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REINVENTAR LA JUSTICIA, REINVENTAR EL DERECHO, EXIGENCIA DEL LA CRISIS DEL ESTADO DE BIENESTAR

Escrito por

Exodo 110 (sept.octub.) 2011
– Autor: Manuela Carmena –
 
He dicho ya en otras ocasiones que reinventar la justicia no es otra cosa que repensarla, y en cierta medida imaginarla diferente y útil para las grandes mayorías de la sociedad. Y es ahora en este momento cuando enormes mayorías de ciudadanos contemplan atónitos cómo se les priva de derechos que creían tener bien reconocidos en beneficio de sectores privilegiados, cuando aparece con más urgencia la necesidad de reinventar el derecho.

Un enorme número de ciudadanos, que no pueden pagar los créditos que habían contraído cuando sus posibilidades laborales eran muy otras, ven con desesperación el desalojo de sus viviendas y descubren la crueldad de la ley hipotecaria y la ceguera con la que actuaron cuando ante notario firmaron cláusulas que desde luego no entendían. La Plataforma de afectados por la hipoteca asegura que en España hay más de 150 lanzamientos diarios. El Presidente del Tribunal Superior del País Vasco en su discurso de apertura del año judicial afirmó que allí en su comunidad eran 6 los desahucios diarios. No sé si esas cifras son correctas. En todo caso son muchísimos. La verdad es que el Consejo General del Poder Judicial no tiene ningún dato respecto al número de lanzamientos. (Llamé a la persona encargada de las estadísticas en el Consejo General del Poder Judicial quien me confirmó lo que ya sabía). No hay estadísticas sobre el número de lanzamientos. El director del servicio de estadísticas me dijo que habían sido muchos los periodistas que habían telefoneado al Consejo para preguntarles por esos datos, pero no los tenemos, porque –añadió- las estadísticas del Consejo no tienen ninguna finalidad social y solo pretenden medir las cargas de trabajo de los jueces (¡Dios mío!, cómo se puede decir esto en una sociedad democrática, en pleno siglo XXI en el que la sociedad sufre una crisis económica que afecta esencialmente a tanto sectores sociales).

LA JUSTICIA Y LA CIUDADANÍA

Estas actitudes explican el juicio que a grandes sectores de la población les merece la actitud de los jueces.

En estos días de atrás se ha presentado el baremo que sobre la justicia se ha elaborado por el Consejo General de la Abogacía. En el baremo se recoge que los jueces, con frecuencia, no dedican ni la atención ni el tiempo adecuado a cada caso individual y que tienden a estar “fuera de onda” respecto de lo que ocurre en la sociedad.

La falta de confianza de los ciudadanos en la justicia es manifiesta. La gente en general, es decir, la gente corriente no se identifica con su sistema de justicia. Aquí y en la mayor parte de países la aceptación de los diferentes sistemas de justicia es escasa. Encuestas ya antiguas indican por ejemplo que en muchos países europeos la mitad de los ciudadanos no confían en la justicia.

Esta desafección de los ciudadanos con sus sistemas de justicia no es nueva. La literatura, a lo largo de la historia, ha pintado siempre a la justicia como oscura, arbitraria y al servicio de los poderosos. Sin embargo, lo que ahora ocurre es que en el mundo, y muy especialmente en los sectores más privilegiados de ese mundo y a partir de la segunda mitad del siglo pasado, ha irrumpido una nueva categoría de individuos que exige que la justicia actúe como lo que debe ser, una institución útil al servicio de la convivencia social.

Me refiero a esa enorme transformación que significa el que un individuo se asuma a sí mismo como ciudadano en lugar de súbdito.

El concepto de ciudadanía tiene dos vertientes. Ambas iguales en importancia. La primera implica que el marco jurídico estatal reconozca a cada individuo sujeto de los derechos más elementales, y otra el que la persona conozca y asuma el reconocimiento de esos derechos.

Aunque el concepto de igualdad de derechos de todos las personas surge en el contexto de la revolución francesa y está ligado a la primera declaración de los derechos humanos, su consumación, por lo menos relativa, no se produce hasta que las clases medias consiguen en primer lugar en Estados Unidos y en los grandes países privilegiados de Europa un alto nivel de vida.

