martes, marzo 19, 2024
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¿Democracia y des- igualdad?

Miguel Ángel de Prada

 

RODRIGUEZ LÓPEZ, E., LA POLÍTICA CONTRA EL ESTADO. Sobre la política de parte, Traficantes de sueños, Madrid 2018.

Quizá se haya encontrado en los medios de comunicación con la designación de democracia i-liberal para aludir a todos aquellos sistemas políticos que, bajo la apariencia de elecciones y otros rasgos del sistema democrático liberal de verdad, no cumplen realmente los estándares del mismo. Así se establece la diferenciación entre la verdadera democracia (la liberal) y la adulterada (i-liberal o anti-liberal), propia de sistemas populistas y autoritarios. En la democracia verdadera, el individuo es libre; mientras que en la adulterada, las masas estarían manipuladas. En todo caso, el individuo libre o las minorías tendrían que protegerse tanto  del poder arbitrario del estado totalitario como de las decisiones de las mayorías manipuladas en contra de sus derechos. Se trata, pues, de un planteamiento reactivo del liberalismo de minorías cuando las mayorías sociales ya no estarían dispuestas a aguantar su imposición consuetudinaria. En este planteamiento, tan limitado de la democracia, le faltaría añadir terceros términos, que abran otros horizontes post-liberales (post-colonial, post-patriarcal, post-estatistas…) y pre-liberales (comunitarios, cuidadores del entorno, pre-estatistas…). Pero quizá usted también se haya visto urgido este verano del 2020 a repensar en España el dilema entre monarquía o república. En este caso no por un planteamiento teórico, sino por hechos ‘reales’. Sea cual sea su preferencia, habrá oído argumentar que siempre puede haber una monarquía parlamentaria-democrática, lo mismo que hay repúblicas autoritarias o totalitarias. Lo importante sería, pues,  que, en cualquier caso o régimen político, se aprecie un alto grado de libertad cívica. En estos debates existe un punto de partida bien pensante: si las naciones o comunidades políticas tienen un proyecto político común democrático, la forma del Estado sería secundaria. Pero, ¿y si el Estado fuera también parte del problema? Para reflexionar sobre este punto podemos acercarnos al texto de Emmanuel Rodríguez que resume en la primera página del breve Prólogo (p. 13) las cuatro tesis de su exposición: vivimos en sociedades divididas o de clases; la política de parte o de clase es la que se construye desde uno de esos polos de la escisión social; esta política de parte rechaza la integración en la ficción unitaria que, en las sociedades divididas, viene representada y está garantizada por el Estado; la política de parte implica la constitución de nuevos sujetos políticos y viene a confundirse con el proceso de creación histórica que se ha llamado revolución, pero, sin la promesa de un gran final, la historia sería el tiempo infinito en que se desarrolla este conflicto.

La posición que mantiene el autor es la del historiador que repiensa la problemática y repasa las respuestas históricas que se han ensayado a lo largo de los dos últimos siglos, así como los planteamientos teóricos legitimadores. “La emancipación de los trabajadores debe ser obra de ellos mismos”, con esta afirmación inicial de los estatutos de la I Internacional, en 1866, se abre el texto que comentamos. En suma, apuesta por la no delegación en instancias externas salvadoras; por la autodeterminación como respuesta inmediata en situación de conflicto; por la afirmación del ‘primero nosotros’ para determinar qué nos pasa, qué queremos y cómo nos organizamos. Así presenta la ‘política de parte’, cuya historia es tanto la de la autodeterminación como la de su continua negación.  Planteada la propuesta, el texto ofrece dos respuestas: I. El pueblo del Estado (pp. 47-98) o el establecimiento de la ‘clase media’ en el periodo posterior a las dos grandes guerras en Europa. Y se concluye que la ‘clase media como pueblo del Estado’ es la negación de la política de clase o de parte, al asumirse colectivamente que en la sociedad no hay fractura y que el conflicto ha sido integrado en una síntesis tranquilizadora (el Estado); a este mecanismo integrador se le llamó clase media, y fue el gran proyecto político del siglo xx: ‘la construcción de un pueblo, el pueblo del Estado, un pueblo alimentado y vestido, y a su vez despolitizado’ (p. 98).  La segunda respuesta es La autonomía de lo político (99-148) o el intento de reorganización del Estado moderno, a partir de los años 70’ del siglo XX, y la presencia de la izquierda en el aparato del Estado.

