martes, abril 16, 2024
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TEOLOGÍA POLÍTICA DE LA HOSPITALIDAD

Escrito por

Éxodo 102 (ener.-febr’10)
– Autor: Daniel Izuzquiza –
 
Este artículo ofrece algunas reflexiones acerca de la hospitalidad, particularmente con las personas migrantes en situación de irregularidad administrativa. Lo haré en cinco pasos: sucesivamente iré recorriendo los aportes complementarios de la Biblia, de la liturgia, del magisterio eclesial y de la praxis histórica, concluyendo con unos comentarios sobre la hospitalidad como expresión de la teopolítica en la vida cotidiana.

IMÁGENES DE LA ESCRITURA

Comenzamos, pues, evocando muy brevemente algunas imágenes de la escritura, que nos ayudan a situarnos en la perspectiva correcta. Resulta imposible ofrecer aquí siquiera una síntesis de los textos fundamentales de la Biblia referidos a la realidad de la migración y de la hospitalidad. Me limitaré a mencionar media docena de ellos, tanto del antiguo como del nuevo testamento, a modo de ejemplos ilustrativos. Abraham, nuestro padre en la fe, era un hombre itinerante que salió de su tierra como emigrante y supo acoger hospitalariamente, sin saberlo, al mismo Dios (Gen 12 y 18). El Pueblo de Israel, explotado en tierra extranjera, se constituye como tal Pueblo gracias a la acción liberadora del mismo Dios, que oye sus gritos (Ex 1-15). Una vez en la tierra prometida, el Pueblo está llamado a vivir unas relaciones basadas en la solidaridad, uno de cuyos iconos es la hospitalidad con los extranjeros que viven en su seno (Lev 19, 34). El destierro a Babilonia y el regreso posterior a Palestina supusieron otra de las crisis fundantes que constituyen al pueblo como lo que es. Jesús mismo sufrió el destierro (Mt 2, 13-23), a lo largo de su vida no tuvo donde reclinar la cabeza (Mt 8, 20) y explícitamente se identificó con los migrantes (Mt 25, 35). El apóstol Pablo abre el evangelio a los extranjeros (Gal 1, 16) y forma con ellos una comunidad plural y unificada en la diversidad, uno de cuyos rasgos distintivos es la acogida al otro. Por su parte, Pedro escribe a una comunidad de migrantes (1 Pe 1, 1; 2, 11) y les exhorta a practicar la hospitalidad mutua (1 Pe 4, 9).

De manera particular, los cristianos volvemos una y otra vez al recuerdo de las mesas compartidas de Jesús de Nazaret a lo largo de toda su vida. Esta comensalidad abierta de Jesús generó y expresó un modo nuevo de relacionarse. Unas relaciones marcadas por la circularidad, por la inclusión, por la igualdad, por la simetría, por la acogida incondicional. Esta praxis cotidiana generó conflictos y finalmente le llevó a la muerte, sellada en la Última Cena, y vencida en la resurrección. En las comidas postpascuales, la comunidad reconoce que Jesús es el único Señor de la historia, y que todos los demás somos hermanos. En Jesucristo, cada persona es reconocida en su dignidad fundamental, sabiendo que cada una es diferente, pero que esa diferencia nunca puede legitimar discriminaciones o exclusiones de ningún tipo. Esto es lo que celebramos en la eucaristía.

DINÁMICAS DE LA EUCARISTÍA

La eucaristía siempre comienza en la calle, en la vida, en la historia. Aunque muchas veces no somos conscientes de ello, la misa incluye una procesión de entrada. Se trata de una procesión potente y secular que nos lleva de la calle al templo (y que, más tarde, se completará con la procesión de salida, que nos lleva de nuevo del templo a la calle). Esta procesión reúne a quienes durante la semana han vivido por diversos rincones de la ciudad, congrega a los disgregados, unifica a los dispersos, acerca a los distantes. En definitiva, es una procesión que muestra y recuerda que todos somos con-vocados por el único Señor de la historia. Cada uno llegamos con nuestras preocupaciones, anhelos, gozos, esperanzas, sufrimientos e impotencias; con nuestra situación concreta, con nuestra matriz cultural, con nuestra ubicación social, con nuestras raíces, con nuestra vida cotidiana. Al terminar esta procesión de entrada, cada uno sigue siendo distinto al otro, pero no somos ya distantes. Hemos reconocido el rostro del otro, nos hemos reconocido en ese mismo rostro.