Esos importantísimos incrementos en los niveles de vida de grandes sectores de la población están relacionados, a su vez, con un descenso casi total del nivel del analfabetismo que imperaba en el mundo ya muy avanzado el siglo XIX. Saber leer y escribir es una condición casi imprescindible para la percepción de la propia condición de ciudadano como sujeto de derechos.

Conviene recordar, para darnos cuenta de la hondura de todo este proceso, que la lucha por la aceptación de la idea de la igualdad entre todos los hombres y mujeres ha sido enormemente dura y larga. Encontré hace unos días el Essai sur les privilèges de Emmanuel Joseph Sieyes, escrito en 1788, que de una forma deliciosa argumenta en esos días previos a la Revolución Francesa la sinrazón de los privilegios. Curiosamente algunas de sus reflexiones son aún de actualidad. Es una conquista innegable haber alcanzado la igualdad formal, pero ahora, en estos momentos tan difíciles, es aún evidente la injusticia de los privilegios reales de algunos y necesaria la función del derecho para impedirlos. LA NO DEMOCRATIZACIÓN DEL DERECHO Y LA JUSTICIA

Pero, ¿qué ha tenido esto que ver con el mundo de la justicia y el derecho? Qué duda cabe que la aceptación de la condición de ciudadano convierte a este en un protagonista del derecho y de los derechos. El ciudadano es sujeto de derechos. Pero ¿realmente el ciudadano conoce sus derechos y puede y sabe cómo ejercerlos?

Desafortunadamente la evolución social del concepto de los derechos individuales y los incrementos económicos que han nivelado desigualdades sociales abismales en el siglo pasado no han sido en forma alguna paralelos a la necesaria democratización del derecho y de la justicia. El derecho y la justicia siguen enquistados en su tradicional oscuridad kafkiana.

Ahora sin embargo los individuos se saben con derechos y no se resignan a no poderlos ejercer.

EL DESCONOCIMIENTO DEL DERECHO

¿Dónde está el derecho?

Aunque teóricamente las leyes las hacen los parlamentarios y estos han sido elegidos por el conjunto de los ciudadanos, los ciudadanos son conscientes de que están absolutamente de espaldas al propio proceso legislativo, a su creación, a su divulgación y a su seguimiento.

Todos los días cualquiera de nosotros nos quejamos de un sinfín de asuntos que tienen que ver con lo público sin que seamos conscientes ni de qué se podría hacer para mejorarlos o remediarlos, y lo que es más importante, sin que sepamos tampoco qué diablos hacen los parlamentarios, ni lo que muy por el contrario deberían hacer. Esa ley hipotecaria que ahora todos descubrimos con indignación está en vigor en España desde el 1948 y ha sufrido en estos últimos tiempos importantes retoques, como por ejemplo en noviembre del 2007, sin que mereciera un verdadero debate público. Ha sido ahora cuando tanta gente pierde su casa por no poder pagarla cuando parece que la hemos descubierto. En marzo pasado se ha presentado una iniciativa legislativa popular para la reforma de la ley hipotecaria.

Hace ya un montón de años escribí sobre la necesidad de que se nos informara individualmente de las leyes que entraban en vigor. Frente a la ley publicada (es decir aparecida en el BOE), yo hablaba de la ley comunicada.

Siempre me pareció inadmisible que en un Estado democrático se mantuviera el principio de que la ignorancia de la ley no excusa de su cumplimiento.

Ese principio lo declara el artículo 6 del Código Civil (que se promulgó en julio de 1889) y nadie parece atreverse a contradecirlo, aunque todos sepamos que no sabemos nada de las nuevas leyes que se van promulgando, salvo lo que oímos por la tele o leemos en algún periódico.

Es curioso observar cómo hay principios jurídicos que, al igual que sucede con éste, parecen dirigirse a una sociedad de súbditos y no de ciudadanos. Me sorprende que en el marco del derecho administrativo se acepte sin más que las autoridades administrativas puedan no contestar a las reclamaciones escritas de los ciudadanos. Aunque ahora en la mayor parte de casos el silencio administrativo tiene efectos positivos y no negativos como antes, que un asunto se resuelva por silencio administrativo no deja de ser por encima de todo una gran falta de educación.