¿Democracia y des- igualdad?La segunda mirada al problema de la autodeterminación se lanza fuera del ámbito europeo y comienza analizando el proceso de Bolivia (pp. 151-169) en la elaboración de la última Constitución, como ejemplo del nuevo ciclo político en América Latina. Aparece un nuevo principio de pluralidad constitucional (jurídica, nacional, comunal), que tiende a quebrar los monopolios fundamentales del Estado; un movimiento de autodeterminación social, que tiende a estirar la democracia más allá del Estado y empuja la reapropiación de los recursos fundamentales más allá de la estatización. Sería la lección de la revolución boliviana (p. 163). A partir de aquí se abren dos cuestiones: ¿Qué es una institución popular? (pp. 171-185) y la ‘Figura del contrapoder’ (pp. 187-200). A la primera se responde con las palabras del P. Kropotkin: ‘una institución fundada en el apoyo mutuo, en la hermandad entre iguales para la realización de una empresa conjunta’; señalando también cómo la izquierda ha estado mal dotada para comprender la valencia política de la institución popular (p. 182), que se define en un terreno distinto al de la democracia liberal y a las formas de administración común por el Estado.  A partir de las categorías de G. Bataille y J. Ranciere aborda la figura del contrapoder; ambos conciben la política como escisión: el primero, entre lo útil y lo improductivo (la parte maldita o privilegio de los parias) y el segundo, entre policía (organización gubernamental de la sociedad) y política (que compete a la ‘parte de los sin parte’ en lo común de la comunidad). Concluye que el contrapoder es una estrategia de reconstrucción de la política en la descomposición del Estado y su pueblo (o sea, la clase media), y por eso es la forma de la revolución en época sin mitos de revolución (p. 200).

Si en la primera página del Prólogo se proponen las 4 tesis básicas, en las últimas: A modo de epílogo. Por una política de parte (pp. 201-231), se condensa el recorrido realizado, se diagnostica la situación actual y propone un proceso de salida como Nueva alianza (221-231). Recapitulando: para el autor “la historia de las sociedades contemporáneas se debe entender como un largo y complejo proceso de estatización, de integración (y supresión) de aquellas partes de lo social que han tenido pretensiones de autodeterminación. A esta integración por medio del sufragio, los derechos e incluso de las políticas positivas, la llamamos democracia” (p.207). Por el contrario, la política de clase solo existe como desborde y ruptura de los aparatos del Estado: supone la autodeterminación de un proceso de afirmación y constitución no mediado ni subordinado al Estado. Y en la situación actual de ‘crisis’ del capitalismo financiero transnacional, ¿serán los Estados mecanismos capaces de seguir integrando las partes, manteniendo la ficción de la totalidad? Para el autor la respuesta es negativa, dado que “la descomposición de las formas de integración social es el hecho crucial de las sociedades modernas“(p. 221). En las últimas décadas, el constante ataque a las instituciones tradicionales de progreso social (educación y sanidad públicas, políticas redistributivas) ha transformado al Estado: por una parte se ha blindado frente a la presión histórica de la clase y, por otra, ha desarrollado una capacidad de intervención a favor de las necesidades del capital financiero transnacional. La nueva forma del Estado-empresa aparece ya como una mera pieza política más en un sistema regulatorio en el que organismos supranacionales se articulan como los verdaderos depositarios de la soberanía delegada por el capital. Esta transformación interfiere en la capacidad de integración estatal. A su vez, el antiguo pacto de la nación Estado como soberanía pierde base en esta poliarquía de soberanías superpuestas y compartidas. El orden del pacto anterior que aseguraba la prohibición de toda forma de secesión de parte como ‘crimen’ de Estado, deja de tener validez: se abren, pues, nuevas oportunidades. Al tiempo, la ‘crisis’ de la forma del capitalismo financiero transnacional es simplemente contable: no es capaz de retornar las inversiones productivas. Esta crisis afecta a gran parte de la población porque el ‘trabajo humano’ se ha vuelto superfluo, sin potencia de valorización en términos del capital. Las sociedades actuales ya no son sociedades del trabajo (escaso, precario y absurdo). El surgimiento de la nueva sociedad se encuentra escindida entre gigantescas masas de parias urbanos (el 99% social excedentario) y la minoría de los muy ricos (el 1% restante). Concluyendo hacia el futuro: Si la forma actual del Estado-empresa ha perdido la ‘maiestas’, es la hora de realizar la ‘nueva alianza’, desde la autodeterminación, de la mayoría excedentaria. El reto, iniciar la continua formación de la nueva clase sobre la base de las mayorías sin pretensión de homogeneidad, en la búsqueda continua de pactos. Ya no se trata solo del mundo del trabajo, dado que es el conjunto de la sociedad lo que está siendo expropiado y de múltiples formas. El ‘contrapoder’ será una estrategia adecuada a la fragmentación de la política de Estado y de la crisis del capitalismo financiero; el contrapoder expresa el poder las comunidades sociales concretas, despliega nuevas capacidades para fundar nuevos poderes y todas las instituciones que se requieran para multiplicar su potencia.

El texto de E. Rodríguez es una apuesta arriesgada pero sólida, no recomendable para liberales acérrimos que no estén dispuestos a dejarse interrogar sobre su proyecto social de parte (de la minoría de la desigualdad). Recordemos la proclama de E. Dussel, “La democracia no se justifica, si no asegura la vida”.

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