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DEMOCRACIA, MOVIMIENTOS SOCIALES Y CRISIS DE REPRESENTACIÓN POLÍTICA

Escrito por

Éxodo 89 (may.-jun’07)
– Autor: Jaime Pastor –
 
La configuración de una democracia liberal en la historia española reciente ha estado muy condicionada por sus orígenes en una “reforma pactada” del franquismo formalizada en la Constitución de 1978 así como por su relación con la evolución del capitalismo occidental y la “integración europea” bajo hegemonía neoliberal. El resultado de todo este proceso ha sido la tendencia a una “desdemocratización” cada vez más evidente de la política o, si se quiere expresar de otra manera, la consolidación de una democracia electiva en su forma pero elitista en el fondo, es decir, en lo que afecta a las decisiones relacionadas con el “núcleo duro” de la política. Se trata, por cierto, de una tendencia que, aunque tenga aquí sus particularidades, coincide con la que se está produciendo a escala mundial mediante la creciente sustitución de las soberanías populares conquistadas tras largas luchas por una “gobernanza global” cada vez más oligárquica, como recientemente ha subrayado, entre otros, Marco Revelli.

De la “reforma pactada”…

Comenzando por la Constitución de 1978, habría que recordar que el objetivo de las fuerzas políticas y poderes fácticos que participaron en el mitificado “consenso” de la transición fue sentar las bases de un sistema político en el que, además de blindar la Monarquía (a la que no sólo se la libra de un referéndum frente a la opción republicana, como ocurrió en Italia o Grecia, sino que se la exonera de toda responsabilidad política y jurídica por sus actos), la “unidad de España” (establecida de forma esencialista en el artículo 2 y garantizada por el Ejército en el artículo 8) y la “economía de mercado” (eso sí, atenuada por la autodefinición entonces en boga como “Estado social y democrático de derecho”), buscando además primar la “gobernabilidad” en detrimento de la representatividad y pluralidad de la sociedad española.

Esto último se reflejó en el establecimiento del sistema electoral menos proporcional posible (el basado en la Ley de D’Hont, la barrera del 5%, la sobrerrepresentación de las circunscripciones provinciales con menor población y las listas cerradas y bloqueadas de las candidaturas), en la concepción de un Senado que fuera contrapeso a las decisiones del Congreso, en la adopción de la “moción de censura constructiva” (copiada del modelo alemán, según el cual es necesario no sólo obtener la mayoría sino presentar también una candidatura alternativa a la presidencia del gobierno) y en un Tribunal Constitucional que se erigiría pronto en “tercera Cámara”.

Todo ello reforzado por la relegación a segundo plano de cualquier forma de democracia participativa, como se pudo comprobar en el reconocimiento tan limitado del referéndum y de la iniciativa legislativa popular dentro del texto constitucional.

En efecto, el referéndum es regulado como competencia exclusiva del Estado (artículo 149.1, 32) y tiene un carácter generalmente consultivo, salvo en lo que se refiere a la reforma constitucional y a la ratificación de la iniciativa autonómica o la aprobación y modificación de los Estatutos de Autonomía, con un trato especial para el caso de Navarra. A esto se añadió por la Ley Orgánica correspondiente del 18 de enero de 1980 la posibilidad de referéndum en el ámbito local “de acuerdo con la legislación de Régimen Local y a salvo, en todo caso, la competencia exclusiva del Estado para su autorización”.

En cuanto a la Iniciativa Legislativa Popular, quedaban excluidas de la misma materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional o relativas a la prerrogativa de gracia (artículo 87.3) y, más tarde (en la ley del 26 de marzo de 1984), “aquellas otras cuya iniciativa reguladora reserva la norma fundamental a órganos concretos del Estado”.

La cuestión de la pluralidad nacional y regional de la sociedad española fue abordada en el artículo ya mencionado (dictado directamente desde la jerarquía militar a través de Adolfo Suárez y Pérez Llorca), en el Título VIII y en las Disposiciones Adicionales. La intención era tratar de hacer compatible la afirmación de la “indisolubilidad e indivisibilidad de la Nación española” con el reconocimiento de unas “nacionalidades y regiones” que pudieran acceder a la autonomía por distintas vías y, a su vez, poner un techo a la misma frente a futuras presiones sobre el “Centro”.

