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EL NEOLIBERALISMO: CÓMO EMPEZÓ TODO

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Éxodo 91 (nov.-dic.’07)
– Autor: Joaquín Arriola –
 
El neoliberalismo lleva ya más de dos décadas ejerciendo su hegemonía social y cultural. Por tanto, se puede calificar ya como un fenómeno que marca una época histórica que aún está lejos de haber agotado su ciclo. De hecho, es bajo la ideología del neoliberalismo que el comunismo europeo desapareció, que el comunismo asiático se abrió a las corrientes de comercio y la producción global, y que la socialdemocracia abrazó la ideología de la gestión mercantil como modelo de organización social. El neoliberalismo es por tanto un proyecto social que ha tenido importantes victorias en el proceso de implantación de su programa en todo el mundo.

La base esencial de dicho proyecto consiste en la creencia de que sólo las decisiones basadas en los criterios de mercados son eficaces, y por tanto, las decisiones colectivas, organizativas, son en el mejor de los casos un mal menor transitorio. La increíble fuerza expansiva de esta ideología estriba en que el agotamiento económico del modelo de capitalismo organizativo vigente entre los años 1930 y 1970, coincidió en el tiempo con el fracaso político del modelo de organización no capitalista (el comunismo), creando las condiciones para que se aplicara una receta que, como se señala en los artículos de este número, ha provocado la mayor concentración de riqueza y de poder de la historia de la humanidad en un reducidísimo espacio de tiempo, en escala histórica.

CONSUMO Y PODER

Hay varios factores que señalan cierto agotamiento del modelo de capitalismo organizativo, el denominado “fordismo”, hacia finales de los años sesenta. Por un lado, la saturación del mercado sobre la base de los productos existentes introducidos de forma masiva al final de la segunda guerra mundial. Cuando los habitantes de los países centrales empiezan a tener todos los artículos necesarios de consumo (TV, lavadoras, teléfono, vacaciones pagadas, etc.), se comienza a producir una ralentización en las ventas y por lo tanto en el crecimiento. El mercado potencial, que son las grandes mayorías empobrecidas de los países periféricos, no está incorporado al consumo porque su función en el modelo de desarrollo fordista consiste precisamente en trabajar a cambio de un ingreso de subsistencia, y producir a bajo coste las materias primas y algunos bienes de lujo y de consumo obrero que se demandan desde los países centrales. Es sintomático que desde el desencadenamiento de la crisis, a principios de los setenta, sólo dos productos nuevos se han incorporado al consumo masivo de los hogares de los países desarrollados: el vídeo y el ordenador, y donde más cambios se observan es en el contenido de los productos, más que en la aparición de nuevos productos con nuevas funciones: transistores por chips, acero por plástico, cobre por fibra óptica, etc.

Otro factor fundamental en la quiebra del modelo de capitalismo organizativo fue la redistribución del poder en el interior de la fábrica desde el capital hacia el trabajo. Una de las características del modelo es que se alcanzó de hecho el pleno empleo de la fuerza de trabajo. Aunque esta característica solamente abarcó al 20% de la población mundial y durante un lapso de tiempo de no más de dos décadas, entre 1948 y 1968 –en los otros doscientos años del capitalismo, antes y después, no ha existido el pleno empleo de la fuerza de trabajo, de modo que este rasgo es una rareza–. Pese a las limitaciones temporales y espaciales del fenómeno, el hecho de que se produjera en el centro del sistema, y su combinación con el fortalecimiento de los sindicatos y al crecimiento de la negociación colectiva facilitó la organización de la resistencia obrera frente a los cambios tecnológicos en curso.

Esto se tradujo, entre otros, en los siguientes acontecimientos: – Aumento de las tasas de absentismo laboral. – Rechazo a la tecnología de la cadena de montaje y el control numérico de las máquinas. – Sabotajes a la propia cadena de montaje y a las máquinas automáticas. – Reducción impuesta por los trabajadores de los ritmos de trabajo.

Como resultado, la disminución progresiva de la productividad, unida al aumento constante de los salarios, da lugar a la consiguiente reducción del excedente empresarial y de la rentabilidad (los costes aumentan más rápido que los beneficios).

