martes, marzo 19, 2024
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Presencia del evangelio y liberación de la religión  

Éxodo 148
– Autor: José María Castillo –

Hace poco más de un mes, he publicado un libro que se titula El Evangelio marginado. En la Introducción de este libro, lo primero que digo es que “la Iglesia vive en una contradicción, que es la peor de todas las contradicciones en las que puede vivir. Porque se trata de la contradicción entre la Iglesia y el Evangelio”. Una afirmación que, sin duda alguna, a no pocos lectores de este artículo les podrá parecer una exageración sin pies ni cabeza. Y no faltarán quienes piensen que semejante afirmación es falsa o incluso blasfema. Sin embargo, reafirmo lo dicho. Porque hay razones muy serias para decirlo, demostrarlo y deducir de ello las decisivas consecuencias que se derivan de lo que acabo de indicar.

La clave del problema está en un hecho que salta a la vista de cualquiera. Tal hecho consiste en que lo central y determinante en la Iglesia no es el Evangelio, sino la religión. Un hecho tan obvio, que, para la gran mayoría de los ciudadanos, el Evangelio es considerado, visto y vivido como un componente más de la religión. A fin de cuentas, la gente religiosa, cuando (por ejemplo) va a misa, una de las cosas que ve y oye, en ese acto religioso, es la lectura y la explicación del Evangelio. Una lectura y una explicación que se hacen en el templo (lugar sagrado). Un acto siempre presidido y realizado por un sacerdote (personaje también sagrado). Y todo ello realizado de acuerdo con lo que dispone y ordena el dogma sagrado, la ley sagrada y, en definitiva, de acuerdo con lo que manda y prohíbe la religión sagrada.

En definitiva, esta identificación entre Evangelio y religión es algo tan patente que cuando se le pregunta a alguien por sus creencias, en lo relativo a Dios, se le pregunta si es una persona “religiosa”, no si es una persona “evangélica”. Insisto: lo que importa, en nuestra cultura cristiana, no es el Evangelio. Es la religión. Y lo más preocupante, en este asunto, es que ya ni se le concede interés a esta cuestión. Porque, en último término, lo mismo da hablar de Evangelio que hablar de religión. Es como Paco y Francisco, dos denominaciones de la misma persona o de idéntica realidad.

Pero, sin más preámbulos, entremos directamente en el meollo del problema. He dicho que el problema capital, que tiene que resolver la Iglesia, es la contradicción fundamental en que vive. Esta contradicción consiste en que Jesús vino a este mundo para vivir y enseñar el Evangelio (Mc 1, 15), pero la Iglesia vive y enseña la religión. O dicho más claramente: mientras que lo central, en la vida y el ministerio de Jesús, fue el Evangelio; en la vida y ministerio de la Iglesia, el centro no es el Evangelio, sino que es la religión. Por lo tanto, se puede (y se debe) afirmar que Jesús centró su forma de vivir y su trabajo en el Evangelio, mientras que la Iglesia se ha organizado, se gestiona y centra su tarea en la religión que vive, practica y transmite.

Pues bien, supuesto lo que acabo de indicar, lo más fuerte y lo más importante está en que el Evangelio, tal como lo vivió y lo enseñó Jesús, entra inevitablemente en conflicto con la religión. Lo que, llevado hasta sus últimas consecuencias, desemboca inevitablemente en un planteamiento que nos da miedo y nos asusta: el Evangelio y la religión son incompatibles. Por esto precisamente, según los cuatro evangelios, Jesús fue un hombre profundamente “religioso”, pero vivió su religiosidad de forma que, precisamente porque vivió tal religiosidad como Evangelio, por eso entró en conflicto con la “religión”.

