sábado, abril 20, 2024
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MEMORIA Y DEMOCRACIA. LA PUGNA POR EL PASADO

Éxodo 101 (nov.-dic’09)
– Autor: Antonio García Santesmases –
 
Durante años se entendió que la transición española a la democracia era ejemplar por haber sido capaz de echar al olvido los agravios del pasado. A partir de un determinado momento –que yo creo podemos situar a mitad de los años noventa– esta percepción comenzó a cambiar. Hacer una breve genealogía de este proceso puede ayudarnos a comprender los problemas que suscita en España el tema de la memoria y la disputa en torno a la percepción del pasado que se da en nuestro país. No existe ningún país en el que se dé una visión compartida e indiscutible acerca del pasado pero hay interpretaciones claramente hegemónicas. No es el caso de España. En España compiten al menos tres grandes discursos acerca de nuestro pasado, discursos que operan a la hora de enjuiciar la necesidad de proceder a recuperar trozos de la memoria perdida acerca de ese mismo pasado.

ECHAR AL OLVIDO

Podríamos decir que la primera etapa cubre desde la muerte de Franco hasta el final del gobierno del PSOE en marzo de 1996. Son casi veinte los años que incluyo en este período y por ello ya adelanto que habría que realizar un esfuerzo por diferenciar distintos momentos pero me parece que subyace en todo el período un hilo conductor. Todo comienza, a mi juicio, con el triunfo de la reforma política y la imposibilidad de llevar a cabo una ruptura democrática. Recordemos que los planteamientos de la oposición democrática hablaban de realizar un gobierno provisional que planteara un referéndum sobre la forma de Estado y abriera la posibilidad de un proceso constituyente. Al fracasar la ruptura el cauce que se siguió implicó elaborar la Constitución del 78 a partir de unas elecciones que no estaban convocadas como elecciones constituyentes.

Esas Cortes que no eran constituyentes tomaron algunas medidas para evitar perturbaciones a la hora de la elaboración del texto constitucional; todo el proceso se realizó controlando al máximo el debate y evitando cualquier autonomía de los propios diputados. Se optó por la elección de una ponencia constitucional que elaborara el texto en un régimen de silencio y de ocultamiento a la opinión pública hasta llegar a un acuerdo. Concluidos los trabajos de la ponencia se procedió a un debate en la comisión del Congreso de los Diputados y en el Senado; un debate en el que las intervenciones estaban controladas por los portavoces de los grupos parlamentarios.

La importancia dada al monopolio de la voz y a la disciplina de voto estaba fundada en la necesidad que tenían las élites políticas de controlar el proceso, de evitar lo ocurrido en la Segunda República donde era muy difícil mantener acuerdos dada la personalidad indómita de los diputados de las Cortes republicanas(recordemos todos los avatares vividos en torno a la cuestión religiosa que provocaría la dimisión de Alcalá Zamora como presidente del gobierno y el acceso a la presidencia del consejo de ministros de la gran revelación de la república, del político más capaz de aquellos años, de Manuel Azaña).

Este proceso de control de las deliberaciones para propiciar los acuerdos venía unido a la necesidad de crear un clima político propicio para el entendimiento, un clima donde era esencial no echarse en cara las interpretaciones del pasado, no exigir cuentas por lo ocurrido, no aprovechar el proceso para poner en su sitio a verdugos y víctimas. De alguna manera se asumió que la historia de España había sido suficientemente trágica como para no repetir un combate fratricida. Este esfuerzo por no repetir los errores del pasado iba unido a la necesidad de recordar para mejor olvidar; no era el momento de pedir cuentas, de debatir sobre quiénes tenían razón y quiénes estaban equivocados, o dicho de otra manera, quiénes tenían credenciales democráticas y quiénes venían de la dictadura. Los constituyentes subordinaron muchas cosas para alcanzar el consenso porque conocían la historia de España y que la desmemoria era la mejor manera de evitar la repetición de los peores momentos de esa misma historia.

Es comprensible que los que actuaron de aquella manera se lleven las manos a la cabeza cuando se les reprocha que permitieran que la aprobación de la amnistía y la amnesia sobre el pasado fueran unidas. Ellos eran muy conscientes de lo que querían, de lo que querían los otros y de lo que al final resultó. Y estaban orgullosos del consenso alcanzado. El miedo a un golpe militar (que se produjo aunque fracasara el 23 F del 81), la desestabilización provocada por el terrorismo de ETA y la división interna de la derecha política española provocaron que este designio de recordar para olvidar mejor, de echar al olvido los agravios padecidos, de no remover el pasado, fuera el criterio fundamental de los gobiernos de Felipe González.

Es esa la razón por la que considero que ese espíritu de la transición dura hasta el final de aquellos catorce años de gobierno. Bien es cierto que el esfuerzo por no remover los demonios familiares iba unido a la ilusión de encontrar en Europa la gran solución a todos nuestros problemas pretéritos y futuros. Es esta la razón por la cual fue el joven Ortega el filósofo de referencia durante aquellos años. Se trataba de vertebrar la nación, de realizar el papel que había sido incapaz de llevar a cabo la débil burguesía progresista; se trataba de consolidar la democracia, subordinar el poder militar al poder civil y conseguir la integración en Europa. Rememorando al joven Ortega, los problemas de España, de su identidad siempre compleja y fracturada, acabarían siendo resueltos-disueltos en un ámbito supranacional, en la entonces denominada Comunidad Económica Europea.

