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José Mª Castillo

Éxodo 122  (ener.-febr.) 2014
-Autor: Benjamín Forcano-

José Mª Castillo, granadino, de Puebla de Don Fadrique; ordenado sacerdote, fue jesuita y siguió en la Compañía hasta el 2007; Licenciado en Teología por la universidad de Granada y Doctor en Teología por la universidad Gregoriana de Roma; por más de 40 años profesor de teología en la Facultad de Teología de Granada y profesor invitado en las Universidades Gregoriana de ” de El Salvador; cofundador de la Asociación de teólogos y teólogas Juan XXIII; en 2011 la Universidad de Granada le confiere el Doctorado Honoris Causa en Teología; escritor y autor de numerosos libros; docente y conferenciante itinerante en Estados Unidos y Europa (Portugal, Francia, Alemania, Suecia, Bélgica y especialmente en Italia). Y en esta trayectoria, diversas veces puesto a prueba y censurado, por ser fiel y libre en su enseñanza.

José Mª, me siento particularmente dispuesto a esta entrevista, por considerarte viejo amigo, colega de lides teológicas y colaborador de nuestra revista Éxodo. Creo que te conocemos y te hemos acompañado a sabiendas de lo necesario y valioso de tu labor teológica. Nunca has estado solo. Representabas el sentir de muchas personas y sectores de la Iglesia, a los que resultaba connatural estar a tu lado compartiendo tus nuevos rumbos y propuestas.

En la iniciada apertura y reforma del Papa Francisco, nos gustaría saber qué ha supuesto para ti y cómo has recibido la actuación (palabras y gestos) del Papa Francisco.

El nuevo obispo de Roma, el Papa Francisco, es un hombre sorprendente, que cada día me sorprende más. A mí y a mucha gente también. Dentro y fuera de la Iglesia. Lo que más me llama la atención, en este hombre, no es su forma de ejercer un cargo (el de Papa), sino su forma de vivir (tan profundamente humana). Desde el papado de Gregorio VII (s. XI), lo que más se venía destacando en los papas era el poder, su potestad plena y universal. Y lo peor de este asunto es que hubo muchos papas que, mientras ejercieron el papado, vivieron convencidos de que ellos tenían ese poder ilimitado. Lo mismo que muchos cristianos también se lo creyeron y se lo siguen creyendo. Por eso ahora hay muchos católicos que están decepcionados, desengañados y hasta irritados con el Papa Francisco. Porque no hace en la Iglesia los cambios que ellos se imaginan que un “Papa ejemplar” tendría que hacer, según las preferencias de cada cual. Lo determinante de un Papa no es su “potestad”, sino su “humanidad”.

Echando la vista atrás, ¿tu larga trayectoria teológica de más de 40 años fue siempre en una única dirección o señalarías en ella momentos de cambio importantes?

Yo nací y crecí en una familia de derechas, religiosa y chapada a la antigua. En el seminario y en la formación que me dieron los jesuitas se reforzaron las convicciones que viví en casa de mis padres. En mis primeros años de sacerdote, yo era un jesuita tradicional. Hasta que, precisamente en Roma, los años que estuve en la Gregoriana coincidieron con las dos primeras sesiones del concilio Vaticano II. Allí empecé a darme cuenta de la distancia que hay entre la Iglesia y el Evangelio. Y lo que empecé a ver en Roma se me confirmó y se acentuó cuando volví a España. La convivencia con los jóvenes jesuitas de los años 60 me transformó. Más que profesor o formador de aquellos jóvenes, quise ser amigo de ellos. Lo que tuvo una consecuencia decisiva en mi vida: no sé si fui o no fui educador de aquellas generaciones juveniles; lo que sí sé es que ellos me cambiaron a mí. En Roma vi la distancia que hay entre la Iglesia y el Evangelio. Conviviendo con los jóvenes de la década de los 60, me di cuenta de la distancia que hay, además, entre la Iglesia y la sociedad. La institución eclesiástica vive tan lejos de la cultura de nuestro tiempo, que ni se da cuenta de dónde está realmente, ni a dónde va por el camino que lleva. Por eso aumenta cada día el descrédito del clero. Y la cantidad de gente que no quiere saber nada de ese extraño estamento.

Dentro del contexto histórico eclesial que te ha tocado vivir, ¿qué significado atribuyes al concilio Vaticano II y cómo valoras el papel de los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI?

