentas a las menos favorecidas.

En Europa, se quiera o no, la crisis se llama euro y no desaparecerá hasta que la Unión Monetaria se rompa. Los políticos se niegan a aceptar que se han equivocado. Solo los enormes intereses en juego pueden ocultar el verdadero diagnóstico, diagnóstico que estaba claro desde el principio. En el libro que acabo de publicar en la editorial Península recojo el siguiente artículo que escribí hace quince años, en el diario El Mundo:

“Haríamos mal, no obstante, en pensar que a corto plazo las contradicciones del proyecto Unión Monetaria (UM) van a generar un fuerte cataclismo económico y financiero. No es previsible, sobre todo porque las fuerzas capitalistas y empresariales están fuertemente interesadas en el proceso. Más bien puede suceder lo contrario: que la aparición del euro se salude de momento con cierta euforia financiera y económica, tal como ya está ocurriendo en estos momentos. Pero los envites económicos se dilucidan a medio y a largo plazo, y ahí sí que, ineludible y progresivamente, irán surgiendo todas las incoherencias y las lacras del diseño adoptado.

Los ciudadanos europeos se irán percatando de que la idea de democracia se les escurre poco a poco entre las manos, para quedar reducida a una palabra sin contenido, y que las decisiones económicas, aquellas que afectan fundamentalmente a sus vidas, son tomadas bien por los mercados financieros –eufemismo para indicar los poderes económicos- o bien por instituciones europeas políticamente irresponsables y sobre las que ellos no tienen ninguna influencia. Comprenderán que la UM ha servido para eliminar cualquier riesgo que pudiera acechar a los dueños del dinero, alejándoles de los peligros de la inflación o de las devaluaciones, pero a condición de ir aumentando gradualmente los de la mayoría de la población, comenzando por la amenaza del desempleo o de la precariedad laboral, y terminando por las contingencias sociales, cada vez menos cubiertas por los sistemas públicos de protección.

Los sistemas fiscales en un mercado único con libre circulación de capitales sin armonización fiscal y en el que, con enorme hipocresía, se admite la existencia de paraísos fiscales para los que no se establece la menor sanción, irán perdiendo paulatinamente progresividad y recayendo en exclusiva sobre los trabajadores, mientras las rentas empresariales y de capital se ven exentas de toda tributación ante el chantaje de emigrar a otros territorios dentro de la Unión más confortables fiscalmente.

Las enormes tasas de paro actuales, lejos de reducirse, se incrementarán espoleadas por la política deflacionista de una institución, el BCE, que tiene como única misión la estabilidad de precios, y por la carrera sin fin de los Estados por tener la menor tasa de inflación -¿hasta dónde?- con la que ganar competitividad y aumentar así su participación en ese mercado único. Ningún Estado se preocupará de agrandar la tarta, tan solo de robar un trozo de pastel al vecino. Ante una política monetaria común y la imposibilidad de modificar el tipo de cambio, los salarios se transformarán en la única variable de ajuste posible, incluso cuando el desequilibrio venga motivado por el hecho de que los empresarios pretendan obtener más beneficios.

La dimensión exigua, casi ridícula, del presupuesto comunitario imposibilita la existencia de verdaderos mecanismos de compensación interterritorial capaces de neutralizar los desequilibrios regionales que la moneda y el mercado único generarán. Los actuales fondos estructurales y de cohesión son un remedo, cuantitativamente inoperantes, pero su existencia incluso se cuestiona para el futuro. Bienvenido sea el euro, regocijémonos ahora, porque tras la euforia y el triunfalismo aparecerán muy pronto los obstáculos y las complicaciones” (El Mundo, 16 de marzo de 1998).

Creo que, por desgracia, estos vaticinios se van cumpliendo al pie de la letra. ¿Clarividencia? No. Simple realismo y carencia de intereses y prejuicios.

En estos momentos son bastantes ya los que afirman que la Unión Monetaria no es viable sin unión fiscal, lo que resulta una verdad evidente. La pena es que muchos de los que ahora lo proclaman no lo hiciesen en su momento, antes de la creación del euro. Por ejemplo, Delors y todos los que componían el gobierno español cuando se aprobó el Tratado de Maastricht. Entonces ni siquiera se aceptó una armonización fiscal y, sin embargo, todos se mostraron exultantes y se conformaron con los raquíticos fondos de cohesión.

