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SEGUIMIENTO DEL EVANGELIO, AFIRMACIÓN DE LOS VALORES DE LA MODERNIDAD

Escrito por

Éxodo 109 (jun.jul.) 2011
– Autor: Demetrio Velasco –
 
1. LA PARADÓJICA ACTUALIDAD DE LA CUESTIÓN

Sorprende que, tras siglos de construcción de las sociedades modernas, y de los consiguientes debates sobre la Modernidad y sus logros, fracasos y fiascos, sea preciso todavía seguir argumentando sobre la necesidad de asumir la irrenunciable herencia que dicha Modernidad nos ha legado, si queremos vivir el Evangelio cristiano de forma históricamente suficiente. Pero vivimos tiempos en los que no solamente se resaltan los fiascos y fracasos de la modernidad, sino que se rechazan frontalmente sus logros, tanto ideológicos como institucionales, y se pretende construir un mundo nuevo, “como si la Modernidad no hubiera existido”. Este es el caso, por ejemplo, de algunos representantes de la corriente teológica, conocida como “ortodoxia radical”, que, en nuestros días, está teniendo una significativa presencia en el ámbito del discurso teológico católico. Personalmente, he afirmado, en un reciente texto dedicado a criticar la obra de T. W. Cavanaugh, que “El rechazo frontal de la Modernidad y de sus expresiones más paradigmáticas, como el ya mencionado Estado moderno, la secularización y el individualismo que vertebran el imaginario de las sociedades modernas, es el objetivo prioritario de dicha teología. El hecho de que dicho imaginario moderno se haya convertido en hegemónico, hasta llegar a colonizar a la misma Iglesia y a la teología que en ella se crea, está, según esta corriente, en la raíz de una deriva totalitaria y nihilista que se refleja en la grave crisis que padecemos. Si queremos salir de esta situación de penuria ética y religiosa, no hay otra salida que la deconstrucción, léase demolición, de toda la historia construida por y desde el Estado moderno y empezar a reconstruir una nueva forma de entender la realidad y de vivirla. El nuevo imaginario solamente puede construirse teniendo como pilar básico a Dios, sin cuya omnipresencia es imposible construir algo que pueda ser adecuadamente verdadero y justo. La alternativa, siempre según esta corriente, pasa por una religión cristiana convertida en referente nómico de cualquier sociedad que se quiera razonable”.

Aunque esta corriente no sea todavía hegemónica en el pensamiento cristiano, comparte algunos de sus prejuicios antimodernos con buena parte del “pensamiento oficial” de la Iglesia católica actual. En mi opinión, a lo largo de las últimas décadas se ha dado un resurgir del tradicionalismo católico que, liderado por los papas, pretende restaurar una cosmovisión premoderna del cristianismo y de la misma Iglesia católica, con el argumento de que la Modernidad nos ha conducido a la lamentable situación de nihilismo y de relativismo que ahora padecemos.

En las páginas que siguen intentaré mostrar que este diagnóstico que se hace de la Modernidad no es el adecuado y que, aunque no sea fácil, los cristianos estamos obligados a vivir el evangelio en el mundo en que nos ha tocado vivir, y que, para hacerlo de forma “históricamente suficiente”, debemos hacer nuestros los valores de la Modernidad. Por supuesto, debemos hacerlos nuestros “críticamente”, como la misma Modernidad lo exige.

2. APRENDIENDO DE LA PARÁBOLA DEL TRIGO Y DE LA CIZAÑA

Sería una insensatez, tras una historia ya centenaria de críticas a la Modernidad, pretender cerrar los ojos y no aceptar lo que de certero y útil han supuesto dichas críticas, a la hora de deslegitimar y relegitimar los mejores logros de nuestras sociedades modernas. De hecho, lo mejor de la filosofía moderna ha estado comprometida en este empeño de afirmar críticamente dichos logros. Los Derechos Humanos, en sus diversas generaciones, que son, en mi opinión, uno de ellos, son un ejemplo de cómo se ha ido construyendo una concepción del ser humano, sujeto de derechos y obligaciones, más allá de sus permanentes negaciones teóricas y prácticas. Negar, hoy, por ejemplo, los DDHH sería una actitud incompatible con la defensa del ser humano y con la posibilidad de vivir con ellos y, desde ellos, el evangelio cristiano. Es verdad que las posturas antimodernas dirán que los derechos humanos, en la medida en que son verdaderos derechos humanos, son un fruto primigenio del cristianismo; que la Modernidad se ha limitado a secularizarlos, vaciándolos, así, de su verdadero fundamento divino y, por ello, humano. Pero parece poco respetuoso con la historia simplificar de esta forma la lectura de la realidad.

