miércoles, abril 24, 2024
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La fresa en Huelva: capitalismo heteropatriarcal en estado puro

Escrito por

Éxodo 145
– Autor:  Yayo Herrero –

Trabajadoras temporeras de la fresa

En el pasado mes de mayo, un grupo de trabajadoras temporeras de la fresa en Huelva denunciaron haber sufrido abusos sexuales y amenazas por parte de empleadores o capataces.  Casi de forma inmediata, comenzaron a ser metidas en autobuses de vuelta a Marruecos, sus lugares de origen. El Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT), acogió y protegió a estas mujeres para garantizar el ejercicio de sus derechos.

Una vez que saltó el escándalo, se señaló la falta de procedimientos y perspectiva de género,  la opacidad sobre el número de mujeres que trabaja y las condiciones en que lo hace en este sector. Siendo cierto, sin embargo, no estamos solo ante un problema de falta de protocolos. Es un problema estructural que tiene que ver con la noción de producción en el capitalismo globalizado y con la trasformación de la agricultura en un proceso industrial, centrado en la maximización de los beneficios, que explota personas y naturaleza en un contexto patriarcal.

En esta ocasión, fue un reportaje de la revista alemana Correctiv y Buzzfeed News, lo que hizo saltar la liebre de los abusos hacia las jornaleras en España, Italia y Marruecos. No es la primera vez que este tema salta a la esfera pública, aunque sí la que más repercusión ha tenido.

Resulta curioso que en plena efervescencia del #YoSiTeCreo y del movimiento mundial #MeToo, las organizaciones agrarias, diversas ONG y sindicatos reaccionaran, no exigiendo de forma inmediata la investigación de los presuntos abusos y la protección preventiva de las trabajadoras, sino pidiendo a la fiscalía que investigase si el reportaje presentaba indicios constitutivos de delito. Les preocupaba que la generalización de la sospecha de abusos a todo el sector, que compite en el mercado de la fresa con otros países, pudiese provocar pérdidas en el negocio. Solamente el SAT permaneció al lado de las trabajadoras, acompañándolas solidariamente.

Trabajo a destajo en condiciones de semiesclavitud

En 2010, un artículo de Lidia Jiménez y Jerónimo Andreu titulado “Víctimas del oro rojo”, publicado en suplemento dominical de El País, señalaba que los abusos sexuales a las trabajadoras eran “un secreto a voces”, y constataba que, hasta ese momento, nunca habían prosperado las denuncias contra los responsables de una actividad económica competitiva en Europa.

Yo misma tenía experiencia directa del negacionismo sobre la situación de las trabajadoras. Hace ya varios años, en una reunión a la que asistían representantes de organizaciones agrarias, sindicatos, movimiento ecologista y de la administración, se llamó la atención sobre el hecho de que las mujeres temporeras, entonces mayoritariamente de Europa del este,  trabajaban a destajo en condiciones de semiesclavitud. Eran precarias y tenían un salario mísero. Tan ínfimo, que muchas trabajaban con pañal porque no podían permitirse parar ni para ir al baño. La reacción fue muy similar. El representante de la mayor organización agraria exigió muy airado que se retirase la afirmación y algunos de los sindicatos presentes, en principio sindicatos de clase, dijeron amable pero firmemente que no les constaba esta situación y que, de ser cierta, lo que tenían que hacer las jornaleras era denunciar.

Nadie sabía nada. Sin embargo, varios años antes, un equipo investigador de la Universidad de Huelva había realizado un informe titulado “Las mujeres migrantes, la trata de seres humanos con fines de explotación y los campos de fresa de Huelva”  que advertía sobre la situación que ahora se denunciaba.

¿Por qué esa resistencia a investigar? ¿Por qué la negación? ¿Por qué denunciar a quien denuncia? ¿A estas alturas alguien tiene dudas de que es perfectamente probable que trabajadoras extranjeras, solas y pobres, incluso aisladas físicamente, viviendo en las fincas, entre los invernaderos, corren el riesgo de sufrir abusos sexuales? ¿No es un hecho evidente y real que las y los jornaleros migrantes están mal pagados, son explotados y que de forma reiterada han surgido conflictos? ¿No habría que investigarlo, aunque solo fuese para aplicar el principio de precaución?

