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Crisis de civilización, cambio de época

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Hace 110 años[1]Traducido del original en brasileño por Salvador Mendoza., el transatlántico Titánic se hundió después de una trágica colisión con un enorme iceberg. Hoy, en 2022, todos somos pasajeros de un nuevo Titanic, que avanza, cada vez con mayor velocidad, hacia un iceberg llamado catástrofe ecológica, el cambio climático. La diferencia con el Titanic de 1912 es que, esta vez, el capitán y sus oficiales son conscientes de la existencia del iceberg en la dirección del transatlántico. Discutieron el tema y decidieron por unanimidad que era imposible cambiar de ruta: sería demasiado cara la indemnización a los pasajeros. 

Hubo una propuesta para reducir un poco la velocidad, que fue aprobada; pero no la pusieron en práctica. Mientras tanto, en primera clase la orquesta sigue tocando y los ilustres pasajeros bailan alegremente.

En la clase económica la televisión retransmite el campeonato mundial de fútbol…

Un grupo de jóvenes, conscientes del peligro, intenta alertar a los demás pasajeros, pero su voz no se percibe dado el ruido de la música y los gritos del locutor deportivo de la televisión.

Otro grupo de pasajeros, de las dos clases, está preocupado. Muy preocupado. Han descubierto que hay varios polizones en el barco y están tratando de reducirlos y arrojarlos al mar. Hubo una propuesta humanitaria para proporcionarles salvavidas antes de arrojarlos al océano, pero todavía está en discusión… Mientras tanto, el transatlántico avanza inexorablemente hacia el naufragio.

La pobreza, la desigualdad y la injusticia social, por un lado, y la destrucción de la Naturaleza, por otro, son la causa de “un sistema estructuralmente perverso”

Esta alegoría tragicómica describe la situación de la humanidad en nuestro tiempo. Como explican los científicos, el planeta está entrando en una nueva era geológica, el Antropoceno. Una era en la que la actividad humana, en particular el consumo de energías fósiles, responsables de las emisiones de gases, está cambiando algunos de los principales parámetros de la Tierra, comenzando por el clima. ¿De qué “actividad humana” se trata? Por supuesto, de la civilización capitalista industrial moderna, basada desde su origen en el carbón, el petróleo y el gas, cuya combustión es responsable del calentamiento global. La mayoría de los geólogos datan el Antropoceno en el periodo de la posguerra (1945) con una mayor incidencia en las últimas décadas, con la globalización capitalista neoliberal.

Nos enfrentamos por lo tanto a una profunda crisis de la civilización capitalista industrial moderna.  Es decir, la crisis de una “forma de vida” –cuya caricatura es el famoso estilo de vida estadounidense (american way of life) que obviamente sólo puede existir mientras sea un privilegio de una minoría– de un sistema de producción, consumo, transporte, y vivienda que es literalmente insostenible.

Como explica muy bien el Papa Francisco en su encíclica Laudato Si, la pobreza, la desigualdad y la injusticia social, por un lado, y la destrucción de la Naturaleza, nuestra Casa Común por otro, son la causa de “un sistema de relaciones comerciales y de propiedad, estructuralmente perverso” (&52), un sistema basado en la idolatría del dinero, cuyo único propósito es la maximización de las ganancias.

Bergoglio no utiliza la palabra “capitalismo”, pero es obvio que se trata de lo mismo, cuando denuncia “un sistema mundial en el que predomina la especulación y la búsqueda de ingresos financieros, que tienden a ignorar las consecuencias sobre la dignidad humana y el medio ambiente. Parece que la degradación ambiental y la degradación humana y ética están estrechamente unidas” (&56).

En una lógica destructiva, todo se reduce al mercado y al “cálculo financiero de costos y beneficios”.  Sin embargo, la naturaleza de estos bienes que el mecanismo de mercado ignora: es incapaz de tener en cuenta los valores éticos, sociales, humanos o naturales, es decir los “valores que superan cualquier cálculo” (&36).

Hace algunos años, al hablar de los peligros de los desastres ecológicos, los autores se referían al futuro de nuestros nietos o biznietos; a algo que acontecería en un futuro lejano, dentro de cien años. Ahora, sin embargo, el proceso de devastación de la naturaleza, el deterioro del medio ambiente y el cambio climático se han acelerado hasta tal punto que ya no estamos hablando de un futuro a largo plazo. Estamos hablando de procesos que ya están en marcha. La catástrofe ya ha comenzado. Esta es la realidad. Realmente estamos en una carrera contra el tiempo intentando detener este proceso desastroso.

