martes, abril 23, 2024
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Carta al papa Francisco. Mi vela en este anuncio de mi próxima Pasacua

Éxodo 125
– Autor: H. Emili Boïls i Conejero –

Querido Santo Padre:

Sí, querido desde el mismísimo instante en que apareció en la logia vaticana tras su elección. Como en tantos que lo estábamos esperando, capté inmediatamente de qué iba a ir su pontificado. Su pectoral de latón. Su anillo pastoral de ídem. Su rechazo de la estola ostentosa llena de brocados de oro y de vanidades renacentistas.

Y, sobre todo, su pedir oraciones para usted, que ya lo creo que las necesita para desempeñar semejante acción universal.

Le escribo porque el Espíritu Santo me ha devuelto la vida a través de usted. (Me ahorro ya el tener que dirigirme a usted como santísimo, beatísimo Padre, y otras hierbas…) Personalmente, le estaba esperando desde mi muy amado y siempre presente Juan XXIII, al que le debo mi conversión, mi retorno a la Iglesia, que no a la Institución eclesiástica, mi paz y mi equilibrio interior, mi apostolado.

Le escribo desde una periferia muy periférica: el mundo de la Homotropía, que es como más o menos científicamente se ha de denominar al colectivo gay. Porque yo soy homosexual, o gay, por la gracia de Dios. Porque el Señor así lo ha querido para mí y para tantos otros hermanos/as y amigos/as que compartimos nuestro signo. La cuestión estriba en cómo se viva o se desviva nuestra peculiaridad. Por mi parte, yo soy uno de esos homosexuales que aman al Señor, observan sus leyes evangélicas, no canónicas, donde todo es condenación y nada caritativas, e intentamos ser mejores cada día, consecuentes con el don singular que se nos ha concedido, y, sobre todo, en haberme dado por completo a la reparación, vindicación y evangelización de nuestro signo y éxodo en el que he invertido mi ya larga vida.

Le escribo para pedirle que haga usted también lío con nuestra causa. Que no balconee con nuestro sufrimiento, postración y casi absolutas dificultades en vivir.

Nadie puede amar si no es amado. Y nosotros no somos amados dentro de la Institución eclesiástica. En la Iglesia, sí, porque la Iglesia como tal es Evangelio puro, y en él estamos y cabemos todos. ¿No vino Jesús a buscar a los pecadores, a los desvalidos, a los marginados todos, y qué somos nosotros, quizá los más marginados de la historia? No­sotros no somos pecadores de oficio, si acaso, lo somos de precipicio, a donde nos abocan todos, sociedad y tonsurados. ¿Recuerda usted haber oído alguna vez que en las largas retahilas de peticiones que se hacen en la misa y en la Liturgia de las Horas, se pida por los pobres, desgraciados y repudiados homosexuales? Yo no. Nunca. ¿No es esto una gravísima omisión evangélica? No somos. No contamos. No estamos presentes de alma, fe y espíritu; de cuerpo, sí, a veces, cada vez menos. No podemos acercarnos a la confesión porque nos sientan en seguida en un potro de tortura, y no en un bálsamo de amor, ternura y acogida.

Usted y un servidor, dicho con toda humildad, nos parecemos mucho. Nacimos un mismo año, 1936, el mismo mes, diciembre, yo el 8, luminosa festividad soleada y mediterránea de la Inmaculada, y usted el 17. Somos sagitarios (ja, ja!) Y me parece adivinar que tan constitutivamente sanguíneo como un servidor nos iremos haciendo mayores, pero jamás viejos. Cruzamos el siglo XX y el Concilio.

No me pierdo ni una sola de sus actuaciones y de su ministerio. Le sigo, como seguí a mi Juan XXIII, porque, después del fallecimiento del único superior que me acogió, me quiso, me sostuvo y me comprendió hasta el fondo durante treinta y tres años, no he vuelto a encontrar a nadie que atienda, comprenda y acepte sin condiciones ni prejuicios o prevenciones mi vida interior, además de la exterior. Algo muy, muy penoso. Y si existen, yo no sé dónde están. Volver a explicar a nadie si fue antes el huevo o la gallina, ya no me toca ni me apetece en absoluto: que aprendan ellos. Nosotros, los gays, ya sabemos lo que somos. Quienes han de aprenderlo y aceptarlo son los heteros, especialmente los más recalcitrantes, sean obispos o cardenales. Como no contamos abiertamente entre las filas de los fieles infieles, nos ha tocado montárnoslo por nuestra cuenta, en cuanto a prácticas religiosas se refiere. Pero, a veces, sin guías firmes, debidamente documentados y testimoniales. Y eso, con toda modestia, ha intentado hacer un servidor con mis hermanos y hermanas de signo y éxodo.

