jueves, marzo 28, 2024
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EL DEBATE SOBRE LO PÚBLICO O LA DEFENSA DE UN ESTADO DEL BIENESTAR POSIBLE

Éxodo 92 (ener.-feb.’08)
– Autor: Luis Enrique Alonso –
 
“El Estado del bienestar no es sólo un seguro contra las crisis laborales, sino que es la piedra angular de la democracia”Ulrich Beck

INTRODUCCIÓN

Desde finales de los años setenta venimos asistiendo a un argumento repetidamente difundido y ampliado por todas las instancias oficiales y oficialistas; este argumento es el de que es económicamente imposible mantener y garantizar los derechos sociales de postguerra si queremos mantener la economía de mercado y con ello la libertad y la democracia misma. En la postcrisis de los años ochenta, justo en el momento de una fuerte reestructuración tecnológica y productiva a nivel global, la intervención estatal de corte keynesiano se consideró generadora de la expansión desordenada del gasto público y de los déficit estructurales de ello derivados. Justo en el momento de la marcha hacia la flexibilización tecnológica, jurídica y social del sistema económico un elemento como los derechos sociales, de cierta seguridad y rigidez normativa frente al azar del mercado, se presentaba como un elemento de rigidez desmovilizadora y desmotivadora inaceptable para una economía fundamentalmente basada en el beneficio privado.

El cambio de turno de la intervención estatal se hacía así evidente, el peso de la acción pública sobre la demanda agregada –sobre todo mediante las políticas sociales del Estado benefactor– se iba relativizando justo cuando comenzaban a considerarse fundamentales los problemas económicos por el lado de la oferta y en especial los que se conectaban con la productividad, la renovación tecnológica y la preparación de los mercados de trabajo para aprovechar el uso de las ventajas comparativas de las políticas de remercantilización institucional y técnica. Esta intensa ofensiva contra las intervenciones estatales de tipo “bienestaristas” –descartando a la vez 3que el Estado fuese palanca del crecimiento por burocratizador e ineficiente– suponía de facto la destrucción de los pactos sociales o los consensos sobre cuya base política se había realizado la acción del sector público, una “revuelta de las élites” financieras y tecnológicas contra el sistema fiscal y las políticas de gasto que habían materializado el pacto keynesiano.

Los años ochenta y principios de los noventa marcaron la época en que se disociaron formalmente los dos imperativos que animaron la acción del Estado benefactor y que éste armonizó con éxito relativo: el imperativo de mantener y sustentar la acumulación privada; y el imperativo de cohesionar y desconflictivizar la sociedad por medio de políticas públicas de consumo y legitimación social. El optimismo del bienestar y el crecimiento sostenido keynesiano chocaba contra la estanflación, el final del pleno empleo –o mejor el desempleo estructural programado– y la crisis fiscal del Estado, que se acentuaba, además, con la imposibilidad de financiar el gasto público con los impuestos, en pleno período de separación de las nuevas clases promocionales del boom financiero de cualquier proyecto de solidaridad fiscal.

1. EL ATAQUE AL ESTADO DEL BIENESTAR Y LA PRECARIZACIÓN DE LO PÚBLICO

La racionalidad del Estado del bienestar ha venido siendo atacada constantemente desde las fuerzas más conservadoras del espectro sociopolítico, se cuestionan sus bases morales –o mejor en los riesgos y azares morales que inducía–, pues de manera directa se le acusaba de mantener la garantía de salarios excesivamente elevados, de subsidios que bloquean el incentivo a trabajar y de normas y seguros que impiden de plano la contratación. Pero también de manera indirecta a los sistemas sociales se les ha responsabilizado de la reducción de la iniciativa personal, y de la destrucción de los incentivos y la responsabilidad moral del capitalismo, así como de ser un mal estímulo para la dependencia, la ineficiencia y el despilfarro de los recursos económicos, todo ello en detrimento del sector privado cada vez más, según esta óptica, gravado económicamente y expulsado de los espacios rentables por el excesivo peso del sector público.

En el ámbito específico de los derechos sociales hemos conocido una fuerte reestructuración y redefinición. Conservándose así un mismo marco normativo y constitucional en el terreno formal, hemos asistido a una praxis efectiva totalmente transformada, ya sea por la aparición de desarrollos normativos específicos de corte fuertemente remercantilizador, ya sea por el directo incumplimiento de las garantías sociales al ser consideradas de manera secundaria y testimonial frente al apremio que supone la creación de cualquier tipo de empleo mediante el incremento y la liberación de la inversión privada.

