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EN BÚSQUEDA DE LA DIMENSIÓN CULTURAL DE LA SOSTENIBILIDAD

Éxodo 103 (marz.-abr.’10)
– Autor: Victor Manuel Toledano y Narciso Barrera-B –
Entre tradición y modernidad

Si aceptamos que vivimos las consecuencias de una profunda crisis como resultado del despliegue de la civilización industrial, es decir del mundo moderno, entonces una de las claves para la correcta comprensión de esa crisis atañe a la significación cultural de los mundos que se ubican antes y/o periféricos a ese mundo moderno. Lo tradicional como opuesto a lo moderno conduce a una primera exploración, aunque sea ésta general y esquemática, que nos ayuda a una adecuada interpretación de la crisis contemporánea. Esta división permite, en especial, trazar por contraste los valores supremos del mundo moderno, es decir adquirir distancia suficiente para ubicar los principales rasgos de la modernidad.

Si los mundos tradicionales se hunden hasta lo más remoto de la historia humana, el mundo moderno resulta un engendro de apenas unos trescientos años. Un origen difícil de precisar pero que se ubica en algún punto donde confluyen industrialismo, pensamiento científico, mercado dominado por el capital y uso predominante de energías fósiles. A pesar de esta frontera difusa, vista en la perspectiva de la historia de la especie humana, con unos 200.000 años de antigüedad, el advenimiento de la era moderna ocurrió en apenas “un abrir y cerrar de ojos”. A partir de entonces y en unas cuantas décadas se pasó de un metabolismo orgánico a un metabolismo industrial. La crispación que hoy vivimos se debe, fundamentalmente, a lo ocurrido en los últimos cien años, un lapso que equivale solamente al 0,05% en la historia de la especie humana. En el parpadeo del último siglo, todos los procesos socioecológicos se aceleraron, incrementando sus ritmos a niveles nunca vistos y generando fenómenos de tal complejidad que la propia capacidad del conocimiento humano ha quedado desbordada. El siglo XX ha sido entonces el periodo de consolidación y expansión planetaria del mundo moderno, industrial, capitalista, racional, tecnocrático e individualista. ¿De qué manera y en qué intensidad dichas transformaciones cambiaron la visión humana del mundo?

LA ECOLOGÍA SAGRADA

Durante más del 99% de su historia, el ser humano aprendió a convivir y a dialogar con la naturaleza, al considerarla una entidad sagrada cuyos elementos principales, esto es, los no-humanos, tenían la capacidad de decidir el curso de la vida al estar cargados de fuerzas y sustancias sobrenaturales. De allí el intenso diálogo con sus deidades. Esta ecología sagrada, como la ha llamado Fikret Berkes, dotó a los seres humanos de una comprensión integral de la realidad y de la cual él mismo se ubicó como un componente más. Ello le permitió mantener una relación de respeto hacia los entes naturales, cuidando no traspasar los límites de los procesos de dicha naturaleza sacralizada. Todo ello mediante un fértil conocimiento sobre su entorno y una constante negociación con los elementos que la constituían.

Así, la distancia entre el sujeto y la realidad quedó trascendida, naciendo el encantamiento, la magia, el rito, el mito y, varios miles de años después, la religión. Esta visión sagrada del mundo permitió la cohesión social al establecerse un conjunto de normas cuya transgresión —o el sacrilegio— fueron oportunamente castigadas. Dicha normatividad garantizó tanto un aprovechamiento adecuado de la naturaleza como la salud de los individuos, el uso de los alimentos y las relaciones sociales y sexuales. Mediante estas instituciones se intentó establecer un equilibrio entre el trabajo de los humanos y los nohumanos, incluyendo a los entes sobrenaturales, con el objeto de lograr una sana convivencia basada en la reciprocidad y el trabajo en comunidad. Dicha visión sagrada sobre el mundo, lograda a través del animismo, totemismo y el naturalismo, fue el soporte que permitió al Homo sapiens no sólo su permanencia y expansión planetaria, sino su avance en términos de organización social y productiva, comunicación interindividual y grupal, conocimientos y tecnologías.

Durante miles de años, el animal humano incrementó sus poblaciones, colonizó todos los ámbitos del planeta, se hizo sedentario, domesticó plantas y animales, dominó nuevos metales y materiales, aprendió a modelar el paisaje y manejar el agua, y terminó formando núcleos urbanos y sociedades cada vez más complejas y estratificadas. El cosmos sagrado fue la clave, su fórmula secreta. Y lo sagrado, afirma Roger Caillois, es una energía peligrosa, incomprensible, difícilmente manejable, pero enormemente eficaz. Por ello, el mono desnudo ha sido un prolífico, casi obsesivo, creador de creadores.