El entusiasmo y las esperanzas que suscitó el Concilio Vaticano II son el indicador más claro de que es mucha la gente que quiere “otra Iglesia” y “otra forma de estar presente” la Iglesia en el mundo. Pero aquel entusiasmo empezó pronto a tambalearse. Y terminó por hundirse. ¿Qué ocurrió para acabar en semejante fracaso? El Vaticano II renovó la teología de la Iglesia. Pero no cambió el sistema de gobierno de la Iglesia. La Iglesia que tiene su centro en el pueblo creyente; y la Iglesia que tiene su centro en la jerarquía gobernante, estas dos “iglesias” representan dos eclesiologías yuxtapuestas, pero no integradas la una en la otra, como bien dijo el cardenal Suenens. La consecuencia ha sido que, en los años posteriores al Concilio, se fue sobreponiendo, más y más, el gobierno jerárquico de la Curia Vaticana a la participación responsable del pueblo creyente. El gobierno de la Iglesia tomó así un camino antievangélico. Más identificado con los intereses políticos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher que con la humanidad ejemplar de Jesús. Los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI han tenido a la Iglesia sin gobierno durante más de 30 años. El gobierno lo ha ejercido una Curia dividida y enfrentada en luchas de poder. Hasta desembocar en una situación de marginación social y descomposición interior cuya única salida no ha podido ser otra que la renuncia de un Papa que se vio incapaz para seguir en el cargo.

Dentro concretamente de España, ¿el mensaje y espíritu del Vaticano II fueron bien recepcionados o se estancaron y fueron bloqueados? ¿Respaldaron nuestro ingreso en la democracia o la frenaron?

Durante el Concilio y los años siguientes, España vivió el final de los 40 años de dictadura y de nacional-catolicismo que mantuvieron a la Iglesia española marginada de Europa. Yo mismo, nacido y educado en Granada, en el mismo colegio en el que había estudiado García Lorca, me enteré de la existencia y muerte de este genio mundial de la literatura cuando viajé por primera vez a Italia. No fue mera casualidad que algunas de las instituciones religiosas más integristas hayan tenido su cuna de nacimiento en España. Franco siguió, hasta su muerte, multando y metiendo curas en la cárcel de Zamora. El dictador era el que hacía la terna para los nombramientos de obispos. Y a los nuevos obispos les exigía ir a su palacio a hincarse de rodillas delante de él para jurarle obediencia. El pos-concilio fue tenso y duro. No sólo en España. También en Roma. En 1971 estuve con los obispos españoles en el Sínodo mundial, dedicado al sacerdocio y la justicia. El cardenal Tarancón fue el relator oficial sobre las “cuestiones prácticas” que interesaban a los sacerdotes. Sin contar con el cardenal, al imprimir el texto de su discurso, un monseñor de la Curia le cambió varios pasajes importantes. Las papeletas para el texto final tuvieron que ser firmadas por los obispos. ¿Qué libertad podía enseñar aquella Iglesia? Por eso fue tan meritoria y ejemplar la postura, en defensa de la democracia, que asumió una importante mayoría del episcopado, inmediatamente después de la muerte de Franco.

Personalmente, puesto que has estado en medio de esta pugna a favor o en contra del cambio, ¿cómo has visto este proceso? ¿Qué repercusiones y costes tuvo en tu vida: resignación, resistencia, censura, marginación…? ¿Qué significa este involucionismo para la vida de los ciudadanos y con qué consecuencias?

El sentimiento más vivo y desagradable que tengo es que fui cobarde. Y por cobardía fui demasiado sumiso al sistema eclesiástico. Esto es duro decirlo. Pero es más duro vivirlo. En España, la religión ha sido –y sigue siendo– un factor determinante para el sufrimiento o el bienestar de los ciudadanos. En los años de la dictadura, la Iglesia estuvo de rodillas ante el dictador. Y ahora, en la democracia, está en silencio ante la brutalidad de un sistema que concentra el capital y el poder en unos pocos (muy pocos), buscando y aceptando privilegios económicos y legales, al tiempo que mantiene las mejores relaciones posibles con la economía canalla que está destrozando la clase media y hundiendo en la miseria a los más débiles. No nos damos cuenta de que el Evangelio no es un libro de religión, sino un proyecto de vida para humanizar este mundo. En Jesús, Dios –al encarnarse– se humanizó. Por eso sus tres grandes preocupaciones fueron la salud de los enfermos, la comida de los pobres y las relaciones humanas. Muchas veces he buscado más “lo divino” que “lo humano”. Con frecuencia, este proyecto de vida me ha deshumanizado.

¿Dónde encuentras la clave para explicar la cerrazón de nuestra Jerarquía e Iglesia a alinearse con el Concilio y rechazar la modernidad?

