jueves, marzo 28, 2024
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A LOS 40 AÑOS DEL VATICANO II. ¿UN NUEVO CONCILIO?

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– Autor: Evaristo Villar –
 
1. Desde los sectores más renovadores del catolicismo frecuentemente se siguen haciendo grandes elogios de un Concilio -el Vaticano II- que se clausuró hace ahora justamente 40 años (08/12/1965). Y no sin razón, porque, aunque estos eventos, organizados generalmente desde arriba, suelen ser antes un punto de llegada que de partida, el Concilio Vaticano II, como es sabido, rebasó en muchos aspectos esta norma. En este sentido, como punto de llegada (final de la Contrarreforma), y también como punto de partida (“aggiornamento” de la Iglesia y encuentro con la modernidad) el Vaticano II seguirá siendo para los cristianos (y no sólo para ellos) un referente de enorme interés. Para enfocar bien este asunto deberíamos recordar someramente la necesidad de reforma con que la Iglesia católica llega a la segunda mitad del siglo XX. Lastrada por el peso de una tradición secular que la asfixia y paraliza, pero también removida interiormente por la presencia soterrada de un impulso renovador que pugna por salir a flote, la Iglesia está atravesando esa tensa calma que suele preceder a momentos de gran agitación. Se reproduce en ella el habitual conflicto que surge siempre entre el inmovilismo del poder que se asienta sobre posiciones doctrinales bien amarradas y los movimientos renovadores que, en contacto con otras realidades, pugnan por cambiar la situación. El conflicto aflora en la Iglesia cuando el mejor conocimiento de sus fuentes (la Sagrada Escritura y la Patrística) y el mayor contacto con el mundo real hacen ya inviables la forma y estilo que se habían venido imponiendo durante siglos. La contrarreforma (o respuesta católica a la reforma luterana del siglo XVI), que se había mantenido contra las embestidas de la Ilustración (s. XVIII) y del modernismo (s. XIX), se desmorona ahora como un castillo de naipes ante los incontenibles avances socioculturales y científicos de la segunda mitad del siglo XX. Desde todos sus ángulos se está necesitando otra forma de Iglesia que acoja e impulse su dinamismo interno y proyecte otro modo de presencia cristiana en el mundo.

En este contexto, fue providencial la llegada del Papa Roncali, Juan XXIII, que, recogiendo fielmente las aspiraciones del momento, decidió “abrir las ventanas de la Iglesia para respirar aire fresco”. Y, ante la sorpresa general, anunció la convocatoria de un Concilio (25-01-59) para responder a la pregunta “Iglesia de Dios, ¿qué dices de ti misma?”, y, también, para redefinir su misión en el mundo. Una misión que luego, durante el desarrollo del Concilio, se fue perfilando como presencia cristiana entre los gozos y angustias de la humanidad, singularmente entre los más pobres y excluidos (Gaudium et Spes 1). No es este el lugar para hacer un pormenorizado balance de los resultados de este empeño. Pero es justo reconocer que, si las tres grandes apuestas del Vaticano II (la reforma interna de la Iglesia, la unión de las Iglesias cristianas y la presencia “profética” en la mundo) no han llegado a producir el fruto que se esperaba, su mayor responsabilidad no habría que echarla sobre el aula conciliar donde se incubaron, sino sobre la aplicación que se ha hecho de las mismas en el posconcilio. Precisamente, del espíritu que reinó en el aula conciliar afirmó Pablo VI, al clausurar el concilio (el 8 de diciembre de 1965), que “aquella antigua historia del buen samaritano había sido el ejemplo y la norma, según la cual se ha regido la espiritualidad de nuestro concilio”. Y, sobre la aplicación que de todo esto se ha hecho en el posconcilio, para nadie es ya una novedad afirmar que ha estado marcada por la involución y por un restauracionismo que ha pretendido reimplantar nuevamente en la Iglesia la contrarreforma y la época de cristiandad.

