Carta a los cristianos y cristianas de la diócesis de Madrid ante la llegada del próximo obispo

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Autor: Foro de Curas de Madrid

Dirigido a: El papa Francisco

Firma nuestra carta pidiendo que los cristianos y cristianas de la diócesis de Madrid podamos participar en la elección de nuestro futuro obispo

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Queridos hermanos y hermanas,

Los miembros del Foro de Curas de Madrid, después de un año especialmente dedicado al análisis de la situación de la Iglesia en general y de nuestra diócesis,  parroquias y de las comunidades cristianas en particular,  ante el inminente relevo de nuestro obispo y el próximo aniversario del 50 aniversario de la clausura del Concilio vaticano II, hemos querido enviaros esta carta con la intención de compartir con vosotras y vosotros algunas de nuestras preocupaciones y buscar conjuntamente soluciones prácticas e imaginativas a los desafíos que nos afectan como iglesia local.

No está en nuestro ánimo agobiaros en esta ocasión con nuevas cifras de la escalofriante crisis que estamos atravesando. Más bien queremos haceros llegar nuestra complicidad en esa larga lucha que con tanta generosidad y coraje estáis llevando contra la exclusión y el empobrecimiento de la gente en nuestros barrios y parroquias. Esto nos llena de satisfacción porque de sobra sabemos que, por el hecho de pertenecer voluntariamente a la Iglesia, en modo alguno se debilita sino que se acrecienta la solidaridad radical que mantenemos con el resto de la ciudadanía. Lo decía muy gráficamente el Vaticano II en el preámbulo de la constitución Gaudium et Spes (n. 1).

Los datos que nos llegan a diario desde la experiencia y las ciencias sociales nos invitan a pensar que estamos asistiendo al nacimiento de una nueva era en la que la nobleza del homo sapiens acabará imponiéndose a la demencia y la barbarie. Frecuentemente necesitamos superar la inmediatez de las cosas que nos afectan  para poder mirarlas en proceso o desde una perspectiva más amplia. Desde este punto de mira, ¡cómo desconocer la creciente generosidad que muchos y muchas estamos desplegando durante esta larga crisis entre los pobres!,  o ¡cómo ignorar la bondad y belleza de este mundo nuestro  a pesar de los destrozos y de la explotación a que diariamente lo sometemos!

Como cristianos católicos también creemos vislumbrar que una nueva era se está abriendo en nuestra Iglesia. Y esto, a pesar de las cautelas y hasta de las contradicciones que acompañan algunas decisiones del papa Francisco. Desde su llegada a la Sede de Pedro y, sobre todo, desde los gestos y reflexiones personales que hace en público, pensamos que un nuevo estilo está calando en la Iglesia. Una nueva praxis que va a impedir, como esperamos, que las cosas vayan a seguir siendo igual en el futuro.

Antes de compartir con vosotras y vosotros algunos de los retos que como Iglesia de Jesús en nuestra diócesis tenemos planteados  y que nos invitan a mirar hacia delante, nos parece necesario recordar algunos de los aspectos más relevantes de las últimas etapas de dónde venimos. A nadie se le oculta que estas últimas décadas han marcado profundamente el sello de la Iglesia institucional y han condicionado existencialmente la espiritualidad y la ética de la inmensa mayoría de la cristiandad.

Venimos de una primavera que, de improviso aunque largamente esperada, irrumpió en la Iglesia con el aggiornamento y el Concilio vaticano II, convocado por Juan XXIII y continuado inteligentemente por Pablo VI. Este comienzo, que fue una verdadera revolución copernicana —más en las ideas que en su traducción práctica— puso las bases de un proceso de cambio que debería haber llevado a la Iglesia desde su habitual forma piramidal y clerical, desigual y unida al Estado a otra más horizontal y democrática, comunitaria y arraigada en la espiritualidad bíblica, abierta a los signos de los tiempos y al diálogo con la modernidad, la interculturalidad y el pluralismo religioso. Una forma de Iglesia, en fin, profundamente respetuosa con su diversidad interna y el reconocimiento de la igualdad de todos los miembros del pueblo cristiano y centrada en la solidaridad y el cuidado a los sectores empobrecidos.

