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UNA LECTURA DE LA BIBLIA EN CLAVE LIBERADORA

Éxodo 99 (mayo-jun.´09)
– Autor: Ariel Álvarez Valdés –
 
En la década de los 70 del pasado siglo, la Teología de la Liberación actualizó una clave, siempre presente en la Biblia pero frecuentemente olvidada en la larga marcha del pueblo judeocristiano creyente. Se trata de la clave de la liberación. En los dos episodios que siguen, Ariel Álvarez, exégeta y gran especialista de la hermenéutica bíblica actual, ha querido presentar pedagógicamente esta clave. El primero representa una apuesta por la liberación cristiana de la mujer; el segundo, por no camuflar la falta de hospitalidad con la homosexualidad.

1 ¿TUVO JESÚS DISCÍPULAS MUJERES?

Una labor masculina

Que Jesús tuvo discípulos varones es algo que ningún estudioso ha negado nunca. Sabemos que durante su vida pública se rodeó de un grupo de hombres que lo seguían a todas partes, lo acompañaban en sus viajes, escuchaban sus enseñanzas y lo ayudaban en la tarea de predicar y anunciar el Evangelio. De hecho, la tradición siempre lo ha imaginado en compañía de sus doce apóstoles, y recorriendo con ellos los pueblos y las aldeas de Palestina.

Pero ¿tuvo también discípulas mujeres? ¿Hubo algún grupo de señoras que formaban parte de su comitiva? De ser así, habría constituido un fenómeno sorprendente y escandaloso, ya que entre los judíos del siglo I estaba mal visto que un maestro enseñara la Biblia a mujeres, y que además se dejara acompañar por ellas. ¿Dice algo el Nuevo Testamento sobre esto?

Si leemos el primer Evangelio que se escribió, es decir, el de san Marcos, veremos que allí Jesús siempre aparece rodeado sólo de varones, nunca de mujeres. Sólo éstos lo acompañan a todos lados: a comer con los pecadores (Mc 2,15), a navegar por el lago de Galilea (Mc 3,7), a predicar la Palabra de Dios (Mc 4,34), a curar los enfermos (Mc 5,31) o a viajar por el país (Mc 6,1). Eso nos lleva a pensar que el movimiento que Jesús había fundado era exclusivamente masculino.

Las extrañas espectadoras

Pero al final, el Evangelio nos depara una sorpresa. Cuando Jesús se halla clavado en la cruz, después de morir, Marcos nos dice que “había allí unas mujeres mirando desde lejos. Entre ellas estaba María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de José, y Salomé. Ellas seguían a Jesús y lo servían cuando estaba en Galilea. Y había también muchas otras, que habían subido con él a Jerusalén” (Mc 15,40-41).

Se trata de un dato sorprendente. Nunca antes Marcos nos había contado que Jesús tenía mujeres que lo seguían. Sólo después de su muerte aparecen ellas mencionadas por primera vez.

¿Quiénes son estas mujeres? Marcos da el nombre de algunas de ellas, las más conocidas en su ambiente, y nos señala tres características.

La primera es que “seguían” a Jesús. El verbo “seguir” es un verbo especial, que los Evangelios suelen reservar para los discípulos de Jesús. Por ejemplo, cuando Jesús llamó a Pedro y Andrés que estaban pescando, ellos dejaron las redes y “lo siguieron” (Mc 1,18). Cuando llamó a Santiago y a Juan, también dejaron a su padre y “lo siguieron” (Mt 4,22). Cuando invitó a Leví, sólo le dijo “sígueme”, y él “lo siguió” (Mc 2,14). Y al hombre rico lo llamó diciendo: “sígueme” (Mc 10,21).

Es que, según Marcos, una de las condiciones que Jesús había puesto a sus discípulos era que “lo siguieran” (Mc 8,34). Se trataba de algo tan fundamental, y la idea estaba tan arraigada en los Doce, que una vez se cuenta que el apóstol Juan encontró por el camino a un hombre muy bueno, creyente, que hasta realizaba milagros, pero no fue considerado discípulo porque “no seguía” a Jesús (Mc 9,38). Y cuando los Doce quisieron mostrarle su condición de discípulo, le dijeron a Jesús: “nosotros te hemos seguido” (Mc 10,28.

Con la escuela a cuestas

O sea que el seguimiento a Jesús era uno de los rasgos fundamentales que tenía el grupo de discípulos. Pero no era un seguimiento simbólico, como cuando nosotros decimos “yo sigo a tal autor” para decir simplemente que seguimos sus ideas. No. Jesús pedía el seguimiento físico, literal, por los lugares y pueblos que él recorría predicando y curando enfermos. O sea, seguir a Jesús significaba abandonar la casa, la familia y el trabajo, para dedicarse de lleno a un ministerio itinerante. No se podía “seguir” a Jesús permaneciendo uno en su casa.