No es posible justificar condenas indiscriminadas de realidades complejas, como ha acostumbrado a hacer el pensamiento reaccionario y tradicionalista católico con las grandes revoluciones liberales y con los proyectos sociopolíticos de ellas derivados. No es este el lugar para mostrar los numerosos ejemplos de este tipo de condenas, equivocadas y nocivas en tantos aspectos. Solamente decir que suelen nacer de instituciones cuya autocomprensión refleja una previa e injustificada sacralización de su propia realidad. Este es, en mi opinión, el caso de la Iglesia católica, cuando condena a la sociedad moderna, desde un pretendido estatus de aristocracia ontológica, epistemológica y ética, que se ve llamada a ejercer en exclusiva y sin aceptar control alguno del exterior. El monopolio monoteísta de la verdad y de la unidad que tan celosamente pretende ejercer le impiden comprender que, en sociedades seculares y plurales, hay ortodoxias que son imposibles y unidades que son indeseables. El evangelio del trigo y de la cizaña obliga a una autocomprensión desacralizada de la propia realidad. También la Iglesia es cizaña, incluso cuando creer ser solamente trigo limpio. Los derechos humanos modernos de la libertad y de la igualdad nos recuerdan que lo contrario a la verdad humana no es el error sino la violencia, que lo contrario a la unidad humana no es el pluralismo, sino la uniformidad, que lo que humaniza a la igualdad humana es la diferencia, etc. Si es verdad que el ser humano moderno, que tiene autonomía espiritual para decidir con libertad lo que debe creer o no creer, tiene una dignidad que todos debemos respetar, la Iglesia debería saber relativizar su monoteísmo, tanto desde su dimensión epistemológica como ética, para facilitar que los seres humanos concretos puedan acoger primero, y seguir, después, el evangelio… La iglesia debería relativizar sus pretensiones de cohesión y unidad, acomodándose a las exigencias del pluralismo moderno, democrático y dialógico. De no ser así, sus mejores intenciones, como las que parecen dinamizar el proyecto “patio de los gentiles”, se agotarán en una mera puesta en escena, vacía de contenido.

No es posible hacer compatibles los grandes logros de la Modernidad, especialmente los DDHH y la democracia, con una cosmovisión premoderna como la que legitima la institución autocrática de la Iglesia. Mantener unas estructuras jerárquicas propias del Antiguo Régimen y alimentar un imaginario clerical de carácter estamental es incompatible con una sociedad moderna que respete los derechos humanos como derechos subjetivos. No parece plausible que la recepción de los derechos humanos se pueda hacer de forma adecuada desde un neotomismo que no ha llegado a reconocer los derechos humanos subjetivos. Los derechos humanos son algo que un ser humano puede exigir porque se le deben por ser sujeto humano y no sólo ni fundamentalmente algo que uno ejerce cuando actúa conforme a un orden objetivo y justo al que debe adecuar su conducta. El objetivismo providencialista que inspira toda la tradición tomista ha rechazado reiteradamente una concepción subjetiva de los derechos, por considerar que el subjetivismo moderno nace viciado por las doctrinas nominalistas y voluntaristas que lo dieron a luz. Se adjudica dicho subjetivismo a Occam y a otros autores de la escolástica decadente contaminados de averroísmo, en la Baja Edad Media, y, más tarde, será visto como patrimonio de la Reforma protestante y de las demás “herejías”. El pensamiento reaccionario y papas como Pío VI o Pío IX abundarán en esta idea que se hará hegemónica en la Iglesia católica.

Creo que no se pueden afirmar los derechos humanos, como unos principios abstractos y dogmáticos, sin tener en cuenta su intrínseca historicidad, es decir, sin asumir las mediaciones históricas y sociopolíticas que les han permitido ver la luz. Sólo unas situaciones históricas, vividas con la conciencia crítica de ser situaciones límite que los seres humanos no deberían seguir padeciendo, pudieron dar lugar a la creación de un imaginario social revolucionario, que se acabó plasmando en las Grandes Declaraciones de derechos.