Resultado: incomprendido y rechazado, tanto por los de fuera como por los de dentro. Creo que no existe en el mundo religioso apostolado más duro, más ingrato y estéril como éste de intentar encauzar, corregir y dignificar a este mundo que no es neurótico en sí mismo, pero que puede enloquecer ante tantísima presión social, laboral, familiar y religiosa.

Échenos una mano. Tome cartas en el asunto. Asesórese de equilibrados informadores, no de resabiados, oscurantistas y encubridores de su marca dentro de las filas eclesiásticas. Lo estamos esperando desde hace cinco mil años de judaísmo y de dos mil de cristianismo. Y ya le llegó su hora. Preparada con crímenes, persecuciones, violentaciones, desprecios… y muchas lágrimas, oraciones, suicidios y esperanzas.

Lo esperamos del Concilio Vaticano II, y no nos llegó. Y después, tal vez forzado por las circunstancias, por aquel documento apostólico de mi también muy amado papa Pablo VI. No nos defraude. Levante el espeso telón que nos oculta. No somos sexo solamente. Hay mucho y muy bello a aportar en nuestro colectivo cuando nos dejan expresarlo. Yo odio también con toda mi alma esas astracanadas, esas manifestaciones de lo más grotesco, banal, estúpido e hiriente que es para la sociedad y para mí mismo y tantos otros congéneres que no participamos en ello, de la cabalgata del día del orgullo gay. Yo me siento profundamente avergonzado. Destruye en una tarde lo que tan costosamente edificamos algunos día a día, sudor a sudor, acogida de los muchos heridos por nuestra condición que no acuden jamás a esos esperpentos. Los Gabrieles, los Cristóbales, los Juanjos, los Joséluises, y un etcétera largo que son los que acojo de continuo. La retaguardia del dolor, del sufrimiento, de las decepciones, de los que nunca encuentran el amor humano que los redima, según cr­een ellos mismos. Yo les hablo del amor de Dios.

Por eso opté, porque el Señor así me lo inspiró, en comprometerme como hermanito de la amistad, ya que tampoco entre las diversas fraternidades de mis hermanos seguidores de nuestro fundador común, el padre Carlos de Foucauld, existía este apostolado concreto, en iniciar este camino de llegar hasta ellos y hasta todos, como quien quiere ir hasta los pobres más pobres evangélicos, hasta los más abandonados entre los abandonos, si es que no lo somos no­sotros en propia carne y espíritu. Somos la única tragedia humana que hace reír. Que no se le puede entender y acoger porque está envuelta en un ¿aura? de befa y mofa. Sic. Somos pájaros de vuelo desorientado. Y, con frecuencia, sin nido propio. Sólo somos lo que ocultamos. (Sigmund Freud).

La terrible farsa de las apariencias. Y un corazón desorientado es una fábrica de fantasmas. San Agustín.

Perdonémonos mutuamente. Trabajemos por este inédito e insospechado ecumenismo, porque sólo el que conoce a Dios conoce al hombre. Romano Guardini. Recemos todos, meditándolos y repararándolos, los salmos 30 y 33. Dios hablará.

Mi canto del cisne existencial no es tal, sino anuncio, por ley de vida, de mi canto de la Angélica de una verdad que amo y que ya se acerca, porque, como reza el oficio de difuntos, cuando todo esto de aquí se acabe, descansaré en paz. Sí, yo también iré a la vida, a la Luz, al AMOR. Beata Isabel de la Trinidad.

Rezo mucho por usted. Rece usted también siempre por mí.

Lo necesito tanto como usted.

Su más solidario y ferviente hijo. Beso su mano.

 

 

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