Si entonces, en el filo de los 80, cuando aún ni sabía bien lo que era un PC (que como dice una gran amiga mía para el PC solo era el partido comunista) me parecía inadmisible que el gobierno no notificara individualmente a los ciudadanos las leyes que les afectaban, ahora, cuando las nuevas tecnologías nos permiten recibir, en escasos minutos toda la información sobre cualquier tema que nos interesa, resulta aún más inadmisible que el propio proceso legislativo siga siendo tan oscuro e inaccesible y que no haya un proceso de notificación individual de la norma.

El Congreso de los Diputados tiene, efectivamente, una página web. Reto, sin embargo, a cualquiera que sienta curiosidad a que la vea y analice. No encontrará en ella el menor resquicio que permita algún tipo de participación del ciudadano.

Otro tanto sucede con la divulgación de la ley. Efectivamente, hoy día el B0E también tiene su página web, ya que ha dejado de publicarse en papel, pero, aparte de que la publicación sea en soporte digital o papel, la propia concepción del periódico no facilita en modo alguno la comprensión de lo que contiene. Resulta difícil localizar una norma concreta y totalmente imposible saber el conjunto de normas que regula una determinada actividad.

Me encantaría hacer un ejercicio interactivo mientras que leéis este artículo: busquemos, por ejemplo, un aspecto social que nos preocupe e intentemos conocer el contenido completo de su regulación jurídica; el tráfico de drogas, por ejemplo, o cualquier otro tema nos vale, y veamos qué sucede. Yo lo he intentado y el resultado final ha sido un verdadero sin sentido.

Pero es que, además, nos hemos preguntado alguna vez sobre las características de nuestras leyes; por ejemplo, ¿sabemos siquiera cuántas leyes hay en España? ¿Mil, dos mil, un millón?

La actividad legislativa es un sin parar. Constantemente se publican nuevas leyes sin que se deroguen otras muchas anteriores; no sabemos por qué se hacen nuevas leyes ni por qué se derogan a veces las antiguas.

Las leyes, además, no son comprensibles para los ciudadanos. Las leyes no son otra cosa que la descripción de las conductas que debemos observar. ¿No ha llegado ya el momento de que se modifique la técnica legislativa? ¿Por qué después del enorme desarrollo de las técnicas de comunicación seguimos redactándolas en la misma forma que se hacía hace cien años, doscientos y hasta siglos? ¿No es la esencia de la norma la comunicación?

LA INTERPRETACIÓN DE LA NORMA, LA RECLAMACIÓN DE LOS DERECHOS

Pues bien, aun si el ciudadano supera todas estas dificultades y accede a conocer el contenido de la norma, no tendrá el dominio preciso para hacer valer sus derechos cuando lo necesite. No solo es necesario conocer las normas sino también su interpretación y el entorno jurídico en que las mismas se ordenan y clasifican. La interpretación de las normas que hacen los tribunales y su inserción en lo que los juristas llamamos el ordenamiento jurídico produce a veces un efecto sorprendente.

Pero es que, además, así como un ciudadano cualquiera puede dirigirse a cualquier oficina de la administración y plantear lo que considere conveniente, de palabra o por escrito (aunque luego no le hagan caso alguno), los ciudadanos no podemos dirigirnos por nosotros mismos a la justicia.

La presencia de los ciudadanos ante los juzgados y tribunales exige la intermediación obligatoria de determinados profesionales, los procuradores y los abogados. Los procuradores, meros intermediarios formales de los ciudadanos, son obligatorios en la mayor parte de procedimientos judiciales, sin que nadie a estas alturas pueda verdaderamente explicar qué utilidad técnica incorporaran. Los procuradores de los tribunales significan simplemente un muy sensible encarecimiento del coste de los procedimientos judiciales y una barrera que impide el necesario contacto entre los propios ciudadanos y los jueces y tribunales.

Los abogados es otra cosa. Son intermediarios, sí, pero, hoy por hoy, absolutamente imprescindibles.

Aunque el ciudadano haya leído la norma que pretende reivindicar, no solo desconoce su interpretación sino que ni siquiera, como acabo de decir, puede imaginar las transformaciones que los tribunales hacen de la misma, y, sobre todo, ignora totalmente la técnica jurídica, y lo que es más curioso aún, la práctica que cada juzgado o tribunal, de forma discrecional, utiliza. El gran abogado Manolo López lo llamaba la jurisprudencia de ventanilla.