3. EL GIRO ANTROPOLÓGICO DE LA MODERNIDAD Y LA AUTONOMÍA ESPIRITUAL DEL SUJETO MODERNO

Si hay un rasgo definitorio de la Modernidad es su vocación de afirmar al individuo humano concreto como un sujeto cuya dignidad y derechos deben ser reconocidos y respetados por todos. “¡Todavía no ha nacido nadie tan digno como para ser dueño de nadie!” Esta proclama revolucionaria es expresión de un imaginario social que, ante las experiencias de servidumbre y de dominación de las sociedades del Antiguo Régimen, grita un “no hay derecho” y exige una transformación verdaderamente revolucionaria de las relaciones humanas y sociales. Todos los seres humanos somos libres e iguales porque gozamos de una vida interior, de una capacidad de pensar y de querer, de una autonomía espiritual, que nos permite a la vez que nos obliga a elegir lo que queremos y podemos ser. La verdad que debe guiar la vocación de todo ser humano no podemos encontrarla ya en la sociedad exterior, religiosa y política, estamental y corporatista, en la que cada uno sabía de antemano lo de que podía y debía llegar a ser. “Noli foras ire, in interiore homine habitat veritas”. En el “hombre interior habita la verdad”, dice este aforismo agustiniano, que la Modernidad interpreta como rechazo de toda intromisión coercitiva de instancias heterónomas en la conciencia humana. Desde el “hombre interior” que piensa y decide se construye y legitima todo lo demás. La sociedad y sus múltiples instituciones religiosas o políticas tienen en el individuo humano su instancia creadora y legitimadora, a la vez. Todas las instituciones deben respetar y favorecer los derechos y libertades subjetivos del individuo humano, procurando hacerlos compatibles con los derechos y libertades de todos los demás. El contractualismo moderno y la construcción del Estado de Derecho nacen de la asunción de este giro antropológico que conlleva la afirmación de la autonomía espiritual del ser humano. Desde la perspectiva sociopolítica, lo más específico y nuclear de la modernidad consiste en afirmar que la autonomía y libertad modernas son incompatibles con toda pretensión teocrática y clerical de legitimar el poder. Para el imaginario moderno, ninguna relación humana que suponga dominación de unos seres humanos sobre otros, que legitime la desigualdad y la exclusión, o que niegue los derechos fundamentales de la persona, puede ya legitimarse.

La Iglesia, obligada por las circunstancias, aceptará que, dado que ya no puede seguir defendiendo los derechos de la Verdad con la imposición de la fuerza, dado que los Estados modernos no se lo permiten, accederá a mantener una nueva estrategia de acomodación a las circunstancias. Aunque su ideal sería seguir manteniendo el control directo de la ortodoxia religiosa y moral en las sociedades modernas, dada la imposibilidad práctica de hacerlo, seguirá esforzándose por mantener en la medida de lo posible un control indirecto, haciendo valer su poder institucional y su influencia social. Pero no lo hace porque respete la autonomía espiritual del individuo, el valor central de la modernidad, sino porque el individuo necesita de la Verdad para salvarse (la única forma de alcanzar la verdadera autonomía) y ella es la única que puede y debe ofrecérsela.

Para aceptar este giro antropológico moderno, la Iglesia debería renunciar a plantear su relación con los demás, individuos y sociedades, desde “el paradigma de los poderes“ (concordatismo y negociación de poder a poder), y atreverse a hacerlo desde el “paradigma de las libertades públicas”. El paradigma de las libertades públicas exige un contexto institucional que impida las situaciones de dominio, de paternalismo, de manipulación de unos seres humanos por otros, que incapacitan a todos para ser sujetos de derechos y libertades. Este contexto institucional es el del constitucionalismo democrático, que se caracteriza por entender el ejercicio del poder y su sometimiento al derecho como garantía de las libertades y derechos de los ciudadanos.

4. LOS VALORES MODERNOS DE LA LIBERTAD Y DE LA IGUALDAD Y EL SEGUIMIENTO DEL EVANGELIO

En mi opinión, los valores modernos, especialmente los valores de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, no lo son tanto porque aparezcan por primera vez en la historia con la Modernidad, sino que lo son, sobre todo, por la forma en que se afirman y legitiman como valores en sociedades que se definen por su secularidad y por su pluralismo. El cristianismo, el estoicismo y algunos humanismos e ideologías varias, que se han ido sucediendo en la historia, han afirmado dichos valores. Pero la forma en que lo han hecho y su legitimación se han considerado inaceptables por la mentalidad moderna. Es más, en no pocos casos, dicha mentalidad los ha visto como “contravalores” que son incompatibles con la autonomía y dignidad del ser humano.

Ya hemos dicho que el valor de la libertad moderna es incompatible con las estructuras sociopolíticas desigualitarias y de dominación premoderna. Por eso, solamente una libertad entendida “como no dominación” es la condición de posibilidad de la igualdad como valor democrático. La proclama moderna de que todos los seres humanos somos libres e iguales, con su pretensión de radical universalidad, será en adelante la premisa de cualquier proyecto humanizador, sea o no religioso. No tiene sentido pensar en un seguimiento humano, adulto y responsable del Evangelio de Jesús si no se plantea desde estos valores. No se puede creer ni responder coherentemente a las exigencias de la fe si no se hace desde “la libertad del creyente”.