En la Iglesia somos muchos los que vivimos más preocupados por el poder y la gloria que por remediar el sufrimiento de los más débiles. Por eso el Papa Francisco está sorprendiendo a tanta gente y es uno de los hombres más importantes del mundo. Pero creo que la clave para explicar la cerrazón de nuestra Jerarquía hay que buscarla en los orígenes mismos de la Iglesia. Los documentos más antiguos que nos informan de las primeras “iglesias” son las cartas de Pablo, que se escribieron entre los años 49 al 56. La redacción de los evangelios que ha llegado hasta nosotros es posterior al año 70. O sea, la Iglesia se organizó, no según las enseñanzas del Jesús terreno (al que Pablo no conoció), sino según las exigencias del poder sagrado, tal como se practicaba en el judaísmo y en la religión del Imperio. Este problema no se ha afrontado nunca en la Iglesia. Y todavía no se ha resuelto.

Sin duda, en tu enseñanza teológica hay un cuadro de valores, sopesados por la investigación moderna y por la tradición auténtica de la Iglesia, que tú remites siempre a Jesús y a su Evangelio. Si esto es así, ¿qué es lo que hay que poner en cuestión, esta nueva teología o la praxis imperial, obsoleta y mundanizada, de la Curia romana?

La praxis de la Curia romana se basa en un supuesto, que es falso y peligroso. Se trata del supuesto según el cual Jesús fundó una religión, la religión cristiana. De forma que los mandatarios de la Curia son los dirigentes sagrados de esta religión, en la que “lo sagrado” se tiene que anteponer siempre a “lo profano”, “lo divino” a “lo humano”. Los problemas que este criterio acarrea para las relaciones de la Iglesia con el Estado y con la sociedad son interminables. Mientras la teología católica siga estancada en este criterio, la Iglesia será una institución trasnochada, con más de doscientos años de retraso respecto a la cultura de nuestro tiempo. Decididamente hay que afirmar que Jesús no fundó ninguna religión. Jesús vivió y habló de tal manera que entró en conflicto con la religión. Lo primero, para Jesús, fue aliviar el dolor de los que sufren. Y para dejar patente que eso es lo primero, desobedeció constantemente a los sacerdotes, a los maestros de la ley y a los observantes religiosos. Por eso lo mataron. Si la religión mató a Jesús, ¿cómo se puede decir que Jesús fundó una religión?

¿Cuáles serían, en tu quehacer teológico, los tres o cuatro aspectos que has tenido en primer plano y por los que más te has desvivido?

Siempre tuve la impresión de que la teología se preocupaba más por responder a los problemas de siglos pasados que por resolver los problemas que ahora interesan más a la gente. Por eso, lo primero que me hizo desvivirme fue el empeño por actualizar la teología, en la medida de mis cortas y bastante limitadas posibilidades. Esto fue motivo de crecientes problemas, que son bien conocidos. Mi exclusión de la Facultad de Teología coincidió con el asesinato de los jesuitas de El Salvador. Desde entonces, estuve bastantes años dando clases de teología de los sacramentos y de espiritualidad en la UCA. La cercanía a los pobres y a la Teología de la Liberación me hizo más sensible al sufrimiento de los más débiles. En los últimos años, me preocupa mucho el problema de la religión. Son demasiados los cristianos a quienes les interesa más la religión que el Evangelio. Justamente al revés de lo que hizo Jesús.

Desde la compleja herencia recibida –preconciliar y conciliar–, ¿otorgas al Papa Francisco poder para llevar a cabo las reformas hace tiempo esperadas? ¿Cuáles serían las prioritarias y qué condiciones requerirías para poder realizarlas?

El Papa Francisco lleva sólo un año en el cargo. Un solo hombre, en un solo año, no puede reformar lo que se ha construido en casi dos mil años. Además, este Papa se ha encontrado con un episcopado y una Curia romana que él no había organizado y creo que a él no le gusta, tal como está. Por otra parte, es una equivocación pensar que el Papa tiene un poder ilimitado. No lo tiene. El Papa está más limitado de lo que imaginamos. ¿Qué puede hacer, entonces? Lo que está haciendo. Al Papa Francisco le preocupa más el sufrimiento de los pobres y enfermos, de los ancianos y de los niños, que el esplendor de la religión y de la Iglesia. A partir de estas preocupaciones, este Papa ha iniciado un camino nuevo para el cristianismo. Lo decisivo ahora es que los demás sigamos el mismo camino. No nos debe preocupar que se modifique la teología, la moral o el derecho canónico. Lo que debe acaparar nuestro interés y nuestra atención es el sufrimiento de la gente, las asombrosas desigualdades ante las que no podemos seguir callados, la corrupción de tantos políticos y hombres de la religión.

¿Ves en camino de reemplazo la vida otrora pujante de la vida religiosa y del sacerdocio presbiteral?