Y escuchamos, ya en el templo, el saludo del presidente de la celebración: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Somos convocados y acogidos por el Dios Trinidad, el Dios que de manera admirable mantiene la unidad-en-la-diversidad. Máxima comunión en la plena identidad personal. Y el Pueblo responde a una sola voz: “Amén”. Cada uno de nosotros (y todos juntos) constatamos que este Dios-comunidad-inclusiva es el fundamento, el sostén, el soporte inquebrantable de nuestros deseos de vivir una sociedad integrada, plural y respetuosa de las diferencias. Sentimos también, con la señal de la cruz, el abrazo de la Trinidad que no sólo nos sostiene, sino que también nos unifica. Abrazo de quien nos atrae a sí porque desea que vivamos a imagen y semejanza de su plena unidad-en-la-diversidad; abrazo de quien nos acoge sin condiciones y nos invita a la acogida universal.

Por ello, no puede sorprender que el siguiente paso de la misa consista en reconocer nuestras faltas y pedir perdón por ellas. Hay una gran distancia entre nuestros deseos y la realidad, entre el ”espíritu del Padre Compasivo” y el “espíritu del mundo”. Dios sueña con una tierra hospitalaria, inclusiva, fraterna, marcada por relaciones justas, respetuosa de las diferencias, donde cada persona pueda expresarse en plenitud… y sin embargo vivimos en una sociedad discriminadora, excluyente, disgregada, dominada por relaciones de explotación, injusta y desigual. Y, por supuesto, no somos espectadores externos a esta realidad, sino agentes activos de nuestra historia. “Señor, ten piedad”, debemos gritar con honestidad. Al hacerlo, volvemos a experimentar el perdón de Dios, que sigue comprometido en empujar nuestra historia por caminos de fraternidad y por ello nos acoge, nos rehace y nos lanza de nuevo a la vida. Exclamamos, pues, “¡gloria!” para reconocer y agradecer el compromiso permanente de Dios para llevar su creación a la plenitud, acogiendo a todas las personas sin exclusiones.

No podemos en este artículo seguir analizando todo el contenido de la celebración eucarística, así que nos limitaremos a indicar brevemente los elementos centrales de su dinámica interna. Tras los ritos iniciales que acabamos de mencionar, nos adentramos en la liturgia de la Palabra, expresión de la circularidad de la palabra, en la que se reconoce la Voz de Dios en las voces de cada persona, que se expresa con diversos acentos, tonalidades, perspectivas y músicas. A continuación, la liturgia eucarística nos recuerda la necesaria circularidad del pan, del vino, de los bienes materiales; y nos lanza, por tanto, a hacer realidad el destino universal de esos mismos bienes. La mesa compartida y hospitalaria nos abre, pues, a los derechos culturales, sociales y económicos que reconoce y promueve la doctrina social de la Iglesia.

VOCES DEL MAGISTERIO

En este apartado, quiero referirme a algunos textos contemporáneos del magisterio de la Iglesia que muestran con nitidez y contundencia el deber cristiano de practicar la hospitalidad. Es decir, invitan a vivir la fuerza del evangelio en favor de nuestros hermanos migrantes en situación de vulnerabilidad o exclusión social, dejando, eso sí, margen para que cada creyente y cada comunidad lo encarnen con creatividad en su contexto concreto. Concretamente, nos centraremos en tres documentos.