La praxis de Jesús ante las relaciones de poder impuestas por los poderes de su tiempo y, sobre todo, su actitud ante el sistema religioso vigente, muestran de forma fehaciente la desacralización de las prácticas religiosas y la defensa de la autonomía interior del ser humano para practicar la verdadera religión. Jesús fue un laico que conculcó “las reglas de pureza” tradicionales, y cuestionó la vigencia del sistema religioso al atreverse a hacer algo tan inaudito como perdonar los pecados, poner el sábado al servicio del ser humano e irse a comer con los publicanos y los impuros pecadores. Y todo lo hizo porque vio en el corazón del ser humano y en el ejercicio libre de su libertad la condición necesaria para aceptar la salvación de Dios. Negó que hubiera realidades mundanas, exteriores al ser humano, que determinaran absolutamente el destino humano y que merecieran ser sacralizadas, divinizadas o diabolizadas, y arrancó al ser humano de toda servidumbre (natural, política o religiosa) que le impidiera ejercer de hijo o hija de Dios. Obviamente, la dominación que más le escandalizaba era la que se hacía en nombre de Dios y por eso se opuso a ella hasta acabar siendo su víctima.

Lo que Nietzsche diagnosticaba como la “enfermedad metafísica de occidente”, es decir, la “voluntad de creer a toda costa”, incluso sacrificando la propia libertad, resistiéndose a dejar de creer cuando ya no se tienen razones suficientes para hacerlo, sigue siendo una patología religiosa incompatible con la fe cristiana. Lo que el concilio Vaticano II planteó en la Dignitatis Humanae abunda en esta misma idea. Lástima que la prioridad que una mayoría de padres conciliares daba a la “libertas Ecclesiae” impidiera sacar las consecuencias del principio cristiano fundamental de “la libertad del creyente”. Los intereses institucionales legitimados desde un eclesiocentrismo de dudoso talante evangélico han acabado imponiéndose a la libertad los creyentes y negando su capacidad para ser libres e iguales, precisamente en el ámbito más radical del ser humano, como es el religioso.

El valor moderno de la igualdad es seguramente una de las traducciones menos inadecuadas de lo que supone pertenecer a una comunidad de iguales, como es la comunidad de los hijos de Dios. Pretender que, en la comunidad cristiana, pueda darse una jerarquía sagrada que, como ha ocurrido históricamente, acabe reproduciendo las relaciones asimétricas del orden estamental (aristocracia epistémica vinculada a un clericalismo absolutista y oligárquico) equivale a impedir un seguimiento del evangelio a quienes solamente pretenden ser hijos de Dios sin tener que dejar de ser hijos de su tiempo. Mantener, por ejemplo, una situación de la mujer en la Iglesia que es a todas luces discriminatoria y misógina, no solamente impide la construcción de una comunidad creyente verdaderamente fraternal, sino que, además, llega a convertir a la misma comunidad eclesial en un obstáculo para la construcción de una sociedad de iguales, como lo denuncian con frecuencia algunas instancias políticas de carácter regional y global, como recientemente ha hecho el Parlamento Europeo.

A pesar de que “la quiebra de lo humano en la difícil lucha contra la desigualdad” ha sido una constante en la modernidad, no cabe duda de que profundizar en el valor de la igualdad de todos y cada uno de los seres humanos sigue siendo el camino más seguro para un seguimiento cristiano del evangelio. Es más, en estos tiempos oscuros en los que el capitalismo neoliberal, escandalosamente desigualitario, produce ingentes cantidades de “población sobrante” y de “vidas desperdiciadas”, la lucha por la igualdad y por la justicia social debería convertirse en prioridad indiscutible de cualquier comunidad cristiana de la tierra.

4.1. EL SEGUIMIENTO CRISTIANO EN SOCIEDADES SECULARES Y PLURALES

La secularización y el pluralismo de las sociedades modernas han sido el caldo de cultivo de un nuevo imaginario desde el que la polémica expresión “Como si Dios no existiera” se ha convertido en la feliz fórmula de la modernidad, que expresa la autonomía con que debe regirse el quehacer humano, tanto teórico como práctico. El éxito de esta fórmula ha sido evidente en los campos científicos, filosóficos, jurídicopolíticos, éticos y, también, religiosos. Incluso hace unas décadas se puso de moda una teología que se llamaba “teología de la muerte de Dios”, que en el afán de tomarse en serio la muerte de Dios en la cruz y con el objetivo de acabar con una religión patriarcal que diera paso a otra fraternal, convertía al cristianismo en un ateísmo metodológico, como lo eran los otros ámbitos del saber y quehacer humanos. Sin entrar, ahora, a valorar la pertinencia y plausibilidad de dicho discurso teológico, que, personalmente y en gran medida, no comparto, es importante dejar constancia de que el seguimiento del evangelio puede y debe ser compatible con la secularización y el pluralismo. Obviamente, secularización y pluralismo son valores de la modernidad que no deben confundirse con sus perversiones como secularismo y relativismo.