La explicación de esta conflictividad radica en que la religión brota de la necesidad, mientras que el Evangelio brota de la generosidad. Y, como es lógico, la “necesidad” busca y se traduce en “recibir”, en tanto que la “generosidad” es auténtica en la medida en que busca y se traduce en “dar”. Se trata, por tanto, de dos mecanismos contrapuestos. Y en ese sentido, son mecanismos incompatibles. La religión, como respuesta a carencias o necesidades que experimentamos los humanos, es un hecho comprobado por la antropología, que ha estudiado los orígenes del “homo sapiens”. Como se ha dicho muy bien, “lo único que parece seguro es que, desde el principio, los ritos que acompañaron a las prácticas de la caza, el sacrificio y el funeral tuvieron un papel decisivo” en la aparición del hecho religioso y en la búsqueda de Dios [1]. Es decir, en el mundo hay “religión” porque los seres humanos experimentamos “necesidades” o carencias para las que no encontramos solución o respuesta en nuestras posibilidades de este mundo. De ahí que la religión es siempre una “práctica interesada” en la que el ser humano busca algo para sí mismo. Por el contrario, el Evangelio es el proyecto de vida que centra su atención y su interés en las carencias de los demás. Y tanto más, cuanto más necesitan aquellos con quienes nos encontramos en la vida. De ahí, la incompatibilidad entre la religión y el Evangelio.

Esta incompatibilidad de la religión con el Evangelio es lo que explica el frecuente enfrentamiento y la conflictividad que tantas veces se advierte en los relatos de los evangelios. Y esto es lo que explica también por qué Jesús, siendo un hombre tan profundamente religioso –por su constante relación con el Padre del cielo y por su frecuente e intensa oración–, vivió en conflicto creciente con los representantes más cualificados de la religión (sacerdotes, maestros de la ley, autoridades del Templo, fariseos…).

En efecto, desde el comienzo de su ministerio público, los evangelios testifican cómo y hasta qué extremo las tres grandes preocupaciones de Jesús fueron: 1) La salud de los enfermos: de ahí, la cantidad de relatos de curaciones que se repiten en los cuatro evangelios; 2) La alimentación compartida: lo que representa el hecho básico de “integrar en la sociedad”  a quienes comparten en el mismo “simposio”, según la terminología de las antiguas culturas mediterráneas [2]: de ahí los numerosos relatos de comidas y banquetes que narran los evangelios; 3) Las relaciones humanas, en un nivel que supera el de nuestros actuales Derechos Humanos, como consta en los discursos de Jesús y en las parábolas, textos en los que Jesús exige incluso renunciar a los propios derechos, amar al enemigo, no reclamar nada al que te roba, acoger al extranjero, compartir la vida con “malas compañías” (publicanos y pecadores) y, sobre todo, defender siempre a los más débiles e indefensos (niños, mujeres y necesitados).

Pero no se trata solamente de las tres grandes preocupaciones, que acabo de indicar. Lo más notable –para lo que estamos tratando aquí– está en que Jesús resolvió los problemas, que se le presentaban (en relación con sus tres preocupaciones básicas), de forma que su actividad y sus enseñanzas entraban en conflicto constante y creciente con los “hombres de la religión”. Y conste que, si de esto dejaron recuerdo (tan insistentemente repetido) los cuatro evangelios, es porque, sin duda alguna, la conflictividad y la consiguiente incompatibilidad del Evangelio con la religión es enseñanza fundamental del mismo Evangelio.

No olvidemos que, de no haber existido esta conflictividad, la vida de Jesús no habría terminado en la pasión y la muerte en una cruz. El extenso relato de la muerte y la devolución de la vida de Lázaro (Jn 11, 1-46) es determinante. De forma que lo más decisivo de este episodio no es lo que le sucedió a Lázaro, sino lo que vino inmediatamente después (Jn 11, 47-53). Jesús lloró la muerte de un amigo profundamente respetado y amado. Los “hombres de la religión” (el Sanedrín) tomaron conciencia de que dar vida (lo que Jesús hizo con Lázaro) llevaba consigo que “todos creerían en Jesús” (Jn 11, 48 a), y lo que a ellos más les importaba era que la fe en Jesús llevaría consigo la destrucción del Templo, ya que, en este contexto, el término griego “tópos” representa el “lugar sagrado” [3]. Así las cosas, la decisión que tomó la “religión” fue matar a Jesús (Jn 11, 53). Insisto: la religión y el Evangelio son incompatibles.