En resumen, se estableció un régimen político que si bien no era presidencialista tampoco era estrictamente parlamentario y, a la vez, ya no se basaba en el centralismo aunque tampoco reconocía la pluralidad nacional en términos de igualdad entre los distintos pueblos.

Se conquistaban, por tanto, libertades y derechos básicos negados por la dictadura, pero siempre sin poder traspasar determinadas “líneas rojas” con el fin de asegurar la “gobernabilidad” y la “estabilidad” del sistema. Fue en ese marco constitucional, surgido de una reforma y no de una efectiva ruptura con la dictadura franquista (confirmada por el pacto de silencio sobre su origen en un golpe de estado, una guerra de exterminio y una masiva represión posterior), como hemos vivido a lo largo de los tres últimos decenios sucesivos ciclos y acontecimientos conflictivos, siendo quizás los más relevantes el intento del golpe de estado del 23-F de 1981 (que, aunque frustrado, contribuyó a frenar las presiones autonomistas catalanas y vascas), la entrada en la Comunidad Europea (que permitió la integración en el “centro” del sistemamundo capitalista) y la aprobación por referéndum de la entrada en la OTAN en 1986 (implicándonos en un bloque militar bajo hegemonía USA mediante un hábil ejercicio de democracia plebiscitaria) y, posteriormente, la alternancia de gobiernos del PSOE y del PP en diferentes legislaturas hasta la actualidad.

La continuidad de una línea de fractura izquierda-derecha a escala estatal ha estado generalmente acompañada por la relacionada con la tensión entre nacionalismo español y nacionalismos “periféricos”, reflejada en la relativa consolidación de subsistemas de partidos en el ámbito autonómico en los que, como ocurre en Euskadi, Catalunya y Galiza, fuerzas políticas nacionalistas de esas Comunidades Autonómicas tienen un peso relevante, cuando no hegemónico. No hace falta recordar que la persistencia de la violencia armada de ETA, además de ser rechazable éticamente, ha sido un factor adicional de inestabilidad política y de crispación en relación a la cuestión vasca durante todo este tiempo, convirtiéndose además en un eje de confrontación política y electoral, especialmente tras la división entre los grandes partidos respecto a la apertura o no de un proceso de paz y diálogo a raíz de la declaración de alto el fuego de ETA el pasado 24 de marzo de 2006, ahora definitivamente frustrada tras su atentado doblemente mortal del 30-D de 2006.

Pese a las limitaciones antes mencionadas, diferentes movimientos sociales se han ido manifestando durante todo este tiempo. Así, en un primer momento es el movimiento obrero, a través de los sindicatos, el principal protagonista de la conflictividad social hasta que, a través de CCOO y UGT, se inserta en una dinámica de “concertación” neocorporativista; le siguen luego “nuevos” movimientos como el ecologista, el pacifista y antimilitarista (cuya campaña por la objeción de conciencia y la desobediencia civil al servicio militar obligatorio ha sido la más masiva y exitosa en la historia europea) y el feminista, con mayor o menor fuerza durante todo este tiempo, destacando especialmente la confluencia de todos ellos en la campaña por la salida de la OTAN que finalmente sale derrotada en el referéndum celebrado el 12 de marzo de 1986. Dentro de ese proceso la Huelga General del 14-D de 1988 aparece en cierto modo como el “punto de inflexión” a partir del cual la crisis del bloque social que había apoyado a los gobiernos del PSOE se acentúa apuntando hacia una recomposición desde la izquierda que sólo se refleja en un ascenso limitado de Izquierda Unida, muy pronto contrarrestado por la ofensiva de un PP que finalmente accede al poder en 1996.