De hecho, en nuestros días, hay pocos sociólogos de la religión que mantengan la tesis de la secularización entendida como la progresiva privatización y desaparición de la religión en la sociedad. Es más, sin renunciar al ateísmo epistemológico, hay autores que han evolucionado de forma sorprendente, al respecto, como es el caso de Habermas, llegando a afirmar el importante papel que puede y debe jugar la religión en la vida pública. También en el terreno del pluralismo se está construyendo una mentalidad más moderada y crítica con los discursos del multiculturalismo y sus derivas identitarias de carácter claramente relativista.

Asumir la secularización y el pluralismo como principios y valores del ordenamiento jurídico y político, como lo ha hecho la dogmática constitucionalista y democrática, es una obligación que todo ciudadano debe integrar libremente en su vida y que todo creyente debe afirmar como un valioso “signo de los tiempos”. Hablar de Dios y “practicarlo”, en un mundo secular y plural, pasa necesariamente por entender “la entraña paradójica del cristianismo”, que exige, como dice Gesché, relativizar el alcance epistemológico y ético de su monoteísmo 4. Hacer esto no significa provocar el relativismo y, a la postre, el nihilismo, como piensa el tradicionalismo católico, sino todo lo contrario. Es más, estoy persuadido de que son las actitudes nostálgicas de sociedades “monorreligiosas” o de “cristiandad”, que retroalimentan los fundamentalismos y laicismos de carácter polémico, las que están, en gran medida, en el origen del nihilismo y del relativismo.

4.2. LA AUTONOMÍA MODERNA COMO ANTÍDOTO DEL NIHILISMO

Es frecuente oír a voces de la jerarquía eclesiástica decir que la concepción moderna del hombre y la afirmación radical de su autonomía son fuente de relativismo y de nihilismo, ya que, según argumentan, el hombre sin Dios es víctima de sus peores instintos y se ve abocado al nihilismo. Creo, sin embargo, que, cuando la autonomía moderna es entendida razonablemente, ocurre precisamente lo contrario. El ser humano que busca ser él mismo y que no se deja dominar por poderes e instancias heterónomos, aunque estos vengan “legitimados” bajo el paraguas religioso, está en disposición de ser más libre y más igual, y, por tanto, más capacitado para un seguimiento libre del evangelio.

Para poder seguir libremente el evangelio deberíamos ser capaces de responder a la mencionada crítica nietzscheana al nihilismo reactivo de su época, que, en mi opinión, sigue siendo el de la nuestra. Como sabemos, Nietzsche señalaba con su crítica a la “alargada sombra de Buda”, porque ésta seguía reflejando la sumisión de la voluntad a unos ideales objetivos, que, como un pesado fardo, impedían al ser humano dejar de ser camello, incluso cuando se empeñaba en ser el león devorador del camello. Los diagnósticos pesimistas sobre el nihilismo de nuestros días abundan en ejemplos de numerosos imperativos que nos dominan, aunque muchos de ellos se revistan de ideologías emancipadoras. Según dichos diagnósticos, la mayoría de los seres humanos seríamos víctimas de instancias heterónomas que nos habitan, de manos invisibles que nos manipulan, de proyectos y de sistemas que no controlamos, de miedos y nostalgias que nos hacen proclives a fundamentalismos e integrismos, cuando no a materialismos y hedonismos degradantes… Sin tener que compartir estos diagnósticos pesimistas, parece obvio que no vivimos tiempos fáciles para el ideal de autonomía moderna y que no faltan sociólogos sensatos que hablan de que habría una situación de anomía, de pérdida de sentido, que estaría en la raíz de la irracionalidad, de la violencia, etc.