Producción y economía capitalista

Las fresas sirven para satisfacer una necesidad humana, la de la alimentación. Esa es su función social, su verdadera utilidad como producción. Sin embargo, para la economía convencional, para “el sector”, las fresas, los alimentos, no son importantes por las necesidades humanas que satisfacen, sino por los beneficios económicos que generan.

La economía capitalista ha desconectado la producción de las necesidades humanas. Lo que cuenta, lo que tiene valor, es lo que se factura, independientemente de si lo producido es necesario socialmente o no. Se termina considerando mejor y más competitiva aquella fresa que para ser producida contamina y explota, que la que se pudiese obtener sosteniblemente y de forma justa. “La buena producción” es la que consigue una alta rentabilidad económica abaratando los costes de producción (trabajo e insumos). Los beneficios económicos enriquecen a los intermediario y esconden la explotación y sufrimiento de las trabajadoras, el reforzamiento de los patriarcados, desiguales pero aliados, y los problemas de insostenibilidad, salud y supervivencia futura derivados de contaminar, agotar bienes finitos y cambiar hasta el clima. Tal y como suele decir Gustavo Duch, “el sistema en cuestión ha sido diseñado para producir algo parecido a alimentos, a costes muy bajos, tanto económicos, sociales como ecológicos; pero que puedan producir altos beneficios a quienes se dedican a su comercialización. Los alimentos, lejos de ser considerados como una necesidad y un derecho, se entienden como una mercancía sin más”.

El no saber, el mirar a otro lado, responde a aplicar una especie de omertá no escrita. Lo sagrado es el sector y sus beneficios y proteger lo sagrado exige una lógica sacrificial. Todo merece la pena ser sacrificado con tal de que crezca “el sector”: personas, tierra, dignidad, derechos… “Ojo, no se puede poner en riesgo un sector que factura casi 300 millones de euros”, dicen.

La situación de las jornaleras marroquíes no constituye una mala práctica aislada y puntual, no es un fallo del Sistema y de sus protocolos. Es una expresión del sistema en estado puro. Escondidas, debajo del brillo visible de las cifras y los beneficios, están las consecuencias terribles de esa forma de producir. En los lugares oscuros e invisibles del desarrollo, se viven los efectos sobre territorios concretos y vidas cotidianas de un forma de entender la economía insostenible, capitalista, racista y patriarcal.

Todas esas tensiones se encuentran en el conflicto de las temporeras de la fresa.

Monocultivo de la fresa y ecología

Ecologistas en Acción de Huelva lleva años denunciando que el monocultivo masivo de fresa tiene importantes consecuencias sobre el territorio, entre otros daños se encuentran la deforestación de grandes superficies, la contaminación de acuíferos y el uso generalizado de pesticidas prohibidos.

Con frecuencia, el cambio de uso del suelo se ha realizado sin tener el permiso correspondiente, que se termina concediendo años más tarde bajo la política de hechos consumados. El pacto de silencio reinante en la zona hace que las denuncias caigan en saco roto y se trabaje con total impunidad.

Una vez arrebatado el terreno al pinar, la preparación del suelo para el cultivo se realiza aplicando productos químicos de síntesis, derivados de un petróleo declinante. La desinfección del suelo provoca un empobrecimiento del mismo, así como una grave contaminación de las aguas subterráneas que afectan al acuífero del que se nutre el Parque de Doñana.

Explotación laboral en los invernaderos

La explotación laboral constituye una parte indisociable de este modelo agrario. Los bajos salarios son condición necesaria para que el sector sea competitivo y tenga un “alto valor añadido”. A mayor explotación, mayores beneficios.

En el inicio del despliegue de los cultivos, era la población autóctona la que trabajaba la tierra. Al escalar posiciones y mejorar los ingresos,  dejaron de trabajar directamente en los cultivos y fueron reemplazados, inicialmente, por hombres procedentes de diversos lugares de África. Desde entonces, han sido constantes los conflictos con los trabajadores de los invernaderos. Las duras condiciones del trabajo provocaron conflictos, revueltas, violencia y movilizaciones que trataban de llamar la atención sobre el salario, la dificultad de integrarse en los pueblos cercanos y el confinamiento en barracones y cortijos, a menudo sin agua u otros servicios básicos. Los conflictos fueron respondidos a través de narrativas con tintes racistas y estigmatizadores que legitimaban la explotación y el aislamiento de los temporeros. Todas estas tensiones son bien conocidas y han sido reflejadas en estudios como, por ejemplo, los del antropólogo Ubaldo Martínez Veiga. Para él, son una manifestación del capitalismo tardío que lleva consigo una idea abstracta del trabajo como fenómeno intercambiable que circula, con independencia de las personas materiales de carne y hueso, entre las diversas unidades productivas. Los efectos perversos de este proceso se agudizan cuando los trabajadores son trabajadores extranjeros sin papeles ni derechos.

