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LAS MUJERES ANTE EL ABORTO

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Éxodo 98 (marz.-abr’09)
– Autor: Justa Montero –
 
En el año 1979 se anunció el juicio a diez mujeres y un hombre (conocidos como las “11 mujeres de Bilbao”) acusadas de haber abortado en el caso de las mujeres y de haber realizado los abortos en el caso de hombre. El motivo de su decisión no permitía interpretaciones: la precaria situación económica en la que vivían. Su valentía y determinación permitió que las organizaciones feministas primero y las organizaciones sociales y políticas más tarde realizaran una campaña que llevó por primera vez (a excepción de lo sucedido durante el periodo de la II República) el aborto a la escena pública demandando soluciones para la situación que vivían miles de mujeres. Estamos ante una larga historia.

Desde entonces, y han pasado 30 años, la polémica reaparece de forma recurrente y prácticamente siempre en los mismos términos. Sucedió entre 1982 y 1985, cuando el gobierno de Felipe González propuso la despenalización parcial del aborto, y así ha sido cada vez que se incluye en la agenda política la necesidad de cambiar una ley a todas luces problemática e insuficiente, independientemente del alcance de la propuesta concreta que se presente. Y similar es también la virulencia que muestran quienes se oponen a reconocerlo como un derecho que puede asistir a las mujeres.

Desde 1985, y con la despenalización ya en vigor, hemos acompañado a las mujeres en su búsqueda, a veces complicada, de un lugar donde acudir para interrumpir su embarazo y el movimiento feminista tuvo que levantar una campaña en defensa de las mujeres y profesionales sanitarios que en una veintena de ciudades fueron denunciados por asociaciones pro-vida (que en adelante llamaré anti-elección) o por ex maridos o ex novios de mujeres que habían abortado, acusadas de hacerlo fuera de la ley. En algunos casos fueron juicios que se sobreseyeron; en otros se llegó a condenar con penas de prisión a los profesionales; hubo casos particularmente sangrantes como el juicio a tres profesionales de la sanidad pública en Pamplona, que acabó con la posibilidad de que las mujeres pudieran abortar en Navarra ante la inseguridad jurídica y la ausencia de apoyo institucional.

Esta dinámica inquisitorial había amainado en los últimos años, instalándose una aparente normalización en la prestación del aborto en la medida que las clínicas privadas atendían la demanda de las mujeres. Pero era cuestión de tiempo que reaparecieran los problemas, ya que al estar considerado un delito, salvo en tres excepciones, se deja las puertas abiertas a que cualquier persona pueda realizar su particular interpretación de los supuestos y denuncie a una mujer por abortar ilegalmente.

A ello hay que añadir la planificada campaña del movimiento anti-elección con el objetivo de crear un ambiente hostil y desplazar la atención y el debate a un terreno favorable a sus tesis. Se denunciaron supuestas prácticas generalizadas consistentes en “arrojar fetos en cubos de basura” o en “trituradoras de fetos”, algo que se ha demostrado falso pero que ha tenido un fortísimo impacto en el imaginario colectivo dado el lógico rechazo que esas supuestas prácticas produce, instalando la duda sobre posibles excesos en la práctica de los abortos.

Situaciones igualmente grotescas se suceden en los hospitales públicos donde la mayoría de las y los profesionales sanitarios, sean mujeres u hombres, jefes de servicio, ginecólogos, ATS o enfermeros, apelando al derecho a la objeción de conciencia, deniegan la atención a las mujeres que demandan una interrupción del embarazo, incluso en situaciones de urgencia y riesgo para su salud. En varias Comunidades Autónomas no se puede abortar bajo ningún supuesto en ningún hospital público. Es el caso de Navarra, Extremadura, Castilla-La Mancha, Castilla y León, Murcia y Madrid; en muchas ocasiones las mujeres tienen que desplazarse a otras ciudades para abortar, en el 97% de los casos en una clínica privada donde se pueden encontrar con miembros de las asociaciones anti-elección increpándolas y llamándolas asesinas.