P. Valadier, buen conocedor tanto de la rica aportación nietzscheana como de nuestro mundo moderno, y empeñado en hallar la respuesta menos inadecuada que el cristianismo debería dar en nuestros días, dice que el catolicismo es proclive a las enfermedades nihilistas. En efecto, frente a la situación descrita, tiende a reaccionar con ideales de ortodoxia y con exigencias de obediencia incondicional, que están muy lejos de ser liberadoras; o tiende a utilizar estrategias “evangelizadoras” que aprovechan la nostalgia de dependencia o la debilidad que acompañan a un ser humano que se siente “enfermo de su soledad y de su libertad”, para ofertarle nuevas formas de minoría de edad, fideístas y fundamentalistas. Parece como si el hijo pródigo estuviera ya condenado de por vida a vivir de rodillas dentro de su seno. Para Valadier, sin embargo, es imprescindible situarse en una actitud postnihilista, que ha descubierto en el nihilismo la vacuidad y la muerte que se hallan presentes en los falsos ideales que, lejos de liberar y emancipar, esclavizan y mantienen al ser humano en una situación de indignidad. Una actitud postnihilista que posibilita a quien se emancipa de estos falsos ideales, una actitud nueva, creadora de sentido, afirmadora gozosa de la vida. “El ser humano puede dar sentido a lo que surge, ser realmente creador más que víctima o súbdito obediente a algún poder soberano”.Se trata de querer ser moral uno mismo (no camello), de concebir la moral como un arte (quererse creador), de no suscribir incondicionalmente nada, de saber detectar las trampas de los conformismos, de los imperativos sociales o religiosos impuestos acríticamente, de rechazar la mentira, de oponerse, en fin, a todo lo que mata la relación y la vida.

En mi opinión no se puede dar un seguimiento del evangelio históricamente suficiente si no se logra primero criticar y trascender las patologías nihilistas que se dan en una forma de pensamiento y de praxis de la iglesia católica, que en los comportamientos emancipatorios de nuestro mundo solamente parece ver una manifestación más del nihilismo, en vez de ver en ellos los signos de los tiempos que, porque anuncian una nueva forma de humanización de la vida, el cristiano debe saber leer y hacer suyos. Transcribo aquí algo que escribí hace ya algún tiempo a propósito de la laicidad. “Si el Dios de Jesús no es un dios moral, ni un amo soberano, ni un dios mágico, ni un dios útil (nos manda lo que debemos hacer y ante él reconocemos nuestra incapacidad pecadora), sino que su trascendencia es la de la kénosis y el abajamiento, su poder el del servicio, su grandeza la de la pequeñez que no se impone sino que se propone, deberemos cambiar bastantes de nuestras formas de pensar y vivir. No podemos seguir creando discursos apologéticos a favor de un ‘Dios moral’, que premia a los buenos y castiga a los malos, que no es útil porque nos libra del mal… Un ser humano, imagen de este Dios, debe ser también creador, poniendo en juego sus capacidades y orientándolas al servicio y según la ley de la alteridad; ha de estar abierto a las tareas y retos que la vida le va proponiendo o imponiendo; ha de saberse original, único, pero no solitario, sino solidario; consciente de que está embarcado en un proceso siempre inacabado y, por tanto, debe saber aceptar su esencial interdependencia respecto a los otros… Lo dicho arriba sobre la actitud posibilista se abre como tarea… Valadier, tras afirmar que la fe cristiana no es un código moral que nos señala en cada momento los valores y gestos que hay que realizar, sino que nos llama al discernimiento de cómo y cuándo nuestros gestos y valores son auténticos (ya que la mera satisfacción de la norma puede ser lo más engañoso y deshumanizador), y nos exige un respeto al principio de realidad, que es el crisol del ideal (ética de convicción asociada a la ética de responsabilidad), concluye: “La Palabra de Dios no nos dice que, de pie o autónomos, no caeremos; no es un seguro a todo riesgo; nos sugiere que lo importante es hacer frente a los acontecimientos. Y que el resto se nos dará por añadidura”.

4.3. LA AUTONOMÍA DEL SUJETO HUMANO COMO ANTÍDOTO CONTRA EL RELATIVISMO

Como ya hemos reiterado, la afirmación moderna del sujeto humano sitúa a la conciencia y a la persona humana por encima de la ortodoxia y de la institución. Cada ser humano es un sujeto que piensa, vive, se emociona, se escandaliza y, en definitiva, busca ser feliz, a su manera. Cada ser humano, cuando ejerce la autonomía que le caracteriza, construye la realidad desde una mirada subjetiva e interpreta el mundo en el que vive a su manera. Obviamente, esta forma tan radicalmente plural de entender la convivencia de los seres humanos con puntos de vista tan diferentes, puede generar la sensación de que estamos condenados al relativismo más anómico que se pueda uno imaginar. Para quienes así lo creen, la superación de dicho peligro debería venir de la mano del dogmatismo, como ya lo dejaba claro Hobbes en su Leviatán. También la iglesia ha sido proclive a este tipo de respuesta, y sigue presentando la sagrada y trascendente objetividad de su verdad como el único antídoto eficaz contra el relativismo cultural y moral. Nihilismo y relativismo son dos caras de una misma realidad, la que se genera de la autonomía del sujeto humano moderno.

Sin embargo, como ya hemos dicho antes, a propósito del nihilismo, la respuesta menos inadecuada ante el relativismo no pasa por abandonarnos a él, trivializando las graves consecuencias que genera, ni por querer atajarlo mediante el dogmatismo y la imposición de una cohesión que uniformice la ingobernable diversidad. La respuesta más razonable pasa por la cultura de la intersubjetividad y por el diálogo intersubjetivo.