Pero, si efectivamente esto es así, ¿cómo se explica lo que ha sucedido en la Iglesia, que ha montado una grandiosa religión y, al mismo tiempo, ha predicado (y sigue predicando) el Evangelio? Si religión y Evangelio son incompatibles, ¿cómo y por qué los ha compatibilizado la Iglesia?

Todo ha sido consecuencia de un largo proceso. Jesús murió en torno al año 35. Pero los evangelios, tal como han llegado hasta nosotros, se publicaron después del año 70. Y el último de ellos, el de Juan, se publicó en los últimos años del siglo primero [4]. Lo cual quiere decir que la Iglesia empezó a organizarse y se difundió por el Imperio durante bastante más de 30 años, sin conocer el Evangelio. Dicho con más claridad, la Iglesia empezó a vivir, a organizarse, a comunicar su mensaje y cumplir su misión sin conocer el Evangelio.

Entonces, ¿cómo se organizó y se gestionó la más primitiva y original Iglesia? De este asunto capital se encargó el apóstol Pablo. Que prestó un servicio de enorme valor e importancia para la Iglesia naciente. Porque Pablo fue el hombre genial y tenaz que socializó e integró a la Iglesia de Jesucristo en la cultura y el Imperio dominante. Lo cual quiere decir que, de no haber existido Pablo y la labor que realizó, lo más probable que seguramente habría ocurrido es que la comunidad de creyentes en Jesús se tendría que haber reducido a pequeñas comunidades locales en el Medio Oriente y con un futuro sumamente inestable y no muy duradero. Esto es, sin duda alguna, lo más importante que Pablo aportó a la Iglesia.

Pero también es cierto que el precio que tuvo que pagar la Iglesia por el influjo de Pablo en ella fue demasiado alto y excesivamente grave. ¿Por qué? Porque Pablo no conoció al Jesús histórico. Y, al no conocer al Jesús histórico, no pudo conocer al Dios encarnado. Es decir, no conoció al Dios humanizado. El Dios que se nos reveló en Jesús (Jn 1, 18; 14, 8-11; Mt 11, 27 par; Heb 1, 1-2: cf. Flp 2, 7-8). Más aún, Pablo no pudo conocer al Dios que se hizo presente entre los humanos precisamente en la humanidad de Jesús. Y no pudo conocer a Dios así, porque Pablo siguió creyendo, toda su vida, en el Dios de Abrahán (Gal 3, 16-21; Rom 4, 2-20) [5]. Es más, Pablo afirmó con seguridad que el conocimiento de Cristo “según la carne” no le interesó (2 Cor 5, 16). Por una razón comprensible y admitida por los especialistas en este asunto, a saber: Pablo sintonizó con el “gnosticismo”, que no toleraba al Dios encarnado [6]. Y es que, en la experiencia que vivió Pablo en el camino de Damasco, el Apóstol no vio, ni pudo conocer, al Jesús de Galilea. Pablo conoció al Cristo Resucitado y Glorioso. Y sólo en el Resucitado centró su fe y su mensaje.

Ahora bien, este hecho fue decisivo en el cristianismo naciente. Porque, al no conocer ni a Jesús, ni el Evangelio de Jesús, Pablo organizó y puso en marcha una Iglesia que, hasta el día de hoy, nos sigue planteando los problemas más serios que la Iglesia actual no consigue superar.