Así, la intervención de un abogado va mucho más allá de un mero asesoramiento, pues se convierte en una especie de inevitable y amplísima tutoría legal. El cliente no recibe consejos sino las instrucciones necesarias para acceder al mundo incomprensible del derecho y la justicia. Por eso, el cliente mal puede discutir el consejo del abogado, pues no puede evaluar los parámetros de ese conocimiento. Se me dirá que eso mismo sucede con los médicos. Sí, efectivamente, también la divulgación de la medicina ha transcurrido por los cauces de la oscuridad, pero hay una muy importante diferencia entre estos dos campos de la actividad humana. La medicina es una ciencia real, con parámetros propios expresados en un lenguaje preciso. Sin embargo lo que llamamos la técnica jurídica no es más que una acumulación de normas y de sus correspondientes interpretaciones que podrían constituir unas simples bases de datos. Además, el lenguaje jurídico es oscuro no porque sea preciso sino porque es arcaico y no ha sido modernizado. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, que se siga utilizando el término de ejecución de sentencia, cuando nos referimos al cumplimiento de la sentencia, en lugar del más preciso y actual del propio cumplimiento de las sentencias?

No he estudiado la etimología del término genérico de la ejecución de la sentencia, pero supongo que nace del término ese, sí claro y preciso, de la ejecución de la pena de muerte. Esta, la pena de muerte, fue, sin duda, una parte importante de las sentencias que los tribunales pronunciaron a lo largo de la historia.

LA CRISPACIÓN DEL AHORA

Pues bien, ahora, más que en cualquier otro momento, el ciudadano necesita hacer valer sus derechos. Esta crisis económica que no parece acabar pone en peligro el estado de bienestar social. Los ciudadanos atónitos se ven desprovistos de los instrumentos jurídicos que teóricamente se les reconoce para hacer valer sus derechos. La Constitución reconoce en el artículo 46 el derecho a una vivienda digna, pero la Ley hipotecaria no integra la virtualidad de ese derecho cuando regula la recuperación del importe del crédito y la liquidación de la garantía. Y de pronto los ciudadanos se ven obligados a olvidar el derecho que las sentencias les imponen y a impedir, eso sí, los lanzamientos hipotecarios por la fuerza de las congregaciones masivas. La Plataforma Ciudadana contra los Desahucios nos explica en su página web cómo y cuántos lanzamientos ha impedido.

Además, en este momento en el que recurrir a los derechos es tan esencial, vivimos el comienzo del adelgazamiento de los servicios de mediación jurídica gratuita, lo que dificulta aún más el ejercicio del derecho.

Las propuestas que se oyen estos días de reorganizar -limitándola- la justicia gratuita, unido a los impagos que los colegios de abogados sufren de la prestación de estos servicios inquieta.

De ahí que resulte importante formular, cuanto antes, algunas propuestas de esa necesaria reinvención del derecho que nos permita imaginar un futuro mejor en el que la justicia sea un espacio público en el que nos sintamos ciudadanos y no súbditos.

Ahí van: Primero: es necesario que los ciudadanos, por sí mismos y en virtud del derecho de participación que recoge el art. 9 de la Constitución, tengan un acceso directo al proceso legislativo; es imprescindible definir la participación directa de los ciudadanos y no limitarla exclusivamente a la iniciativa legislativa popular, y esta desde luego ha de tener una nueva regulación que obligue de forma eficaz su tramitación. Los ciudadanos deben poder enviar directamente a los órganos legislativos sus propuestas, sugerencias o críticas que signifiquen alternativas a la creación o a la modificación de las normas actuales.

Segundo: deberá haber portales técnicos públicos de divulgación legislativa a través de los cuales se posibilite la comunicación de las normas y la información más completa posible respecto al alcance de las mismas, a su interpretación y a su utilización.

Tercero: hay que redefinir el proceso judicial para que se entienda como un diálogo entre los juzgados y los tribunales y los ciudadanos en los que no resulte obligatorio ningún tipo de intermediación formal y en los que los abogados presten el debido asesoramiento al que tiene derecho un adulto, respetando el protagonismo del cliente.

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