LA DINÁMICA INTERNACIONAL

A los factores anteriores hay que añadir la dinámica política mundial, que reduce aún más el margen de maniobra del capital. El sistema internacional adopta la forma de una jerarquía de naciones, que responde al papel que juegan los diferentes países en la división internacional del trabajo. En la cúspide, en ausencia de autoridades mundiales, se coloca una nación que ejerce de “juez-árbitro” internacional, dictando las reglas del juego en función de las particulares necesidades de reproducción de sus propios capitales. Desde los inicios de la segunda revolución industrial (1871), las nuevas potencias que dominan las tecnologías modernas, Alemania y Estados Unidos, ponen en entredicho la hegemonía británica que dominaba el terreno durante el siglo XIX. Por lo tanto, Inglaterra empieza a perder parte de su influencia en el campo militar (la Armada británica), en el campo económico (la industria textil y siderúrgica) y el financiero (la libra esterlina).

La Primera Guerra Mundial no da lugar a un nuevo periodo de estabilidad político-económica, porque Alemania no logra imponer su dominio y Estados Unidos no ejerce el liderazgo mundial. Los años veinte y treinta son por tanto un periodo de debilidad objetiva del domino capitalista, lo cual facilita el triunfo de la revolución rusa y requiere un nuevo ciclo de enfrentamiento militar para dirimir la nueva jerarquía mundial capitalista (hay que señalar que los propietarios del capital, con todo su amor declarado por el libre mercado, siempre recurren a la acción organizada del Estado, de la fuerza militar para establecer las jerarquías de dominio, dentro y fuera de los Estados nacionales, cuando éstas son cuestionadas seriamente.)

Sólo tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos de América (y el dólar) se coloca a la cabeza de la economía mundial. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era el único país acreedor de cierta importancia y además, su territorio no había sufrido la devastación bélica de los otros países aliados. Tenía, pues, la industria y el dinero suficiente para hacer de locomotora del desarrollo y reconstrucción de Europa y del mundo. Este sistema funciona hasta que la industria de Europa Occidental y Japón están reconstruidas y se presentan frente a frente a disputar los mercados internacionales a las empresas norteamericanas. A partir de los años 60 los tiempos cambian rápidamente y a Estados Unidos le cuesta más mantener su hegemonía económica, teniendo que recurrir de forma continua a la política militar (guerras de Corea, Vietnam, etcétera). Desde finales de los años 60 el oro de la Reserva Federal de Estados Unidos, que sirve para respaldar a los dólares esparcidos por el mundo, no llega a cubrir ni siquiera la quinta parte de estos haberes. Lo cual da origen a la quiebra del sistema monetario internacional cuando el presidente Richard Nixon reconoce en agosto de 1971 que su país no puede garantizar ya transformar los dólares en oro. Se suspende la convertibilidad del dólar con respecto al oro y el sistema económico internacional se viene abajo tal y como estaba funcionando hast la la fecha. En 1976, cinco años después, el FMI reconoce que el sistema monetario ya no existe, se suspende la cotización oficial del oro, se eliminan los controles de tipos de cambio, y con ello se otorga mayor poder al mercado para fijar dichos precios, unas decisiones que señalan el inicio del fin del ciclo de hegemonía financiera norteamericana mantenido hasta la fecha. Es en ese momento cuando los europeos deciden crear el Sistema Monetario Europeo (1978), para regular sus propios intercambios, y posteriormente la moneda única (1999), para librarse de tener que defender los tipos de cambio frente a la especulación de los mercados y librarse de la tutela que de hecho sigue estableciendo Estados Unidos sobre el sistema internacional de pagos con la función de activo de reserva que siguen ejerciendo los dólares de forma predominante.