LA VISIÓN PROFANA DE LA NATURALEZA

Esta visión sagrada del mundo se resquebrajó, primero, con el advenimiento de los grandes monoteísmos (cristianismo, judaísmo, islamismo, hinduismo), con dioses humanizados, urbanos, masculinos e intolerantes y con poca conexión con el mundo de la naturaleza. Varios siglos después, un segundo quiebro se produjo con el arribo de una manera no religiosa de mirar el mundo, esto es, la ciencia. El surgimiento del pensamiento científico cambió la visión que se tenía hasta entonces sobre la naturaleza, a la cual concibió como un sistema externo, como una máquina que había que analizar y fraccionar con el objeto de lograr su dominio y “explotación racional”, y cuyas partes podían ser sustituibles. Así se trastocó el pensamiento organicista mediante la lógica mecanicista.

En su extraordinaria obra Los Sonámbulos: historia de la cambiante cosmovisión del hombre, Arthur Koestler hace notar cómo en el cortísimo lapso de solamente cinco generaciones (de Copérnico a Newton), el Homo sapiens sufrió el más decisivo de los cambios en su visión, modificando una tradición de 200.000 años. Los siguientes tres siglos imprimieron una historia continua de transformaciones vertiginosas, inusitadas y hasta compulsivas. La ciencia apuntaló a través de la tecnología el desarrollo del capitalismo y éste impulsó a niveles inimaginables el desarrollo de la ciencia. Dicho contubernio racionalista dio lugar a una nueva etapa del devenir humano: la civilización industrial.

El conocimiento tecno-científico permitió la construcción de máquinas cada vez más sofisticadas, de edificios, puentes, aparatos, carreteras, sustancias artificiales, fuentes de energía, materiales diversos, medicamentos, medios de comunicación y de transporte y, finalmente, de armas y otros instrumentos de destrucción masiva. El poder de la especie humana se multiplicó a niveles sin precedentes, tanto para construir como para destruir. El mundo moderno, profano, racionalista y pragmático, que fue y sigue siendo un producto del conocimiento racional, modificó radicalmente visiones, instituciones, reglas, costumbres, comportamientos y relaciones sociales. Aquí, el conocimiento triunfó sobre la creencia.

La ciencia dio lugar al nuevo “cosmos oficial” del mundo moderno. El conocimiento científico alimenta la visión tanto del macrocosmos (fundamentalmente derivado del trabajo de astrónomos y astrofísicos) como del microcosmos (proveniente de la citología, la bioquímica, la biofísica, la biología molecular y la genómica). Sobre este cosmos profano que vislumbra de manera variopinta todo ciudadano moderno, se montan, a manera de componentes no deseados, de asistentes no invitados al convite, toda una serie de otros cosmos, secundarios, subalternos, marginales o alternativos, que se empeñan por mantener vigente, de mil y una maneras, un cosmos sagrado. En la segunda metrópoli más grande del mundo, esto es, en la ciudad de México, el número y la variedad de prácticas mágico-religiosas para curar las dolencias del ser humano es de tal envergadura que rivaliza y hasta quizás supera al sistema público y privado de medicina occidental o moderna 6. Y lo mismo puede decirse, por ejemplo, del estado de California en los Estados Unidos de Norteamérica, la primera economía del mundo en donde la oferta de paradigmas curativos alternativos enraizados en una visión sagrada o espiritual es casi infinita.

Pero el imperio de la razón, el triunfo del pensamiento objetivizante, que fue el elemento esencial para el advenimiento del mundo moderno, generó a su vez una nueva contradicción. El racionalismo, que ineludiblemente separa al sujeto del objeto de su observación y análisis, profanó una visión del mundo que había prevalecido y operado exitosamente durante el largo pasado, quebrando la unidad que existía entre individuo, sociedad y naturaleza, un logro obtenido mediante la sacralización de la realidad.

Una nueva escisión de la existencia hizo su aparición en el ser moderno, la misma que lo envió nuevamente a los tiempos arcaicos, un retorno tan paradójico como inesperado. Ante ello, sin embargo, esta vez la visión secularizada, objetiva y finalmente científica de la realidad, prometió mitigar la angustia mediante una oferta tentadora: la construcción de un mundo pleno de satisfactores, cómodo y seguro, donde quedarían satisfechas la mayor parte de las necesidades terrenales. Este “mundo feliz” tendría como sus fundamentos el uso creciente y perfeccionado de los conocimientos científicos y tecnológicos, puntualmente orientados, como veremos después, por un “ente” económico superior: el mercado. La fe en el progreso, el desarrollo y un futuro cada vez mejor compensó la ausencia de creencias divinas en lo que devino la nueva concepción moderna y racional de la realidad y terminó por sustituirlas.

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