La desmaterialización, la individualización y la fragmentación progresiva de los derechos sociales han sido, por tanto, las características más notables de la reformulación “postwelfarista” de éstos. Desmaterialización, porque si las políticas sociales del Estado del bienestar se caracterizaban por no sólo proteger a los colectivos mediante normas y declaraciones sino también mediante la regulación socioeconómica, la provisión de servicios y la intervención pública económica con objeto de crear libertades positivas, el cambio fundamental que se ha experimentado en la práctica de estos derechos socioeconómicos de segunda generación ha sido su limitación a una política de mínimos para colectivos especialmente vulnerabilizados, y la redireccionalización hacia el mercado –o hacia el sector voluntario– de las labores que habitualmente se habían asignado a las agencias públicas de bienestar. Se trata, pues, de mantener derechos sociales formales sin crear una esfera de derechos distributivos sustantivos, ni alterar los derechos de propiedad. Si el Estado del bienestar keynesiano modificó la esfera de la distribución sin intervenir en la racionalidad productiva, la vuelta de tuerca postkeynesiana se ha planteado como la realización de una estricta lista de servicios mínimos, cheques de prestaciones y acciones asistenciales que, sin modificar las relaciones de distribución ni la asignación de los derechos de propiedad, asociasen el ámbito y la posibilidad del bienestar al espacio de lo privado.

La individualización de los derechos sociales ha marcado el proceso de sustitución de una ciudadanía social fundamentada sobre el carácter colectivo y hasta universal de las necesidades históricamente construidas, a una gestión privada de los riesgos. La individualización de las responsabilidades sobre el bienestar es presentada como la mejor receta liberal contra un Estado gastador y sobredimensionado, así su diagnóstico es claro: “la agenda social del Estado se ha extendido más allá de la función original del bienestar, que era proporcionar una red de seguridad social para aquellos con mayor riesgo de infortunio y menos capacidad de protegerse a sí mismos, a un sistema universal de prestación de servicios que la mayoría de la población podría permitirse por sí misma si no tuviera que soportar una fiscalidad tan pesada”. El bienestar ya no es tanto un derecho como una oportunidad, una oportunidad vital por la que los individuos tienen que competir, trabajar, ahorrar e invertir haciendo uso de sus recursos y su racionalidad en una dimensión estrictamente personal; lo público es la última frontera, el espacio mínimo y residual para arbitrar las garantías de la competencia o para impulsar mercados eficientes también en el campo de lo que tradicionalmente habían sido bienes públicos.

Por otra parte, además la desmaterialización e individualización práctica de los derechos sociales ha supuesto, de hecho, la fragmentación, diferenciación y diversificación de las titularidades y garantías. La subordinación parcial del Estado nacional a los mercados financieros mundiales ha hecho que las políticas sociales de los Estados centrales hayan ido dispersándose y refugiándose en ámbitos locales y municipales, desmigajándose por el territorio en función de las posibilidades políticas y económicas –el lugar de la ciudad o la región en la red competitiva de intercambios económicos mundiales– de instituciones diversas que más que contar con un modelo de razón universal pública y de solidaridad orgánica y normativa para su acción, ahora se legitiman con actuaciones parciales y defensivas de corto o medio alcance. La fragmentación postmoderna ha llegado también a los derechos sociales, los marcos comunes se han ido desarticulando y complejizando según una dinámica un tanto caótica de reducciones y desmantelamientos parciales de titularidades y de reacciones y de defensas de grupos y territorios afectados; desplegándose así una dinámica microcorporativista donde, en ausencia de una razón social general, son las razones particulares las que explican la situación real de los programas de intervención social.

En suma, los derechos sociales se han transformado y recompuesto –según hemos ido experimentando–, en el paso de un modo de regulación fordista, basado en la producción y el consumo de masa de series de mercancías homogéneas, fundamentalmente industrial y keynesiano, a un modo de regulación postfordista con alta diversificación de productos y mercados, con requerimientos crecientes de información, globalizado y con pautas de intervención estatal mucho más selectivas y desreguladoras. Esto ha creado convenciones institucionales que contextualizan el ámbito de la necesidad en un marco mucho más restrictivo, individualizado y fragmentado a la vez que dan más peso al mercado que al Estado en la formación básica de las motivaciones y expectativas de los ciudadanos, con lo que ello significa de privatización de los sistemas de legitimación y consenso social.

2. EL NUEVO ESTADO DEL BIENESTAR POSIBLE

Por ello una nueva racionalización y flexibilización del Estado del bienestar sólo se puede plantear sobre su capacidad para ser una institución más cercana y menos megalómana, atento a las demandas concretas, próximas y reales, mucho más descentralizado y participativo, así como abierto a la propuesta de atribuir obligaciones sociales a los que son titulares de derechos de bienestar, lo que supondría una reconstrucción de la propia condición de ciudadanía. Así, si la condición de ciudadanía, durante mucho tiempo, se iguala a la de trabajador activo asalariado y cotizante, sin embargo la nueva ciudadanía social es también la de un trabajador activo con voluntad de actuar, pero muchas veces sin más capacidad contributiva que su disponibilidad para actuar en favor del propio Estado social, para colaborar en las instituciones, en las organizaciones humanitarias, para participar en la reconstrucción cotidiana de los trabajos comunitarios, y en la reconstrucción cotidiana de la red social y del tejido social de asistencia, de los espacios culturales.

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