El seguimiento de la aplicación de la actual “ley de aborto” (recogido en varios estudios, entre ellos el de la Coordinadora estatal de organizaciones feministas) aporta datos que evidencian hasta qué punto la tibieza de una ley está pasando factura, y cómo la inseguridad y la inequidad caracterizan la situación actual. Durante veinticuatro años se ha mantenido una normativa que, al no reconocer el aborto ni como derecho de las mujeres ni como un problema de salud pública, ha obligado a ir “trampeando” y buscando las triquiñuelas para lograr una práctica que pudiera atender la mayoría de los casos, pero siempre sujeta al acoso y denuncia de quienes tratan de imponer la lectura más restrictiva posible de lo que está permitido por ley y la interpretación más amplia de las prohibiciones que la misma ley contempla.

LA DISPUTA IDEOLÓGICA Y ÉTICA

Resulta sorprendente que todo lo relacionado con el cuerpo de las mujeres, con sus opciones sexuales y reproductivas, sea motivo de tanto enconamiento e interés público cuando las opciones respecto a la maternidad y sobre cómo y con quién vivir la sexualidad no son decisiones públicas y colectivas sino íntimas y privadas, al tratarse de aspectos centrales de la vida e identidad de cada persona. Y es precisamente esta significación profunda de la sexualidad y de la capacidad reproductiva de las mujeres lo que podría explicar que confluyan en la cruzada por el control del cuerpo de las mujeres, desde la jerarquía eclesiástica hasta sectores de la clase médica y de la clase política.

En la historia más reciente se encuentran innumerables ejemplos de cómo el interés por controlar el cuerpo de las mujeres está en el centro de las disputas ideológicas y propuestas políticas. Este interés deriva de considerar que las mujeres reproducen biológica, cultural y simbólicamente un colectivo o un orden moral que hacen visible su presencia y una autonomía que se consideran amenazantes para el orden patriarcal; que su cuerpo es un lugar de interpretaciones y asignación de códigos culturales, y se convierten en portadores de mensajes entre grupos étnicos y/o religiosos enfrentados en guerras; que permite aplicar políticas de control de población; que para los fundamentalismos religiosos su cuerpo se convierten en símbolo de un determinado orden moral y una amenaza para los valores de la familia tradicional que defienden. La oposición al placer, a los derechos sexuales, a los anticonceptivos, incluido el preservativo, y al aborto va pareja a la oposición a cualquier cambio que pueda representar una mayor autonomía de las mujeres. En definitiva es una disputa por unos valores, un modelo de relaciones entre hombres y mujeres y de organización de la sociedad, que para la jerarquía católica requiere el sometimiento y papel subordinado de las mujeres, como sucede en su propia institución.

Si el control de la capacidad reproductiva de las mujeres ha sido y es un mecanismo de sometimiento, reafirmar su autonomía como seres sexuales y la maternidad como una opción (el llamado “derecho al propio cuerpo”) es un elemento central de la propuesta feminista; porque la reproducción, al igual que la sexualidad, es un derecho y un placer cuando se decide libremente, y una fuente de sufrimiento cuando se niega o se impone. Se rechazan por tanto las interpretaciones normativizadoras y reduccionistas que plantean la maternidad como algo inherente al ser mujer a una supuesta naturaleza femenina, innata e inamovible, que determina la condición social de todas las mujeres.

Pero las mujeres han ido tomando la palabra y ha emergido la diversidad de experiencias, vivencias, deseos y expectativas de las mujeres en muchos ámbitos de la vida, y también en el de la maternidad. Para ello el feminismo se ha tenido que sacudir la visión universalista y homogeneizadora que caracterizó el discurso de los años 70 y 80 que encerraba a las mujeres en una categoría social compacta y abstracta que presuponía similares necesidades e idénticos comportamientos y sentimientos

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