Me temo, además, que las palabras y el lenguaje se trastocan una vez más y se emplea la expresión unión fiscal de forma caricaturesca y distorsionada. Así lo hace, desde luego, la señora Merkel cuando la reduce al mero control del déficit público. ¿Cómo se puede hablar de unión fiscal si los países tienen sistemas impositivos totalmente diferentes, con exenciones, deducciones y tipos divergentes, y juegan entre ellos al dumping fiscal? Además, aun cuando se lograse la armonización, estaríamos muy lejos todavía de constituir una unión fiscal. La armonización debería haber sido un paso ineludible antes del Acta Única y de haber aceptado la libre circulación de capitales, pero resulta insuficiente tras la Unión Monetaria. Ante las divergencias en las economías reales y la imposibilidad de devaluar, se precisa una Hacienda Pública común capaz de asumir una adecuada función redistributiva entre las regiones, y un presupuesto comunitario cuantitativamente significativo equivalente al de cualquier Estado, con potentes impuestos propios y con capacidad para atender los gastos y las prestaciones sociales de toda la Unión.

Una verdadera unión fiscal es la que se ha realizado entre las dos Alemanias, por cierto financiada en buena parte por el resto de la Unión Europea. Claro que no es esta la unión fiscal que Merkel propone, ni la que está pensando para Europa. Nunca aceptaría una transferencia de recursos tan cuantiosa entre países ricos y pobres como la que se seguiría de tal integración. Pero sin esta unión fiscal, la Unión Monetaria deviene imposible, porque lo que ahora se está produciendo es una transferencia de fondos -quizá de importe similar- en sentido inverso, transferencia a través del mercado, opaca y encubierta, pero no por eso menos real. El mantenimiento del mismo tipo de cambio entre Alemania y el resto de los países empobrece a estos y enriquece a aquella; ocasiona un enorme superávit en la balanza de pagos del país germánico mientras que en las de las otras naciones se genera un déficit insostenible. Se crea empleo en Alemania y se destruye en los demás países miembros.

En contra de lo que se cree, no son Alemania ni los demás países del norte los paganos de esta situación. No han avalado por un euro más de lo que les corresponde proporcionalmente a su tamaño, es decir, exactamente igual que Francia, España, Italia, Bélgica, etc. A los países rescatados (más que rescatados, hundidos) -tales como Grecia, Irlanda o Portugal- tampoco se les ha regalado nada, se les ha prestado el dinero a un tipo elevadísimo, y todo ello a cambio de perder la soberanía popular y por la única razón de que el BCE, por la presión de Alemania, no actúa como un verdadero banco central.

No, Alemania no es la pagana, sino la beneficiaria y receptora de fondos. En primer lugar, porque, gracias a tener atados de pies y manos a los otros países, se está financiando a un tipo privilegiado, que tiene como contrapartida las altas tasas de interés que los demás tienen que pagar. En segundo lugar y principalmente porque, al mantenerse fijo el tipo de cambio, la economía alemana gana competitividad mientras que el resto de los países la pierden. Los problemas no provienen de los dispendios y derroches de los países del sur como quiere hacer ver la canciller alemana, sino de las implicaciones previsibles de un proyecto contradictorio e insensato, la Unión Monetaria.

Lo que resulta más sorprendente es la postura de los gobiernos del resto de los países comenzando por Francia, que han asumido, en una especie de síndrome de Estocolmo, los planteamientos alemanes que conducen a sus economías al abismo; y aún más sorprendente si cabe la de todos esos comentaristas españoles que dicen ponerse en el lugar de Alemania y mantienen la tesis de la prodigalidad de los países del sur. Lo menos que se puede decir de los bancos españoles, irlandeses o italianos es que han actuado de forma irresponsable, pero no más que los alemanes o los franceses.

Aun cuando entonces casi nadie quería reconocerlo, la UM, tal como se diseñó en Maastricht y se ha desarrollado posteriormente, resulta inviable. Los acontecimientos lo están demostrando. Pero la gran mayoría continúa sin asumir el problema en toda su dimensión y piensa que se puede arreglar con parches. La única solución factible pasa por constituir una verdadera unión económica en todos sus aspectos, pero eso los países ricos no quieren ni oír hablar. Quizá sea lógico, pero en tal caso Alemania no debería haber planteado nunca una unión a la que no está dispuesta y, sobre todo, los gobiernos de los demás países no deberían haber aceptado jamás un modelo que conduce a las economías de sus respectivos Estados al abismo, ni deberían continuar mareando la perdiz con medidas traumáticas que lejos de solucionar la situación la empeoran de cara al futuro.

Los mandatarios europeos harían bien en cantar la palinodia, reconocer que se han equivocado y dedicarse a trazar con el mayor sigilo un plan coherente y lo menos traumático posible para desandar el camino andado. Aferrarse a la idea de mantener como sea la UM va a tener consecuencias muy graves para todos los países, pero en mayor medida para los periféricos que, gracias a la moneda única, presentan importantes desequilibrios y un fuerte endeudamiento.

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