Jesús no fundó ni la vida religiosa ni el sacerdocio. En los evangelios, en la teología de Pablo, en el resto del NT, en toda la tradición del siglo II, no se habla ni de vida religiosa ni de sacerdocio ministerial en la Iglesia. Por tanto, de la misma manera que la Iglesia pudo ser la verdadera Iglesia de Jesús sin sacerdocio y sin vida religiosa, no es ninguna herejía ni disparate alguno pensar que pueda llegar el día en que lo mismo los curas que los frailes y las monjas se acaben. Otra cosa es el episcopado, un tema que necesitaría un estudio específico para comprender su razón de ser. Pero una Iglesia sin clero sería una Iglesia en la que el pueblo creyente podría recuperar su protagonismo. Los creyentes en Jesús el Señor se sentirían verdaderamente responsables en la Iglesia, por la Iglesia y para la Iglesia. Tal como están las cosas, ahora mismo, a este clero le veo un futuro muy problemático. A no ser que en el clero se introduzcan cambios importantes: clérigos que vivan de su trabajo (como hacía san Pablo), que puedan casarse (como lo estaba san Pedro), que vivan pobremente (como vivió Jesús). A partir de eso, que cada comunidad –siempre de acuerdo con el episcopado local y con la propia cultura– se organice de forma que pueda responder a las carencias y esperanzas de cada pueblo, de manera que la Iglesia local sea una fuente de esperanza, de justicia y de libertad.

Los cambios que estamos viviendo anuncian mutación profunda de los paradigmas tradicionales. ¿Ves en el Occidente posmoderno alternativas de recuperación para la vivencia del cristianismo?

El 30 de abril de 1944 escribió Dietrich Bonhoeffer su famosa carta en la que hizo una de las afirmaciones más lúcidas que se hicieron en el siglo XX: “Nos encaminamos hacia una época totalmente arreligiosa. Simplemente, los hombres tal como de hecho son, ya no pueden seguir siendo religiosos. Incluso aquellos que sinceramente se califican “religiosos”, no ponen esto en práctica en modo alguno; sin duda con la palabra ‘religioso’ se refieren a algo muy distinto”. En los ambientes cristianos se le ha tenido miedo a Bonhoeffer. Pero los hechos que estamos viviendo le están dando la razón. La crisis de la Iglesia y de la religión es patente, la estamos palpando y la sentimos en nuestra propia intimidad. Es más, si el Papa Francisco está teniendo el éxito que todo el mundo ha visto, tal éxito se debe –según creo– a que el jesuita Bergoglio ha desplazado el centro de su religiosidad. Ese centro ya no está dentro de la basílica de San Pedro, sino fuera del templo, en la plaza, en las televisiones de casi todo el planeta, entre la gente, en sus visitas a los barrios pobres, en su cercanía al sufrimiento humano. Para el Papa Francisco, el centro de la Iglesia no está en la religión, sino en la humanidad, en la debilidad de los enfermos, los ancianos y los niños. Eso es lo que ha hecho a este papa, en pocos meses, que sea visto como el “hombre del año 2013”. Al proceder de esta manera, este papa está actualizando la presencia de Jesús. Porque, a fin de cuentas, dos mil años antes que este papa, Jesús fue un profeta de Dios, un hombre de Dios, que no fue muy religioso, al tiempo que fue profundamente humano. Por eso la gente se entusiasmó tanto con Jesús. Como ahora se ha entusiasmado con el Papa Francisco. Mucha gente no sabe, ni se imagina, que “Dios es un producto tardío en la historia de la religión” (G. van der Leeuw, W. Burkert…). Mucho antes que en Dios, los hombres pusieron sus creencias en los rituales, en los sacrificios, en las observancias de la religión. Esto es lo que está tocando a su fin. La gente ya está harta de ceremonias, normas, rituales presuntamente sagrados. Le tenemos un misterioso miedo, y hasta pánico, a lo humano. Creemos más en lo económico, en lo político, en lo religioso. Pero sólo humanizando este mundo es como podemos encontrar al Dios que se nos dio a conocer en Jesús de Nazaret.

¿O va a ser, al final, una batalla entre el mensaje liberador de Jesús –y de otros credos éticos y religiosos– y el proyecto reductor y devastador del neoliberalismo globalizado?

No estamos ante la batalla entre la religión y el capitalismo. Todo lo contrario: religión y capitalismo se sustentan mutuamente, se legitiman y perviven ayudándose entre ambos. La batalla decisiva es la que se ha desencadenado entre lo humano y lo inhumano, entre la felicidad y el sufrimiento. Ahí, en eso justamente, es en lo que se va a decidir el futuro de la humanidad. Y el futuro del cristianismo. Teniendo siempre en cuenta que solamente lo que nos hace felices es lo que nos hace verdaderamente humanos. El “homo sapiens” dio sus primeros pasos, en este mundo, hace cien mil años. Desde entonces, lo humano se ha ido sobreponiendo a lo inhumano. La crisis actual no es el final. Es un paso adelante. Y será un paso decisivo.

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