En primer lugar, recordamos el texto de Juan Pablo II para la Jornada Mundial de las Migraciones y los Refugiados del año 1996, porque es el documento magisterial que aborda de manera más detallada la situación de las personas migrantes en situación irregular. Leemos allí: “Como sacramento de unidad y, por tanto, como signo y fuerza de agregación de todo el género humano, la Iglesia es el lugar donde también los emigrantes indocumentados son reconocidos y acogidos como hermanos”. Se subraya aquí la importancia de la correcta mirada y reconocimiento: el migrante sin papeles no es alguien hostil, sino un huésped al que acoger porque está en situación vulnerable.

A continuación, indica el Papa que “para el cristiano el emigrante no es simplemente alguien a quien hay que respetar según las normas establecidas por la ley, sino una persona cuya presencia lo interpela y cuyas necesidades se transforman en un compromiso para su responsabilidad. ‘¿Qué has hecho de tu hermano?’ (cf. Gn 4, 9). La respuesta no hay que darla dentro de los límites impuestos por la ley, sino según el estilo de la solidaridad”. Por dos veces, este breve párrafo sugiere que la praxis cristiana de la hospitalidad supera los límites estrechos de la legislación vigente. Una vez más la mística (ver al otro como hijo de Dios y hermano mío) conduce a la política.

Finalmente, retenemos esta frase de Juan Pablo II: “Hoy el emigrante irregular se nos presenta como ese forastero en quien Jesús pide ser reconocido. Acogerlo y ser solidario con él es un deber de hospitalidad y fidelidad a la propia identidad de cristianos”. Además de recoger de nuevo la importancia del reconocimiento, este texto indica que la hospitalidad no es algo optativo, marginal o secundario, sino un verdadero deber para el cristiano, expresión de su mismo ser.

El Catecismo de la Iglesia Católica da un paso más en esta misma dirección. En el número 2241 dice que “las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben”. Se trata, pues, de un derecho natural que debe ser respetado por las autoridades; por tanto, un derecho de aplicación universal y obligatoria. Las leyes concretas de cada Estado deben subordinarse a este principio, que no afecta sólo a la praxis de la caridad cristiana, como si fuera algo optativo o limitado. Por eso, el Catecismo dice a continuación que “el ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio” (n. 2242). Es, por tanto, una invitación a que los cristianos se planteen y disciernan en conciencia la nocooperación y la desobediencia cívica ante leyes que limitan la práctica de la hospitalidad.

El tercer documento fue publicado en el año 2007 por la Conferencia Episcopal Española y lleva por título La Iglesia en España y los inmigrantes. Allí leemos: “Atención especial debe prestarse a los llamados “sin papeles”, respetando siempre su dignidad y derechos fundamentales”. De nuevo encontramos la afirmación de que no estamos ante algo optativo, sino expresión de nuestro ser más auténtico: “La propia vocación católica se manifiesta, entre otras formas, en la hospitalidad brindada al extranjero, cualquiera que sea su pertenencia religiosa, en el rechazo de toda exclusión o discriminación racial y en el reconocimiento de la dignidad personal de cada uno, con el consiguiente compromiso de promover sus derechos inalienables”.

De manera particular, subraya el texto que la Iglesia “debe dar ejemplo en su trato y consideración con los inmigrantes”. Más en concreto, destaca “el servicio de la acogida o de la hospitalidad cristiana. Por medio de él, a cuantas personas llegan hasta nosotros como inmigrantes, independientemente de su origen, situación legal o jurídica o de la forma de su llegada, hemos de prestarles la misma atención que si fuera el mismo Señor peregrino o extranjero que se identifica con ellos y espera ser acogido por quienes creen en Él”. Una vez más, encontramos que la hospitalidad cristiana con el migrante irregular queda enmarcada por el reconocimiento sincero, el servicio efectivo, la universalidad encarnada, la experiencia mística, la superación de las trabas legislativas y la praxis concreta. Esto mismo queda ilustrado en el siguiente apartado.

PRÁCTICAS DE LA TRADICIÓN

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