¿Cuáles son las señales que revelan el carácter cada vez más destructivo del proceso de acumulación capitalista a escala global?

Son múltiples y convergentes: el crecimiento exponencial de la contaminación atmosférica en las grandes ciudades, del agua potable, y del medio ambiente en general; el inicio de la destrucción de la capa de ozono; la destrucción a una velocidad cada vez mayor de los bosques tropicales y la rápida reducción de la biodiversidad por la extinción de miles de especies; el agotamiento del suelo, la desertificación, la acumulación de residuos nucleares cada vez más difíciles de destruir (algunos que duran miles de años), imposibles de controlar, la multiplicación de accidentes nucleares –¡Fukushima!–, la amenaza de un nuevo Chernóbil, la contaminación alimenticia, las manipulaciones genéticas, las sequias a escala planetaria y la escasez de semillas y de alimentos.

Todos los semáforos están en rojo: está claro que la carrera loca tras el lucro, la lógica productiva y mercantil de la civilización capitalista/industrial nos conduce a un desastre ecológico de proporciones incalculables.

No se trata de caer en el “catastrofismo”, sino simplemente de constatar que la dinámica de “crecimiento” infinito provocada por la expansión capitalista amenaza con destruir los fundamentos naturales de la vida humana en el planeta.

De todos estos procesos destructivos, el más común y peligroso es el proceso de cambio climático, un proceso consecuencia de los gases de efecto invernadero emitidos principalmente por el consumo de energías fósiles (carbón, petróleo) por parte de la industria, el agro-negocio, y por el sistema de transporte existente en las sociedades capitalistas modernas.

Como sabemos por el trabajo de los científicos del GIEC (Grupo Internacional de Estudios Climáticos), creado por las Naciones Unidas, si la temperatura media se eleva más de 1,5ºC por encima de los niveles preindustriales, es probable que se inicie un proceso irreversible de cambio climático.

¿Cuáles serían las consecuencias? Sólo algunos ejemplos:

  • La multiplicación de megaincendios, como el de Australia recientemente, y eventualmente la destrucción de los bosques a escala planetaria.
  • La desaparición de los ríos y la desertificación de la Tierra.
  • El derretimiento y desplazamiento del hielo polar y el aumento del nivel del mar, que puede alcanzar decenas de metros, haciendo desaparecer así las principales ciudades de la civilización humana: como Hong Kong, Calcuta, Venecia, Ámsterdam, Shanghai, Nueva York, Río de Janeiro.

¿Hasta dónde puede subir la temperatura? ¿A qué temperatura se verá amenazada la vida humana en este planeta?

Nadie tiene una respuesta a estas preguntas… Estos son riesgos de catástrofes sin precedentes en la historia de la humanidad. Tendríamos que remontarnos al Plioceno, hace unos millones de años, para encontrar una condición climática similar a la que podría crearse en el futuro como resultado del cambio climático.

La degradación ambiental y la degradación humana y ética están estrechamente unidas

En otras palabras: la crisis climática no es el resultado de la superpoblación, como dicen algunos, ni de la tecnología misma abstractamente considerada, o de la mala voluntad de género humano. Se trata de algo muy concreto: son las consecuencias del proceso de acumulación del capital, particularmente en su forma actual, de la globalización neoliberal bajo la hegemonía del imperio norteamericano. Este es el elemento esencial, el motor de este proceso y de esa lógica destructiva que corresponde a la necesidad de expansión ilimitada –lo que Hegel llamó “infinito malo”–, un proceso infinito de acumulación de bienes, acumulación de capital, acumulación de ganancias que es inherente a la lógica del capital. Un proceso que en los últimos 200 años se ha basado esencialmente en las energías fósiles (carbón y petróleo) responsables de las emisiones de gases que provocan el calentamiento global.

No se trata de la “mala voluntad” de tal o cual multinacional, o gobierno, sino de la lógica intrínsecamente perversa del sistema capitalista, basada en la competencia despiadada, en las demandas de rentabilidad, en la carrera de la ganancia rápida. Una lógica que es necesariamente destructiva del medio ambiente y responsable del cambio catastrófico del clima.