Y el hecho es que si nos situamos a la altura de 1986 la desaparición de las dictaduras en Portugal, en Grecia y en España se había producido sólo una década antes y por fin asistíamos a una vinculación al proyecto europeo en un momento donde todo eran parabienes si comparábamos la situación con la trágica historia de los españoles en los años treinta. La transición había sido ejemplar y aquella España que tanto impresionaba a Gerald Brenan de anarquistas y carlistas dispuestos a vencer o morir; aquella España trágica estaba definitivamente enterrada en el pasado. La modernización económica provocaría el prodigio de vivir sin identidad, sin raíces y sin querellas con el pasado. Sólo los hombres y los pueblos que saben olvidar –se repetía una y otra vez– son capaces de alcanzar si no la felicidad, al menos la estabilidad política.

LA QUERELLA ENTRE LOS NACIONALISMOS (DOS MEMORIAS EN PUGNA)

El final de los gobiernos del PSOE se produjo en un contexto de ruido y furia con procesos judiciales abiertos, acusaciones de corrupción y una fuerte deslegitimación de la política. No se criticaba tanto las políticas realizadas (fueran éstas la política económica que había provocado fuertes controversias con los sindicatos, o la política exterior que había ocasionado fuertes conflictos con los movimientos pacifistas con motivo de la permanencia de España en la OTAN) cuanto la pérdida de legitimidad de la política misma.

El PSOE tardaría años en recuperarse de aquel final tan aciago de los gobiernos de Felipe González. Entre tanto el Partido Popular se encontraba con la paradoja de que no podía desarrollar su programa porque no tenía mayoría absoluta, porque tenía un pacto parlamentario con los grupos nacionalistas. El pacto se mantuvo toda la legislatura de 1996 al año 2000 pero, más allá de los acuerdos parlamentarios, algunos sucesos muy relevantes revelaban que no era posible seguir con la política de pensar que la modernización económica provocaría la resolución de todos los problemas sociales o que la integración europea resolvería todos los problemas nacionales.

Todo cambiaba porque en la propia Europa se reconocían Estados como Croacia, porque Yugoslavia se desmembraba, porque Chequia y Eslovaquia se separaban y porque los nacionalismos periféricos empezaron a pensar que había que producir una segunda transición. El acuerdo entre el PNV, CIU y el BNG en torno a la llamada Declaración de Barcelona dibujaba un horizonte claramente confederal donde la aspiración máxima de los nacionalistas volvía a aparecer: toda identidad cultural implicaba una identidad nacional que a su vez exigía –para poder realizarse en plenitud– tener un Estado propio.

Ese planteamiento confederal remitía a una lectura de la historia de España donde lo decisivo era enfatizar el conflicto entre el centro y la periferia y subrayar que esa era la fisura fundamental en la historia de España. Ante ese proceso de reafirmación de los nacionalismos periféricos el nacionalismo conservador español reaccionó elaborando una lectura alternativa de la historia de España. Las naciones sin Estado, a juicio de los conservadores, no eran naciones sino regiones y la historia de España mostraba la existencia de una nación antigua y venerable (algunos hablaban de 3000 años; otros más modestos sólo de 500) que no estaba puesta en cuestión.

Uno podía visitar el museo de historia de Cataluña y contrastar la interpretación que allí se daba de la historia de España con las exposiciones sobre Cánovas, Sagasta, Maura que iban realizando los gobiernos del Partido Popular. El tema de la memoria había vuelto a adquirir una enorme dimensión en nuestras vidas hasta el punto de que eran muchos los que comenzaban a alarmarse y clamaban por dejar de hablar de esencias nacionales y comenzar a tratar los auténticos problemas de los españoles. Era una pretensión loable pero vana porque era mucho lo que no se había debatido en la ejemplar transición española y eran muchos los ejemplos foráneos que mostraban que las heridas no cicatrizan bien si no somos capaces de mirar con claridad al pasado.

Durante años la izquierda prefirió rehuir el combate; la transición estaba bien como estaba, la necesidad de echar al olvido las querellas del pasado había sido un acierto y no era bueno volver y volver sobre los agravios sufridos; los hijos y nietos de las víctimas de la represión franquista debían saber que todavía no tocaba, que todavía no era el momento, que la democracia era demasiado frágil y era preferible no tocar los cimientos si queríamos consolidar la Constitución del 78.

Ese fue, y todavía sigue siendo, el discurso que se repite en los aniversarios constitucionales pero cada vez es cierto que con una voz más desfalleciente porque las querellas del pasado han vuelto al presente y ya no cabe esquivar el problema.

LA LLEGADA DE UNA NUEVA GENERACION

La querella entre los nacionalismos, entre el nacionalismo español conservador y los nacionalismos periféricos, fue subiendo de tono en la segunda legislatura de José María Aznar. Subió de tono porque Aznar, tras alcanzar la mayoría absoluta, pensó que era el momento de desarrollar su propio programa político. Un programa en el que era esencial la renacionalización de España. Aznar pensó que esa tarea sólo la podían desarrollar las fuerzas liberalconservadoras porque dada la distancia electoral con el Partido Socialista (hablamos del año 2000) habría gobiernos del Partido Popular por mucho tiempo en España.

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