Pero el entusiasmo que suscitó esa primavera conciliar fue pronto apagado por el poder clerical, temeroso de perder el control sobre el pueblo cristiano. Y, contra el propio mensaje que proclamamos, el cuerpo social de la Iglesia no se encontró suficientemente preparado para plantarle cara a las tentaciones que tuvo que superar Jesús al comienzo de su vida pública y a las que iba cediendo progresivamente la cúpula eclesial. En esta deriva, ya a los pocos años de su clausura, las dudas de Pablo VI, que tan acertadamente había conducido la realización del concilio, fueron introduciendo en la Iglesia el anacrónico fenómeno de la involución. Y esta mirada hacia atrás fue desembocando paulatinamente en la gran restauración que se fue imponiendo durante los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, cuyas referencias al concilio fueron predominantemente más para rescatar doctrinas y costumbres ya superadas —aunque, debido al consenso, presentes en los textos conciliares— que para impulsar la renovación que preconizaba la mayoría conciliar. De este modo,  la tentación del dinero y la ocultación de la pederastia, unidas a una pastoral del espectáculo desencarnada y a la exclusión de la diversidad crítica en el pensar y en la praxis,  han venido creando el clima de deterioro que ha llevado a demasiados cristianos y cristianas a la desagregación  de la Iglesia católica y han sumido a esta en la pérdida de credibilidad y de relevancia pública. Es una larga etapa del “invierno eclesial” como acertadamente la calificó, en su momento, el teólogo Karl Rahner.

En este contexto, la llegada, también contra pronóstico, del papa Francisco, parece situarnos de nuevo en la pista de renovación interna y de apertura al mundo abierta por el vaticano II. Y es desde este espíritu de renovación y apertura desde el que nos atrevemos a solicitar vuestro apoyo y complicidad para abordar conjuntamente las transformaciones que necesita tanto nuestra diócesis en todos sus estamentos y actividades  como nuestras parroquias y comunidades.

Los desafíos que afectan mayormente al interior de nuestras instituciones nos están exigiendo el fortalecimiento de la fraternidad que, a pesar de las diferencias, nos une como Iglesia de Jesús desde la acogida, la misericordia y el perdón. Una fraternidad que se visibiliza en la comunidad  y que se edifica desde el reconocimiento de la igual dignidad y la posibilidad de participar en todos los servicios que afectan a la colectividad.

Nadie debería sentirse excluido del disfrute de estos servicios comunes, como tampoco Jesús excluyó de su mesa a muchos “recaudadores como Mateo y otros  descreídos”. Y nadie en la Iglesia debería sentirse apartado de la posibilidad de ejercerlos. Es sorprendente que, en nuestros días, sigamos agregando a nuestras instituciones eclesiales a personas que, por su identidad, género o situación social estas mismas instituciones les impiden ejercer su  responsabilidad y gozar de los derechos que tienen en la vida civil. Aunque hoy por hoy parezca inalcanzable, no podemos dejar de seguir reivindicando la utopía de una democracia plena en la iglesia. Somos ya lo suficientemente maduros como para poder elegir —sin esperar a que lo hagan desde fuera— a quienes han de animar nuestra fraternidad y comunión y ser nuestros representantes desde las más humildes instituciones como la comunidad y la parroquia hasta la más alta representación, como es el obispo, de la propia diócesis.

A este propósito, es bien elocuente la Tradición Apostólica transmitida por algunos padres de la iglesia antigua y escritores como San Hipólito de Roma (s.III): “Ordénese como obispo a aquel que, siendo irreprochable, haya sido elegido por todo el pueblo”; y San Cipriano de Cartago: “No se imponga al pueblo un obispo no deseado”.

Los desafíos que como ciudadanas y ciudadanos nos impulsan hacia fuera van mayormente en la línea de la justicia. No deberíamos olvidar que la caridad cristiana,  que como actitud todo lo impregna,  no debería suplantar nunca a la justicia. Es verdad que la crisis brutal que está quebrando la espalda de tantos hermanos y hermanas nuestros, tanto nativos como migrantes, nos arrastra frecuentemente a la acción inmediata que, a veces, olvida los derechos y las exigencias de la justicia. Pero no debería dejarnos satisfechos nunca la acción caritativa que no está abierta a la reivindicación de la dignidad de las víctimas. En este sentido, nuestra pertenencia y apoyo a los movimientos ciudadanos e indignados, a los movimientos sociales y mareas debería servirnos no solo para descubrir los grandes lugares donde hoy anida la injusticia,  sino para detectar también los lugares teológicos donde anida la mística cristiana. La “contemplación en la acción” sigue siendo válida también en nuestros días; entre otras razones por aquello de que “cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).

Finalizamos esta carta con una pregunta que es también una propuesta: ¿Estarías dispuesto/a a apoyar con tu firma una campaña informando al papa Francisco que los cristianos y cristianas de la diócesis de Madrid queremos participar de algún modo en la elección de nuestro futuro obispo?

Con un abrazo cordial.

El Foro de Curas de Madrid

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