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DIÁLOG INTERCULTURAL

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Éxodo 83 (marzo-abril’06)

Antes de ser reconocida como un valor o una carencia, la diferencia es una realidad. No hay más que abrir los ojos, despertar el oído, para percibir lo que está sucediendo en el hogar, en la ciudad, en las iglesias, en la tierra toda. Y esta diversidad aparece como pantalla (o como un río subterráneo) antes de cualquier movimiento hacia la unidad o emprender un camino hacia el encuentro. Desde la diversidad aparecen las diferencias de género y de sexos, las diferencias sociales y económicas, las diferencias culturales y religiosas. Y también desde la diversidad es posible y necesaria la política, que, en su noble acepción, nos convoca a construir un hogar, una ciudad y una tierra donde sobreviva la riqueza de la pluralidad.

A regañadientes (algunos convencidos) hemos tenido que ir descubriendo que nuestro país nunca ha sido aquella «unidad de destino en lo universal» que proclamaban nuestros «salvadores» de antaño. No es necesario escarbar muy hondo en nuestras raíces para descubrir la falacia de ese eslogan. Frecuentemente, en aras de una unidad forzada, hemos pasado sobre muchas diferencias e identidades que nos hacían más ricos y más realistas. Basta con echar una mirada a la necesidad inicial y la normalidad general de funcionamiento de las Comunidades Autonómicas para demostrarlo. Vivimos más seguros y tranquilos cuando somos capaces de asumir políticamente nuestras diferencias. Es más, frente a la monotonía de un centralismo dominante y angosto el país nos parece hoy un mosaico más rico y más hermoso. Porque, como en el arco iris, la belleza radica en todos los matices que expresan el color.

Nuestra diversidad se ha acrecentado en estos últimos años con la llegada masiva de extranjeros. Según se afirma en el «Punto de Mira» la cifra se acerca ya a los 4 millones (más del 8,4% de la población total). Procedentes de distintas partes del mundo, estos flujos migratorios traen marcadas en la piel, llegan cargando sobre sus hombros sus propias diferencias. Tampoco son un bloque, también son diferentes. Evocan nuestro propio modo de convivir con las diferencias y nos provocan y emplazan ante nuevas políticas de convivencia para evitar que lo diverso no sea el germen de la desigualdad.

Ni siquiera la religión puede sobrevolar sobre las diferencias. Pasó ya el tiempo del patriarcalismo y el quiriarcado de las religiones. Se está imponiendo, contra viento y marea, el estatuto de la igualdad. Desde la Constitución del 78 y su reconocimiento de la libertad religiosa, el Estado ha recobrado su a-confesionalidad. Todas las religiones, aunque diferentes en su propuesta ética y espiritual, son legítimas. La base de esta legitimidad está en el reconocimiento de la laicidad fundamental y de la ciudadanía de todas las personas. Las diferencias tampoco tienen derecho a mantener o propiciar las desigualdades en el propio ámbito religioso.

Será necesario «abrir bien los ojos» y la inteligencia para diseñar un nuevo paradigma de convivencia donde tenga cabida la pluralidad en la que estamos, o, mejor, la diversidad en la que somos. El mestizaje, la participación, la inclusión y la integración serán líneas de fuerza en este proyecto ético y político que, más allá de respeto y la tolerancia, apueste por un diálogo intercultural en que no haya ausentes.

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