El seguimiento del evangelio en un mundo plural exige respetar la conciencia y la forma de mirar la realidad que tienen los otros. El cristiano debe asumir su propia forma de mirar la realidad y de hacerse cargo de ella, y debe saber ofrecérsela a los demás con una actitud de diálogo intersubjetivo. Esta es la mejor forma de ejercer su autonomía, de ser fiel a su conciencia y de verificar la verdad en la que cree. En un mundo en el que una de las derivas más preocupantes del subjetivismo es su narcisismo y su hedonismo, la actitud del cristiano puede aportar una forma de mirar y de hacerse cargo de la realidad, impregnada de pasión por la justicia y la compasión, que despierte la conciencia social ante la injusticia y la exclusión. Ante la trágica situación de una humanidad en la que hay tanta injusticia y exclusión social, el cristiano debe saber dar razón históricamente suficiente de su esperanza y eso solamente podrá hacerlo siendo solidario con ella.

4.4. ESPERAR DESDE LA PRAXIS SOLIDARIA

Uno de los rasgos más definitorios de la Modernidad ha sido alimentar en el ser humano la esperanza en la construcción de un mundo más justo, libre e igualitario, que debía ser fruto de una praxis solidaria. No es necesario abundar en los datos y argumentos que nos obligan a ser especialmente críticos con la forma en que se han llevado a cabo algunos de los proyectos utópicos modernos más relevantes. Pero, una vez más, lo que no es de recibo es condenar toda la esperanza moderna como una perversión que hay que desterrar de nuestro horizonte. Cuando se publicó la Spe Salvi, la encíclica de Benedicto XVI, escribí un texto al respecto, del que transcribo algunos párrafos que me parecen pertinentes, ahora: “Es verdad que, hoy, no sólo es una obviedad que el soñado reino de la razón y de la libertad no ha logrado plasmarse como una expresión de plenitud humana, sino que en no pocos aspectos ha mostrado su amenazante potencialidad explosiva. Pero esto no significa que tengamos que desconocer o silenciar la importante e irrenunciable herencia que nos han legado dichos modelos de esperanza. En más de un momento, echo de menos al leer la encíclica alguna referencia a textos canónicos del pensamiento cristiano actual, como la mencionada Gaudium et Spes, o la Populorum Progressio, que no se citan ni una sola vez, por mencionar dos textos que se refieren explícitamente al tema que nos ocupa. Como ocurre en otros textos papales, hay en la encíclica una simplificación excesiva de la realidad que se critica, a la vez que se adopta una actitud combinada de espíritu apologético y de formalismo eclesiológico. Parece como si subrayando los aspectos más negativos de dichos modelos y su fracaso histórico se facilitara la defensa sin matices del modelo cristiano y se relativizara el ambiguo papel que la Iglesia institución ha desempeñado en la realización de la esperanza cristiana y, como consecuencia, en la viabilidad de muchas de las esperanzas humanas criticadas. Como ocurre con la anterior encíclica de Benedicto XVI, dedicada al amor cristiano, el formalismo eclesiológico permite hacer una crítica a todas las demás ideologías, en nombre de un proyecto cristiano idealnormativo, sin tener que detenerse en la responsabilidad que la Iglesia ha tenido en la falta de encarnación históricamente suficiente de dicho proyecto”.

“En mi opinión, es razonable reconocer que la historia moderna no es sólo un cementerio en el que se han enterrado las grandes esperanzas frustradas. Es, también, un referente imprescindible para poder vivir adecuadamente nuestras esperanzas presentes y futuras, incluida la esperanza cristiana”.

“Creo que para hacer una adecuada crítica al marxismo, en lo que ha tenido y sigue teniendo de promesa histórica, es preciso repensar con más profundidad aquellos temas que en la encíclica aparecen excesivamente simplificados. Hay numerosas cuestiones epistemológicas, históricas, antropológicas y religiosas, que tienen que ver con el materialismo, la praxis revolucionaria, la construcción de la realidad desde la perspectiva de las víctimas, etc., que deben ser objeto de nuestra reflexión. Creo, además, que un ejercicio de reflexión como el apuntado nos ayudará no sólo a descubrir la etiología de la quiebra de las utopías modernas, sino que nos obligará a cuestionar ciertas formas de absolutizar la esperanza cristiana que rezuman exclusivismo soteriológico y formalismo eclesiológico”.

Reflexionar detenidamente sobre la visión marxiana de la sociedad desde la perspectiva de las víctimas, sobre el concepto de pecado estructural y sobre la forma marxiana de vincular teoría y práctica, es decir, sobre la praxis, como lo hago en el mencionado texto, es imprescindible para vivir la esperanza cristiana en nuestros días.