La cuestión de la ecología y del medio ambiente es, por tanto, la cuestión del capitalismo. Parafraseando una observación del filósofo de la Escuela de Frankfurt, Max Horkheimer –“si no quieres hablar de capitalismo, no tiene sentido hablar de fascismo”–, también diría: si no quieres hablar de capitalismo, no sirve de nada hablar del medio ambiente, porque el tema de la destrucción, la devastación, el envenenamiento ambiental, así como el tema del cambio climático, son el producto del proceso de acumulación de capital.

La naturaleza sistémica del problema es cruelmente mantenida por el comportamiento de los gobiernos, todos (con raras excepciones) al servicio de la acumulación del capital, de las multinacionales, de la oligarquía fósil, de la mercantilización general y del libre comercio.

Algunos, como el ex-presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, el presidente brasileño Jair Bolsonaro, y el ex-primer ministro australiano Scott Morrison, son abiertamente ecocidas y negacionistas del clima. Los otros, los “razonables”, reconocen el problema, pero buscan las soluciones en los marcos de la “economía de mercado”, es decir, en el capitalismo neoliberal.

Por ejemplo, el tratado de Kyoto de 1997 propone resolver el problema de las emisiones de efecto invernadero a través del llamado “mercado de derechos contaminantes”. Las empresas que emiten más CO2 van a comprar derechos de emisión a otras que contaminan menos. ¡Esta sería “la solución” del problema para el efecto invernadero! Sin duda alguna, son soluciones que aceptan las reglas del juego capitalista, que se adaptan a las reglas del mercado, que aceptan la lógica de la expansión infinita del capital, que han resultado ser un fracaso y que han sido incapaces de hacer frente a la crisis climática, una crisis que se convierte en crisis de supervivencia de la especie humana.

Si no quieres hablar de capitalismo, no sirve de nada hablar del medio ambiente, porque la destrucción, el envenenamiento ambiental, así como el cambio climático, son el producto del proceso de acumulación de capital

La Conferencia de París de 2015 reconoció la necesidad de mantener el aumento de la temperatura por debajo de dos grados o incluso de uno y medio, pero se limitó a pedir “reducciones voluntarias” a los diversos países participantes. Los científicos calcularon que, aunque todos hubieran cumplido sus promesas, el aumento de la temperatura todavía superaría los tres grados. Pero, de hecho, en los años siguientes ninguno de los países cumplió su compromiso de reducir las emisiones de CO2. El espectacular fracaso de la COP2 en Glasgow (octubre de 2021) es sólo el último ejemplo de esta desidia de los poderes constituidos al servicio del capital.

La actitud de las clases dominantes, y en particular de los gobiernos de las principales potencias responsables de la contaminación y la acumulación de CO2, es muy similar a la de los reyes de Francia: “¡después de mí, el diluvio!” había dicho Luis XV, el penúltimo de los Borbones.

En el siglo 21, el diluvio podría tomar la forma de un aumento irreversible del nivel del mar como en los tiempos bíblicos. Especialmente nefasto es el papel de la oligarquía fósil, los intereses vinculados a la extracción, el comercio y el uso del carbón, el petróleo y el gas: multinacionales “extractivas”, bancos, centrales eléctricas movidas por energía fósil, industria química y plástica, automoción y aeronáutica, etc. Su influencia en la economía capitalista es decisiva hasta el punto de bloquear cualquier intento de transición energética que suponga suprimir la extracción y el uso de las materias fósiles.

No podemos por lo tanto evitar la conclusión de que no hay solución a la crisis ecológica en el contexto del capitalismo, un sistema enteramente dedicado al productivismo, al consumo, a la lucha feroz por la “cuota de mercado”, a la acumulación de capital y la maximización de los beneficios.

Su lógica intrínsecamente perversa, conduce inevitablemente a la ruptura de los equilibrios ecológicos, la destrucción de los ecosistemas y el cambio climático.