Explotación e indefensión de las mujeres temporeras

La situación de explotación e indefensión es aún mayor cuando las temporeras son mujeres. De forma más reciente, y a partir de los conflictos con los trabajadores africanos, la contratación ha empezado a desplazarse hacia mujeres procedentes de los países del este de Europa y de Marruecos. Quienes contratan creen que las mujeres dan menos problemas que los hombres. Para no decir que son menos conflictivas, se argumenta con autoridad y convicción que las mujeres son más aptas para la recogida de la fresa porque “tienen los dedos más delicados” – como si los hombres tuviesen dificultades congénitas para ejercer la función prensil sin espachurrar la fresa o las mujeres no fuesen capaces, si lo desean, de espachurrar la fruta– y presentan una morfología que las capacita genéticamente para estar más tiempo agachadas, recolectando.

Muchísimos campesinos en todo el mundo arrancan patatas del suelo y recolectan los frutos de plantas rastreras y matas agachados. Terminarán seguramente deslomados y agotados pero no creo que se hayan planteado jamás que su cuerpo está menos preparado genéticamente para adoptar una postura recolectora, y al vivir de lo que recolectan, tienen buen cuidado de usar sus dedos con cuidado para no destruir el fruto que recogen.

El patriarcado, otra vez más, se alía con el capitalismo. Se contrata a mujeres pobres, jóvenes, que no estén obesas, preferentemente casadas y que tengan hijos a su cargo, menores de 14 años, para asegurar que vuelven a sus países. Se sabe que ellas vuelven a casa si dejaron allí a seres vulnerables de los que hacerse cargo. No es tan seguro que los hombres se vean obligados a volver a casa para hacerse cargo de quienes dejaron allí.

Una vez en su zona de trabajo, solas, sin conocer el idioma, en entornos profundamente machistas, trabajan a destajo y en condiciones duras por un jornal menor que el de los temporeros explotados varones. En ocasiones, acosadas por ”manijeros”, capataces y empleadores que amenazan con apuntar menos kilos de los que recogen y despedirlas si no consienten en ser manoseadas y abusadas.

Las jornaleras de la fresa marroquíes son aplastadas por una alianza perversa entre el capital y diversas formas de patriarcados que se refuerzan entre sí: el que las ve como un cuerpo-máquina con dedos delicados –genéticamente conformado para agacharse–, explotables, sumisas y nada sospechosas de pretender quedarse en España por tener responsabilidades de cuidados; el de los capataces y manijeros, que estando también probablemente explotados, encuentran alguien sobre quien ejercer el poder y ante quien sentirse virilmente dominadores; y el de los hombres de sus propios países, sus maridos, ante los que, dicen las jornaleras, deben esconder los abusos que sufren para no ser repudiadas y poder volver a casa.

Toda esta concatenación de violencias contra los territorios y contra las personas –de clase, de origen, de género– forman parte estructural de una determinada forma de producir. No son casos puntuales o aislados.

Quizás por eso hay tantas resistencias a investigar y denunciar, quizás por eso, en lugar de aplicar el principio de precaución y proteger a las mujeres trabajadoras, primero se duda de ellas y se advierte de los riesgos que puede correr “un sector tan competitivo”. Con la prioridad puesta en los beneficios, todo merece la pena ser sacrificado con tal de que el sector se mantenga y crezca.

Es de agradecer que el SAT y otros colectivos solidarios y feministas estén prestando atención, visibilizando, y acogiendo a estas mujeres, a las que se trata de expulsar para que no denuncien. Hasta para poder denunciar hace falta una comunidad que te sostenga y te apoye. Las mujeres con la cara cubierta se manifestaban gritando  “no bien, no bien”. Emociona que  dos palabras sencillas pueden expresar tanta dignidad, tanto valor. Las temporeras marroquíes no son sumisas ni dóciles.

Son mujeres valientes esas que denuncian, que saben que el precio de las fresas en el mercado no justifica su explotación y su dolor. No compra ni sus dedos, ni su cuerpo.

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