Me explico. Al no conocer a Jesús, ni tener idea –en el fondo– del mensaje central de Jesús y su razón de ser, Pablo tuvo que elaborar su propia teología. Una teología centrada en el Cristo glorioso y en la redención salvífica que Jesucristo el Señor nos consiguió y nos concedió mediante su muerte en cruz, que fue el “sacrificio” redentor que nos alcanzó la salvación eterna. El centro de esta teología es el pecado. Una teología según la cual, “por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte” (Rm 5, 12). Con lo que Pablo convierte un “mito” en “historia”. Y, a partir de esa historia, mítica y falsa, construye su teología de la redención y la salvación.

Seamos libres y honestos. Ni el pecado, ni la muerte entraron en el mundo por Adán. Toda la antropología, la arqueología y la prehistoria desmontan este invento, que está en la raíz de la teología de Pablo. Una teología que ha desviado el centro del cristianismo de “este” mundo al “otro” mundo. Y una teología que, sobre todo, ha puesto su centro en el sometimiento a la religión a sus sacerdotes y a sus rituales. Lo que se ha hecho a costa de marginar el Evangelio y su ejemplaridad.

Así, la religión quedó fundida y confundida con el Evangelio. De lo que se han seguido consecuencias demasiado fuertes –y además intocables– para la Iglesia:

1) Lo que fue incompatible en la vida de Jesús, la Iglesia lo ha hecho compatible.

2) Con lo que la “religión” y el “Evangelio” han venido a ser “una misma cosa”.

3) De ahí ha brotado lo peor de todo: a) Un clero, que acapara el poder de pensar, de decidir, de perdonar… b) Una liturgia, que se realiza en la ostentación secular de la trasnochada solemnidad de los antiguos emperadores; c) Una dignidad, que exige y merece (¿?) sumisión y obediencia; d) Una economía, que necesita y maneja mucho dinero; porque para hacer apostolado y propagar el Evangelio, en el mundo en que vivimos, el dinero es indispensable para que el Evangelio llegue a todos los que lo necesitan.

Y lo peor de todo, es la conclusión que, sin más remedio, se sigue de lo dicho. Las tres consecuencias que se han seguido de la fusión y la confusión, de la religión y el Evangelio, no es que todo eso no tiene que ver nada con Jesús. No. Lo peor, en cualquier caso, es que todo eso se hace en contra de lo que nos enseñó y nos mandó Jesús.

Para terminar: mi conclusión final no es pesimista. Si la práctica religiosa tradicional está en crisis, si los curas se acaban y los conventos se quedan vacíos, no nos preocupemos quienes seguimos pensando que lo de Jesús y su Evangelio es importante. El día que la religión no pinte nada, ese día no quedará en pie nada más que el Evangelio. Y de sobra sabemos que el Evangelio es vida, justicia, honestidad, respeto, generosidad, verdad y amor. Quienes vivan esto, aunque ni sepan que Dios existe y que Jesús es el camino para ir a Dios, sean o no sean religiosos, palparán “el más allá” que todos anhelamos.

[1] Walter Burkert, Homo Necans, Barcela, Acantilado, 2013, p. 125; G. van der Leeuw, Phänemonologie der Religion, ed. 1933, p. 87.

[2] Dennis E. Smith, Del Simposio a la Eucaristía. El banquete en el mundo cristiano antiguo, Estella, Verbo Divino, 2009, p. 27.

[3] Jean Zumstein, El Evangelio según Juan, vol. I, Salamanca, Sígeme, pgs. 495-496; cf. Köster, ThWNT VIII, 198-199.

[4] Para una información, bien documentada, sobre estos datos, cf. Daniel Marguerat (ed.), Introducción al Nuevo Testamento, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2008, que ha recopilado los estudios más seguros y mejor informados sobre estos datos.

[5] U. Schnelle, Paulus. Leben und Denken, Berlin, Walter de Gruyter, 2003, p. 56.

[6] A. Piñero y J. Montserrat, “Introducción general” a Textos gnóticos. Biblioteca de Nag Hammadi I, Madrid, Trotta, 1997, pp. 100-104.

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