Para evitar que el Antropoceno se convierta en una catástrofe, es necesario un cambio radical, una bifurcación: la búsqueda de otro modelo de civilización. Necesitamos pensar en alternativas radicales. Alternativas que pongan su horizonte histórico, más allá del capitalismo, más allá de las reglas de la acumulación capitalista, más allá de la lógica de la ganancia y de la mercancía. La alternativa radical es la que ataca la raíz del problema, que es el capitalismo, y no es otra que el eco-socialismo, una propuesta estratégica resultante de la convergencia entre la reflexión ecológica y la reflexión socialista, la reflexión marxista.

Al mismo tiempo, el eco-socialismo debe ser una reflexión crítica, que desafía a la ecología no socialista. La ecología capitalista –o reformista– que considera posible reformar el capitalismo; lograr un capitalismo más “verde”, más respetuoso con el medio ambiente. Se trata de la crítica y de la superación de esa ecología reformista, limitada, que no acepta la perspectiva socialista, que no está relacionada con el proceso de la lucha de clases, que no cuestiona la propiedad de los medios de producción.

El eco-socialismo es también una crítica al socialismo productivo, no ecológico, por ejemplo, el socialismo de la Unión Soviética, donde la perspectiva socialista se perdió rápidamente con el proceso de burocratización, cuyo resultado fue un proceso de industrialización tremendamente destructivo del medio ambiente.

Hay otras experiencias socialistas, sin embargo, más interesantes desde un punto de vista ecológico; la experiencia cubana, por ejemplo.

Por lo tanto, el eco-socialismo implica una crítica profunda y radical de las experiencias y concepciones tecnocráticas, burocráticas y no ecológicas de construcción del socialismo. El eco-socialismo propone una visión radical y profunda de lo que a veces se entiende por revolución socialista. Se trata de transformar, no sólo las relaciones de producción y las relaciones de propiedad, sino la estructura misma de las fuerzas productivas, la estructura del aparato productivo. Es necesario aplicar al aparato productivo la misma lógica que Marx aplicó al aparato del Estado desde la experiencia de la Comuna de París, cuando dice lo siguiente: “los trabajadores no pueden apropiarse del aparato del Estado burgués y utilizarlo al servicio del proletariado. Eso no es posible, porque el aparato del Estado burgués nunca estará al servicio de los trabajadores. Se trata de destruir ese aparato estatal y crear otro tipo de poder”.

Esta lógica también debe aplicarse al aparato productivo: tiene que ser, sino destruido, al menos radicalmente transformado. No puede ser simplemente apropiado por los trabajadores, el proletariado, y puesto a trabajar a su servicio. Necesita ser transformado estructuralmente.

El sistema productivo capitalista, por ejemplo, funciona sobre la base de fuentes de energías fósiles y responsables del calentamiento global –carbón y petróleo–, de modo que un proceso de transición al socialismo sólo es posible cuando esas formas de energía son reemplazadas por energías renovables, como son el agua, el viento y, sobre todo, la energía solar. Por eso, el eco-socialismo implica una revolución en el proceso de producción de las fuentes de energía. Es imposible separar la idea de socialismo –de una nueva sociedad–, de la idea de nuevas fuentes de energía, en particular, del sol. Algunos eco-socialistas hablan de comunismo solar, porque entre el calor, la energía del Sol y el socialismo y el comunismo habría una especie de afinidad electiva.

Pero no basta con transformar el aparato productivo, es necesario transformar también el estilo, el patrón de consumo, toda la forma de vida en torno al consumo, que es el estándar del capitalismo basado en la producción masiva de objetos artificiales, inútiles e incluso peligrosos. La lista de productos, bienes y actividades comerciales, que son inútiles y perjudiciales para los individuos, es inmensa. Un ejemplo claro es la publicidad. La publicidad es un desperdicio monumental de energía humana, trabajo, papel, árboles destruidos, electricidad, etc. Y todo esto para convencer al consumidor de que el “jabón X” es mejor que el “jabón Y”. Este es un claro ejemplo de desperdicio capitalista. Se trata, por lo tanto, de crear un nuevo modo de consumo y una nueva forma de vida, basada en la satisfacción de las verdaderas necesidades sociales; cosa completamente diferente de las supuestas y falsas necesidades producidas artificialmente por la publicidad capitalista.

Es necesaria una organización de todo el modelo de producción y consumo, basados en criterios ajenos al mercado capitalista; como serían las necesidades reales de la población y la defensa del equilibrio ecológico.