2. Pero no haríamos honor a la verdad si no dijéramos, después de todo esto, que esas mismas voces, que no han escatimado elogios al decisivo impulso que el Vaticano II dio a las grandes transformaciones sociopolíticas, culturales y religiosas del pasado siglo, reconocen ahora, ante los retos que el nuevo milenio nos está planteando (y no sólo a los cristianos, sino también al resto de las confesiones religiosas y a la misma conciencia humana), sus lagunas o insuficiencias. Pues, si es cierto que los cambios en nuestra época se suceden en forma vertiginosa, no parece menos cierto que hoy, más que a una época de muchos cambios, a lo que estamos asistiendo es a un “cambio de época”. Y esto nos pilla, en cierto modo, desprevenidos. Porque este “cambio epocal” no sólo nos enfrenta a problemas cuantitativamente numerosos, sino a situaciones que, en gran medida, son cualitativamente diferentes, nuevas.

En este sentido, no le podemos exigir al Vaticano II lo que él no puede dar. Surgido en una época aun no globalizada (por lo que a nosotros toca, en plena vigencia del “nacional-catolicismo”), ni las preocupaciones, ni los objetivos, ni los medios con que contaba podrían haber elaborado respuestas adecuadas a las nuevas situaciones. Su mejor aportación -amén de su proyección de una nueva imagen de Iglesia- es sin duda su decidida apuesta por la presencia pública de la Iglesia, -su forma “samaritana” de estar en el mundo- y su voluntad de colaborar, con talante inclusivo y renovador, con todas sus instancias en la difícil solución de los grandes problemas que aquejan a la humanidad. En consecuencia, para los nuevos desafíos de hoy estamos necesitando nuevas respuestas que sólo como inspiración podemos recoger del Vaticano II. Me voy a referir sólo a los dos retos que considero de mayor calado. Para muchos autores no se trata de dos problemas enteramente nuevos, sus raíces vienen de lejos y ya existían, en forma larvada, durante la época del Concilio. Pero éste no pudo abordarlos. Por esta razón, se piensa que el Concilio llegó insuficientemente y tarde a la cita con la historia: llegó a la modernidad cuando ya el mundo (occidental) estaba transitando las vías de la postmodernidad.

a) En primer lugar, el reto que supone para la conciencia humana la existencia de inmensas masas de pobres que la globalización de la economía neoliberal ha dejado al descubierto. A esta nueva situación hemos llegado como final desafortunado de la “guerra fría” o guerra de confrontación geopolítica entre los dos grandes sistemas del momento, el capitalismo y el socialismo. Con el triunfo inapelable del primero, cuyo símbolo podemos advertir en “la caída del muro de Berlín” (1989), se impone un único sistema económico, el “sistema mundo” que ha clausurado el “ciclo de emancipaciones nacionales” que venían defendiendo su supervivencia y libertad en décadas anteriores (singularmente en Centroamérica y el Caribe). Ahora todo ha quedado bajo la hegemonía inapelable de un mercado controlado por los grandes intereses del capital. Un mercado que excluye, por principio, a todos los que no tienen nada que mercar. Es decir, esa “inmensa masa de pobres” que malviven entre la resignación, la desesperación y la ilusión de alcanzar algún día ese mínimo de bienestar que hoy les está negando el sistema que protege nuestra comodidad. Pues bien, para abordar esta nueva situación, que afecta a las tres cuartas partes de la humanidad, no se pueden encontrar líneas de acción en el Vaticano II. (Y esto a pesar de su gran Constitución Gaudium et Spes, uno de los documentos, de inspiración religiosa, más brillantes del pasado siglo). Tampoco la Teología de la Liberación, que se desarrolló a partir de la década de los 70 en América Latina, directamente inspirada en el mismo Vaticano II, puede, desde su ámbito eminentemente sectorial, ofrecer respuestas adecuadas a este magno problema de toda la humanidad. b) El otro botón de muestra es la presencia en escena de las muchas religiones, o del pluralismo religioso. Aunque las religiones ya estaban ahí, algunas desde hace milenios, su epifanía en el horizonte actual es un fenómeno nuevo, no enteramente desvinculado de las masas de pobres que señalábamos en el punto anterior. Porque, si el sistema mundo nos ha puesto ante los ojos las masas de pobres que existen en el planeta, estos mismos pobres nos han descubierto las muchas religiones que existen en el mundo. Porque a nadie se le escapa que es entre los pobres donde las religiones tienen mayor audiencia. Y, a su vez, que son las religiones, todas las religiones y sus respectivas instituciones las que, por regla general, muestran mayor “preferencia” hacia los pobres y los que sufren. De este modo, los muchos pobres, dejados a la intemperie por la globalización neoliberal, han puesto de manifiesto, a su vez, las muchas religiones. (Y no entramos ahora a verificar si las religiones empujan a los pobres a liberarse de su situación, a la construcción de “un mundo otro” -como axioma cristiano desarrollado por la Teología de la Liberación-, o, más bien, los están llevando a la resignación y a la pasividad, lo que las convertiría en verdadero “opio del pueblo”, como ya denunció Marx).