Ésa era la principal diferencia con los demás maestros y rabinos de su época. Éstos reunían a sus discípulos en un edificio o centro de estudio, donde les enseñaban la Ley, y después los mandaban de vuelta a sus casas. Además, el plan de estudios que les ofrecían duraba una cantidad fija de años. En cambio Jesús había inventado algo novedoso. No los convocaba a ninguna escuela, ni les ofrecía un curso prefijado: los invitaba a experimentar en su propia vida la Buena Noticia que él predicaba. Y para ello los llevaba por todas partes para que vieran cómo iba apareciendo el Reino de Dios que había venido a traer: curando enfermos, liberando a los oprimidos, perdonando los pecados, contagiando esperanza a los humillados. Por eso era necesario un seguimiento físico de Jesús.

Seguir a Jesús, pues, era la característica singular de sus discípulos. Ahora bien, si Marcos nos dice que aquellas mujeres que estaban al pie de la cruz “seguían a Jesús”, es porque formaban parte del grupo itinerante de sus discípulos.

No sólo lavar los platos

Lo segundo que Marcos dice de ellas es que “servían” a Jesús cuando estaba en Galilea.

¿Qué clase de servicio prestaban en el grupo? Normalmente se piensa que hacían trabajos “de mujeres”, es decir: cocinar, servir la mesa, lavar los platos, coser la ropa. Un grupo itinerante como el de Jesús necesitaría de alguien que se ocupara de estos menesteres.

Y bien podía haber sido ésa la tarea de ellas. Pero, en primer lugar, vemos que muchas de estas funciones en el grupo de Jesús las cumplían los varones. Así, los discípulos aparecen sirviendo la comida (Mc 6,41), recogiendo las sobras que quedaban (Jn 6,12), comprando alimentos (Jn 4,8). Éstas, pues, no se consideraban tareas femeninas.

Además, en el Evangelio de Marcos la palabra “servir” no significa hacer tareas domésticas, sino anunciar el Evangelio. En efecto, Jesús al hablar de su misión en este mundo, dijo que él no vino “a ser servido sino a servir, y a dar su vida” (Mc 10,48). O sea que servir, en el lenguaje evangélico, equivale a dar la vida por los hermanos, pero cumpliendo una misión evangelizadora. Ésa misma, dice Jesús, es la misión de todo discípulo (Lc 12,35-48; 17,7-10). Incluso la perfección cristiana se obtiene con el servicio (Mt 25,44).

O sea que si estas mujeres “servían” a Jesús, es porque de alguna manera predicaban el Evangelio, sanaban enfermos, expulsaban demonios y realizaban las mismas tareas de los demás discípulos.

Por último, Marcos dice que ellas “habían subido con Jesús a Jerusalén”. Es decir, no eran mujeres locales, que al enterarse de su muerte se habían reunido espontáneamente a contemplar el macabro espectáculo, sino mujeres de Galilea, que habían viajado con Jesús y sus discípulos a Jerusalén para celebrar la fiesta de Pascua. Habían hecho, pues, el largo viaje relatado en Mc 10,1-11,11.

Otros nombres pero la misma función

Si Jesús tuvo durante su vida pública, además de los Doce, un grupo de mujeres que lo acompañaban en sus viajes y en su misión, ¿por qué Marcos guardó silencio sobre ellas durante todo el Evangelio y sólo al final las menciona? Posiblemente porque su presencia en el grupo de Jesús era un dato escandaloso para los lectores. Por eso prefirió no nombrarlas. Pero el hecho de que ellas hubieran estado presentes durante su muerte, e incluso durante su resurrección, era tan conocido, que Marcos ya no pudo callarlo. Por eso terminó mencionándolas al final, y explicando quiénes eran y de dónde habían venido.

Pero Marcos no es el único evangelista que las menciona. También Mateo, al relatar la muerte de Jesús, agrega: “Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirlo. Entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo” (Mt 27,55-56).

Mateo, al igual que Marcos, da el nombre de tres de ellas. Sólo cambia el de la tercera mujer. Mientras Marcos cita a Salomé, Mateo habla de la madre de los hijos de Zebedeo (es decir, la madre de Santiago y Juan). Posiblemente porque Mateo no sabía quién era Salomé; en cambio sabía que la madre de los Zebedeo estuvo siguiendo a Jesús durante su vida; de hecho la menciona en una escena (Mt 20,20).

De todos modos, lo que nos dice de ellas es lo mismo que Marcos: que seguían a Jesús y que le servían.

Aunque perjudicaba a su marido

También Lucas menciona a las mujeres discípulas al final de la vida de Jesús (Lc 23,49; 23,55). Pero este autor nos depara una sorpresa, pues hizo algo que ningún otro evangelista se animó a hacer: las menciona como acompañantes de Jesús durante su vida pública.

En efecto, en cierta ocasión en que Jesús iba de viaje por Galilea, dice Lucas: “Recorría las ciudades y pueblos, proclamando y anunciando el Reino de Dios; lo acompañaban los Doce y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes; Susana, y muchas otras que lo servían con sus bienes” (Lc 8,1-3).

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