martes, marzo 19, 2024
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Cambios que propició en el modelo de Iglesia

Por José Luis Segovia Bernabé (vivió el magisterio de Rufino en el Seminario de Madrid, años 80)

Redacto estas líneas, apresuradas pero cariñosas, en memoria de Rufino Velasco. Las hilvano a través de varios temas que, a mi juicio, fueron la pasión de su vida y que sirven muy bien para contextualizar su aportación teológico-pastoral.

Haciendo un ejercicio de memoria agradecida, inevitablemente resuenan en mis oídos las palabras con que enfáticamente repetía con una pasión poco disimulada: «El Concilio Vaticano II ha supuesto un giro copernicano en la autocomprensión de la Iglesia». Rara era la clase en la que no salía alguna vez esta afirmación. Estábamos en las clases de eclesiología que nos impartía en el seminario de Madrid a mediados de los años 80. A algunos de sus jóvenes oyentes nos faltaba perspectiva, y todavía no éramos capaces de atisbar la magnitud de sus afirmaciones. Sin embargo, los seminaristas vivíamos en pisos y en comunidades parroquiales de barrio, muy próximos a las cuitas de la gente sencilla, y ese contexto ayudaba a entender mejor afirmaciones como la comentada.

Otro tema al que era muy afín el bueno de Rufino era el de los pobres y el papel protagonista que deben tener en la eclesiología. En efecto, probablemente porque su reflexión sobre la Iglesia era ‘reinocéntrica’ y muy centrada en una aproximación a la figura de Jesús y a su praxis, los pobres ocupaban un lugar muy relevante en sus clases y en sus publicaciones. Adelantándose al papa Francisco, que habla de la “amistad” con los pobres, categoría que muestra aún más la horizontalidad relacional con ellos, Rufino mostró cómo esto había de ser posible: los pobres no eran en su discurso solo destinatarios preferentes de la Buena Nueva del Reino, son también protagonistas, actores y hermeneutas de la humanidad nueva a la que nos convoca Jesús de Nazaret. Sin ellos, la Iglesia puede ser muchas cosas, pero nunca será la Iglesia de Jesús. Frente a una Iglesia eurocéntrica que venía acumulando “el polvo imperial de siglos”, cercana a opresores y poderosos, Rufino bebía de la Iglesia latinoamericana, desplegada en múltiples comunidades de base y ubicada en el que llegó a definir como “ continente para la Iglesia”. Una Iglesia Pueblo de Dios, fraternal, encaminada imparable con los empobrecidos, en continuo anhelo de justicia era el referente que tenía en su mente y en su corazón. No era un postulado de la razón teórica, sino una experiencia muchas veces sellada con el marchamo del martirio, como tuvo ocasión de comprobar in situ el propio Rufino a través de personas muy queridas por él.

Aunque no era muy dado a prodigarse en latines, sí recuerdo su repetición de la máxima Ecclesia semper reformanda est. La necesidad de una continua autocrítica, de superar la cultura del siempre-se-ha-hecho-así, la burocratización pastoral o el clericalismo (temas hoy muy presentes, por ejemplo, en Evangelii gaudium) eran cuestiones tratadas por él en sus clases, que siempre convocaban a no perder de vista el horizonte de lo esencial, del evangelio de Jesús sin glosa. Su docencia vinculaba de continuó eclesiología y cristología.

Descansa, Rufino, en paz de todos tus afanes y que el buen Dios te regale en plenitud aquello que anhelaste durante toda tu vida.

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