El debilitamiento del dominio norteamericano se traduce asimismo en la creación de las condiciones para que los países exportadores de materias primas reclamen un mayor precio por sus recursos. Hasta 1973 el modelo fordista había generado una rentabilidad suficiente para el capital, funcionando con unos altos costes salariales unido a una productividad creciente y a unos costes bajos de las materias primas. Esta situación cambia, y el aumento de los precios de las materias primas, en particular la energía (petróleo), agrava la crisis de rentabilidad iniciada con la ralentización de la productividad a finales de los sesenta y las ganancias de las empresas se van a pique, por lo que muchos países experimentan incluso unos PIB anuales negativos –es decir, que no sólo no crecen, sino que se encoge su economía.

LAS RESPUESTAS A LA CRISIS

Esta sucesión de acontecimientos es enfrentada por los gobiernos de la época con los recursos a los que están acostumbrados: como se experimentan severas recesiones, se aplican las recetas tradicionales de aumento del gasto público para contrarrestar la caída de la economía. Pero como la crisis es de largo plazo, el incremento del gasto, unido a la disminución o ralentización de los ingresos, desembocó en una crisis fiscal del Estado.

A finales de los setenta se presentan tres tipos de respuestas y alternativas a la crisis:

LAS ESCUELAS CONVENCIONALES NEOCLÁSICAS Y ORTODOXAS. Son los promotores de la economía de la oferta, de Buchanan / Reaganomics o escuela de la Elección Pública (Public Choice). Para esta teoría, la causa de la crisis se encuentra en el Estado, debido a su excesivo gasto, el efecto que provoca es la disminución de la tendencia a ahorrar e invertir.

Dentro de estas escuelas, los monetaristas, como Milton Friedman y Anne O’Krueger, consideran que la crisis es culpa de las políticas monetaristas de inspiración keynesiana, ya que mucho dinero en circulación implica que se produce un aumento de la inflación y en consecuencia una destrucción de la economía. Algo parecido considera la escuela austríaca de Friederick Von Hayek, para los cuales, es el crédito barato lo que implica que se produzca la inflación de crédito.

Estas corrientes están presentes en los partidos de oposición en los países occidentales durante el periodo de 1973 a 1979. Y cuando los conservadores llegan al poder en los años ochenta, es con estas ideas que aplican las nuevas políticas económicas.

LAS TEORÍAS KEYNESIANAS. Alain Barrére, James Tobin o John K. Galbraith son algunos de sus representantes. Consideran que hay una crisis de organización producida por el resultado del sistema de producción y reparto. La alternativa keynesiana es crear un nuevo pacto social (vgr., al estilo de los Pactos de la Moncloa en la España de 1978). Su fracaso está asociado a que las nuevas teorías y los políticos del nuevo poder ven a la clase obrera como parte del problema, no de la solución. Y también al hecho de que no garantizan un rápido aumento de la rentabilidad del capital, por lo cual son desechadas por los nuevos gobiernos.

LOS MARXISTAS. En general, la alternativa que visualizan estos autores pasa por sustituir el sistema capitalista por otro en el cual el mercado esté subordinado a la lógica social, y no al revés. La principal debilidad de los economistas marxistas se encuentra en que sus propuestas no forman parte del programa político de ningún sector social relevante en los países desarrollados.

LA CONTRAOFENSIVA DEL CAPITAL

A partir de 1980 se produce un cambio fundamental. Una nueva conciencia se va adueñando de los líderes del mundo capitalista, que interpretan las dimensiones estructurales de la crisis como un desafío desde diversos ámbitos a la propia supervivencia del modelo capitalista, y por tanto se articula una respuesta que es, en primer lugar, política. Los asesores keynesianos son expulsados del gobierno en Estados Unidos, y Ronald Reagan sucede a Jimmy Carter y Margaret Thatcher a los laboristas británicos. Se comienza a aplicar el programa que deriva de análisis y estudios como el Informe de la Comisión Trilateral sobre la “gobernabilidad” de las democracias. Ya en 1975 Michel Crozier, Samuel P. Huntington y Joji Watanuki en su informe “La Crisis de la Democracia”, señalaban como culpable principal de la situación a un cierto relajamiento de controles sobre la sociedad; un “exceso de democracia” habría devenido en “libertinaje” frente a las responsabilidades individuales, por culpa de un Estado excesivamente protector, que mediante políticas de pleno empleo y gasto social y una legislación favorable al trabajador, estaría gravando excesivamente los beneficios empresariales, y facilitando la indolencia y desmotivación de los empleados hacia el trabajo. Respecto al tercer mundo, todo se echa en la cuenta del ascenso del “comunismo”, que era la forma de denominar en la época a todo intento de autonomía nacional, económica o política, por parte de un gobierno de un país pobre, por ejemplo a la hora de fijar los precios de sus productos naturales de exportación.