Ha habido que esperar a los efectos del movimiento “antiglobalización” de finales de los 90 para conocer un nuevo ciclo de reactivación ciudadana que tiene su mayor expresión durante el primer semestre de la presidencia española de la UE en 2002 (con la confluencia de ese movimiento con la Huelga General del 20 de Junio) y culminará finalmente en las movilizaciones contra la guerra de Iraq y la participación en la jornada mundial del 15-F de 2003. Fruto exitoso, aunque tardío, de esas acciones será la retirada de las tropas españolas de Iraq en abril de 2004 tras la derrota del PP en marzo de ese mismo año gracias a la participación electoral masiva de un sector tradicionalmente abstencionista y de nuevos votantes jóvenes.

…al “cinismo democrático”

Sin embargo, más allá de este sucinto relato de una serie de acontecimientos o conflictos, lo más relevante es que la relación de la mayoría ciudadana con los partidos políticos y los movimientos sociales ha ido cambiando a lo largo de estos tres decenios, en función tanto del comportamiento y de los resultados de la acción de éstos como de las transformaciones sociales y culturales que se han ido produciendo.

No olvidemos que ya a finales de los años 70 empezó a hablarse del “desencanto” como un fenómeno ligado a la relativa frustración que vivió la mayoría de quienes se movilizaron más activamente contra la dictadura franquista a la vista de los limitados resultados alcanzados en la “transición”.

Tampoco han sido ajenos a un distanciamiento entre partidos y ciudadanía tanto el paso del “fordismo” al “posfordismo” y la “flexibilización” y “precarización”de la fuerza de trabajo –que han contribuido a una mayor fragmentación y desestructuración de una clase obrera cada vez más feminizada y multiculturalcomo el tipo de cultura política de “cinismo democrático” 2 que se ha ido difundiendo, reforzada por el creciente peso de unos medios de comunicación –periódicos, radios y cadenas televisivasque se han convertido en actores y espacios preferentes de “infoentretenimiento” y, a la vez, escenarios de lucha por el control de la agenda política.

En ese contexto no sólo la afiliación a partidos y sindicatos ha ido decayendo, en contraste con los primeros años de la transición, sino que también la tendencia a la participación en los procesos electorales ha ido disminuyendo, salvo con ocasión de determinadas elecciones “críticas” (como las generales del 86, las del 96 o las de 2004), constatándose así un proceso de desafección ciudadana hacia la política institucional.

Paralelamente, hay que comprobar que se han ido manifestando otras líneas de fractura en la sociedad: una tiene que ver con la actitud ante el creciente deterioro del medio ambiente, el “desarrollismo” y la especulación urbanística en diversas zonas del país (con la consiguiente salida a la luz pública del fenómeno cada vez más extendido de la corrupción política); otra, con la tendencia a asociar o no inmigración con “seguridad ciudadana” y, al menos en relación con la población procedente de países africanos o asiáticos, con el “terrorismo internacional”.

Estos nuevos marcos de diferenciación política y electoral han ido influyendo en los discursos y prácticas de los partidos políticos, generalmente tentados por convertirse en “atrápalatodo” y por reforzar rasgos de tipo “populista”. Se ha ido configurando así una sociedad más compleja y plural en la que esas distintas líneas de fractura han ido teniendo mayor o menor peso en el comportamiento político y electoral de la ciudadanía según las coyunturas y las cuestiones que los principales partidos y los grandes medios de comunicación han ido introduciendo.

Sin embargo, la línea de fractura “izquierda-derecha”, convencionalmente concentrada en PSOE y PP respectivamente, no ha reflejado una verdadera polarización política en torno a proyectos políticos, económicos y sociales alternativos. Ambos partidos han tendido a subordinar sus propuestas al marco hegemónico neoliberal dominante a escala global y en la Unión Europea: su actitud favorable al Acta Única de 1996, al Tratado de Maastricht de 1992 y al Sí en el referéndum sobre el Tratado Constitucional Europeo, todos ellos en coherencia con la opción por la “vía hayekiana” de construcción de un “nuevo europeísmo” 3, son una clara demostración de ese amplio consenso.

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