Pues bien, siendo honestos, tampoco este magno problema de relación de la Iglesia católica con el pluralismo religioso se puede resolver hoy desde las aportaciones del Vaticano II. Sus máximas apuestas, en este terreno, fueron por el ecumenismo (constitución Unitatis redintegratio), que clama por la unidad de las iglesias cristianas, pero manteniendo la primacía de la Iglesia católica sobre el resto de las “iglesias hermanas”; y por el inclusivismo que refleja el decreto Nostra aetate sobre la relación con las religiones no cristianas. En definitiva, este nuevo fenómeno “del pluralismo religioso”, que pone en cuestión el monolitismo cristiano, exige un nuevo tratamiento que establezca unos mínimos éticos desde donde abordar entre todas las religiones el compromiso por la justicia en el mundo y la defensa de los derechos humanos y ecológicos. 3. ¿Un nuevo concilio ante los nuevos retos? Siempre será mejor abordar directamente los problemas que resbalar sobre los mismos o dejarlos pudrir indefinidamente. La historia no asumida vuelve siempre reivindicando sus derechos. Pero los problemas señalados anteriormente son de tal magnitud que parecen superar la misma capacidad de la Iglesia católica para abordarlos en solitario. Tanto más cuanto que la actual situación por la que está atravesando ella misma (con una práctica de la democracia interna y un respeto a los derechos humanos más que discutible y discutido) no parece ofrecer garantías suficientes para afrontarlos con un mínimo de objetividad y realismo en un nuevo concilio. En este sentido, es loable el esfuerzo que están desplegando algunos colectivos católicos (entre ellos Proconcil) para reclamar “un proceso conciliar participativo y corresponsable” en la Iglesia católica. Pero los desafíos parecen tan urgentes y desmesurados que van a exigir la colaboración de todas las religiones y de toda conciencia humana para resolverlos. No tenemos, es verdad, ninguna solución mágica para responder a sus demandas. Pero si -mientras vamos rastreando entre todos el camino más práctico y realista- se nos fuera permitido soñar, soñaríamos con un escueto parlamento de todas las religiones del mundo dirigiendo a la humanidad una breve carta como esta: “Querida humanidad: Estamos teniendo noticia de que nuestros fieles se están implicando conjuntamente y con los pobres en la defensa de la justicia maltratada por el capitalismo neoliberal. Y esto nos agrada porque nos parece el mejor camino para establecer la paz. Por otra parte, sabemos también que estos mismos fieles se están imponiendo el máximo respeto a los derechos humanos en el interior de cada una de las instituciones a que pertenecen. Y esto nos vuelve a llenar de satisfacción porque entendemos que, por vía de ejemplaridad, éste puede ser otro camino que atraiga al resto de las instituciones humanas al reconocimiento de la dignidad e igualdad de los hombres y mujeres que poblamos actualmente el planeta. Nosotros, como portavoces oficiales de todas las religiones del mundo, te anunciamos estas buenas noticias que creemos inspiradas por el mismo Dios. Enhorabuena”… Pero, claro, esto, de momento, es sólo un sueño. ¡Qué lástima!

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