“Sin dejar de reconocer que el análisis marxiano de las víctimas y de su papel en la transformación revolucionaria de la sociedad ha sido incorrecto y excluyente, creo que es imprescindible, hoy, aceptar que hay en él importantes novedades que han mostrado una virtualidad transformadora de la misma teología católica. No me refiero solamente a la mencionada teología de la liberación, sino que, en mi opinión, algunos de los mejores textos de la reciente Doctrina Social de la Iglesia (LE, PP, SRS) no se habrían podido escribir sin la influencia de la perspectiva marxiana aquí descrita. La esperanza cristiana no puede ser ya pensada ni vivida si no es como la esperanza de una comunidad de víctimas. El Dios humanizado que muere en la cruz no es sólo un muerto, sino una víctima de un sistema injusto, por lo que solidarizarnos con él y esperar compartir con Él su suerte pasa por solidarizarnos con su causa. Esta causa de Jesús es, hoy, la de quienes desde su situación de víctimas de un mundo estructuralmente injusto creen y luchan por ‘otro mundo posible’. Este eslogan esperanzado moviliza a grandes masas de excluidos y es expresión de una esperanza humana que, a pesar de todas las sombras que la acompañan, está alimentada, sin duda alguna, por la misma lógica que subyace a la dialéctica cristiana del Crucificado”.

“La dimensión social de la fe cristiana, que una antropología individualista ha silenciado, nos obliga a repensar nuestra vida en todas sus dimensiones, como algo que tiene que ver con la realidad social que nos constituye. El pecado y la conversión tienen una dimensión social que hay que saber identificar, si no queremos que la salvación se haga a costa de salvarnos de ser seres humanos concretos… Quizás sea una de las aportaciones más importantes del marxismo su forma de vincular teoría y práctica, pensamiento y acción. Definir lo verdaderamente humano como ‘praxis’, es decir, como ‘actividad crítico-práctico- revolucionaria’ es obligarnos a pensar de una manera muy distinta a la que ha sido convencional en la tradición metafísica y espiritualista… Desde esta perspectiva práxica, parafraseando la tesis XI sobre Feuerbach, la forma de entender la figura de Jesús como verdadero ‘filósofo’ y ‘pastor’, a las que la encíclica dedica una mención especial, nos obliga a los creyentes a seguirle; pero no como al maestro que se limita a interpretar la historia, obsesionado por la ortodoxia que debe dirigirla, sino como al Señor de la misma que quiere cambiarla y que nos implica ineludiblemente en dicho cambio. Podemos seguir llamándolo pastor, pero, como decía el P. Rahner, comprendiendo que su forma de actuar como pastor nos impide a los creyentes comportarnos como ovejas. Desde la praxis de la esperanza cristiana hay que cuestionar todas aquellas relaciones personales y estructurales que reproducen dentro y fuera de la Iglesia relaciones de dominación y de servidumbre, que tanto obstaculizan e incluso imposibilitan creer y esperar razonablemente”.

5. A MODO DE CONCLUSIÓN

Concluyo estas páginas en las vísperas de Pentecostés. Aunque apenas me he referido a lo que supone el “seguimiento” como forma de entender lo esencial de la vida cristiana, creo que hay un rasgo específico del mismo que es su fidelidad al Jesús de la historia y al Cristo de la fe. Sólo el Espíritu posibilita que el seguimiento no se convierta en un mimetismo de anacrónicas figuras de la historia cristiana que, a pesar de su sacralización, se convierten en mediatizaciones perversas del evangelio. Sólo el Espíritu nos abre a la novedad de la historia y nos permite interpretar adecuadamente los “signos de los tiempos”. No hacerlo así con los valores de la modernidad es presumir que el Espíritu de Jesús ya no es capaz de “interpretarnos lo que vaya viniendo” (Jn, 16) y que ha fallado en su misión de que los cristianos “nos hagamos cargo de la realidad”. Hacernos cargo de la realidad pasa, pues, por hacernos cargo de la mejor herencia moderna (sus principios, sus valores y sus realizaciones) y a cargar con ella, como lo hace el samaritano de la parábola evangélica. Sabiendo curar las numerosas y profundas llagas del mundo moderno, que, en buena medida, son fruto de las otras no menos profundas llagas de la Iglesia, a las que se refería Rosmini. Los valores de la Modernidad son, sin duda alguna, un “lugar teológico”, en el que los seguidores del Evangelio deben encontrar el camino que lleva a Dios. Pretender obviarlos, como parece exigir cierta ortodoxia clerical, es alejarse de dicho camino.

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