Esto significa una economía de transición al socialismo, en la que la población –y no las “leyes del mercado” o un burócrata político autoritario– decide las prioridades y las inversiones, en un proceso de planificación democrática. Esta transición no sólo conduciría a un nuevo modo de producción y a una sociedad más igualitaria, más solidaria y más democrática, sino a una forma de vida alternativa, una nueva civilización eco-socialista, por encima del ámbito del dinero, de los hábitos de consumo inducidos artificialmente por la publicidad y la producción infinita de bienes inútiles.

Sin embargo, si nos quedamos solo en esto, seremos criticados como utópicos que presentan una hermosa perspectiva del futuro y la imagen de otra sociedad, que obviamente es necesaria, pero no es suficiente.

El eco-socialismo no es sólo la perspectiva de una nueva civilización, una civilización de solidaridad –en el sentido profundo de la palabra, solidaridad entre los humanos y también con la naturaleza–, sino además una estrategia de lucha, ya aquí y ahora. No esperemos hasta el día en que el mundo cambie, no. Nosotros vamos a comenzar desde ahora a luchar por esos objetivos. Sólo así el eco-socialismo será una estrategia de convergencia de luchas sociales y ambientales –de la lucha de clases y de las luchas ecológicas– contra el enemigo común que son las políticas neoliberales, la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el imperialismo estadounidense y el capitalismo global. Este es el enemigo común de los dos movimientos: el movimiento ecologista y el movimiento social.

Esta unión socio-ecológica no se produce espontáneamente. Tiene que ser organizada conscientemente por los militantes, por las organizaciones. Es necesario construir una estrategia eco-socialista, una estrategia de lucha, en la que converjan las luchas sociales y las ecológicas. Necesitamos una perspectiva de lucha contra el capitalismo, un paradigma de civilización alternativa y una estrategia de las luchas sociales y ambientales que a partir de ahora siembre las semillas de esta nueva sociedad, de este futuro eco-socialista.

Para evitar que el Antropoceno se convierta en una catástrofe, es necesario un cambio radical, una bifurcación: la búsqueda de otro modelo de civilización

La alternativa eco-socialista implica, en última instancia, una transformación revolucionaria de la sociedad. Pero, ¿qué significa revolución? Walter Benjamín propuso una nueva definición de revolución en un pasaje interesante de sus notas a las tesis Sobre el concepto de historia (1940)[2]W. Benjamín, GesammelteSchriften, Frankfur, Suhrkamp Verlag, 1972,I,3,P.1232. La cita de Marx a la que se refiere Benjamín se encuentra en el libro Luchas de clase en Francia, de 1850 (Die … Continue reading que me parece muy actual: “Marx dijo que las revoluciones son la “locomotora” de la historia mundial. Pero tal vez las cosas se presentan de manera diferente. Puede ser que las revoluciones sean el acto por el que la humanidad que viaja en el tren tira de los frenos de emergencia” (1). De manera implícita, la imagen sugiere que si la humanidad permite que el tren siga su camino –ya trazado por la estructura de hierro de las vías– y nada detiene su carrera vertiginosa, vamos derechos a un desastre. Ban-Ki-Moon, ex Secretario General de las Naciones Unidas –personaje que nada tiene de revolucionario–, hizo hace unos años el siguiente diagnóstico sobre el tema ambiental: “Nosotros –dijo refiriéndose a los gobiernos del planeta– estamos con el pie pegado al acelerador y nos precipitamos hacia el abismo” (Le Monde, 5.9.2009).      

A principios del siglo 21 comenzamos un “viaje” cada vez más rápido hacia el abismo, en el tren suicida de la civilización industrial/capitalista. Un abismo llamado catástrofe ecológica. Es importante tener en cuenta la creciente aceleración del tren, la velocidad vertiginosa con la que se acerca al desastre. Necesitamos tirar fuerte de los frenos de emergencia de la revolución, antes de que sea demasiado tarde. 

Notas

Notas
1 Traducido del original en brasileño por Salvador Mendoza.
2 W. Benjamín, GesammelteSchriften, Frankfur, Suhrkamp Verlag, 1972,I,3,P.1232. La cita de Marx a la que se refiere Benjamín se encuentra en el libro Luchas de clase en Francia, de 1850 (Die Revolucionen sind die Lokomotiven der Geschichte).

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