Los años ochenta viven el inicio de la contraofensiva del capital, bajo un nombre con resonancias dieciochescas: el neoliberalismo se presenta como la estrategia más adecuada para resolver la pandemia reinante. Las medidas más importantes aplicadas se orientaron en tres dimensiones:

Continuar la Guerra Fría con el rearme ideológico del proyecto conservador (pasar de la lucha defensiva interna –Estado de bienestar, “keynesianismo”– a la lucha ofensiva interna: postmodernismo, nuevo individualismo) y combatir en el espacio ocupado por el comunismo, utilizando la penetración de los nuevos medios de comunicación de masas (cine, música, tv, vídeo). En esta dimensión “cultural” hay otros componentes más sutiles como es el deterioro de la calidad de información en los periódicos y medios de comunicación, con el objetivo de reducir la participación ciudadana y el exceso de democracia, en opinión de los trilateralistas. Ello contribuye a reforzar el carácter elitista de las personas que toman las decisiones del Estado que afectan al conjunto de los ciudadanos.

Un factor político clave en el triunfo del neoliberalismo, con importantes consecuencias en el panorama político mundial, ha sido la victoria norteamericana en la carrera de armamentos frente a una Unión Soviética que sucumbió en el intento. Dicha carrera la ganó Estados Unidos porque los recursos destinados a armamentos se obtienen a costa de disminuir los beneficios sociales. No obstante, como en Estados Unidos la carrera de armamentos forma parte del sistema de acumulación de capital, es decir, absorbe gran parte del gasto público aunque no sean empresas públicas las beneficiarias, esta carrera ha servido, indirectamente, para que funcione el sistema capitalista, desde el punto de vista de la acumulación, ya que a través de la vía militar se ha logrado transformar el esfuerzo militar en producción de bienes y servicios de distribución universal. Los avances militares se han financiado con presupuesto público y el Pentágono era la unidad económica planificada más grande del mundo. Estos avances tecnológicos de la aviación militar, realizados con inversión pública, acabaron transfiriéndose a Boeing, a Lockheed o a General Electric, es decir, a la aviación y a la ingeniería civiles. Las máquinas de control numérico o Internet son un claro ejemplo de tecnología de uso militar transferida a usos civiles. La incapacidad de los soviéticos de realizar una transferencia de este tipo generó un coste social como consecuencia de la carrera armamentística insoportable para el sistema. La tercera revolución industrial, que requiere mecanismos de transferencia horizontal de información con gran dinamismo, inexistentes e incompatibles con el carácter totalitario del sistema soviético, se convirtió en la barrera definitiva para que este sistema fuese derrotado en el plano de la tecnología y la economía.

Desligar el Estado de cualquier atisbo de participación social efectiva, para ponerlo al servicio de la recuperación de la rentabilidad empresarial (políticas de “desregulación y competitividad”, de “ajuste y de privatizaciones”) y provocar una recesión internacional, con aumentos del desempleo, para debilitar el poder de trabajadores y sindicatos (lo que después se denominó política de la “flexibilidad”). Esta medida coyuntural se completó con la incorporación de nuevas tecnologías de automatización de los procesos de producción, reduciendo de forma masiva la necesidad de trabajo.

El pacto social de postguerra entre capital y trabajo en los países desarrollados se apoyó en el miedo de los capitalistas al peligro comunista, es decir, a la posibilidad de perder nuevos territorios y poblaciones para la acumulación de capital. Muerto el perro, se acabó la rabia: desaparecido el miedo del capital, la fuerza política de los trabajadores para imponer su participación en el disfrute de la riqueza social generada se debilita considerablemente.

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