miércoles, abril 24, 2024
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La ética. Huésped incómodo

Éxodo 126
– Autor: Joaquín García Roca –

Instituciones justas, sociedades decentes y comportamientos morales conforman los pilares del espacio ético que se interafectan y se complementan. La corrupción interesa tanto a las leyes y reglamentos que regulan la vida en común como a las organizaciones de la sociedad civil y a las acciones y comportamientos de las personas. En consecuencia, la superación de la corrupción requiere de leyes justas, de inteligencia cívica y de convicciones morales personales.

Las leyes, las normas y los decretos son necesarios pero no suficientes para erradicar la corrupción. Ya Tácito advertía que “cuanto más corrupto es el estado, más numerosas son las leyes”. Y Pablo de Tarso aseguraba que la ley es, a menudo, el pedagogo que induce al mal. Y los juicios contra corruptos muestran a diario cómo la corrupción nace en los intersticios de la legalidad. La corrupción no sólo tiene naturaleza jurídica sino también moral; requiere mayor vigilancia judicial y control policial pero también virtudes privadas y públicas. A la ética le interesan más los maestros que los policías, más la educación para la ciudadanía que los códigos de partido, más las agencias culturales que los juicios sumarios. La perspectiva ética tiene mucho que ver con lo que la gente hace, con la responsabilidad por lo que hace y por la vida que considera buena.

En la situación actual, la ética es el invitado incómodo que existe en todas las fiestas, y no se le puede expulsar ya que, como sugería Nietzsche, se infiltra por todas las rendijas. El huésped inquietante de la ética es utilizado por los corruptores como el lubricante de sus indigestiones económicas y políticas, que se usa para legitimar sus acciones y se tira cuando resulta incómoda. Para las víctimas de la corrupción, la ética cumple tres funciones irrevocables: despierta la energía personal y colectiva ante la ubicuidad del fenómeno corrupto, apuesta por los fines en un universo que reduce la acción a un simple instrumento, y crea cortafuegos ante el sistema injusto que genera corrupción.

En consecuencia, combatir éticamente la corrupción pasa por fortalecer la energía personal, que se despliega en virtudes privadas, por crear una sociedad decente mediante virtudes públicas, que se despliega en participación y vigilancia ciudadana, y un sistema político y legislativo que se despliega en control, transparencia e integridad públicas. El coste moral de la corrupción es la impotencia para construir el desarrollo de los pueblos, la quiebra de la confianza y ruptura de los vínculos sociales, y la contaminación de un sistema que ya no puede garantizar los bienes básicos de los que están peor situados.

Cortafuego personal

La corrupción, en todas sus formas de soborno, prevaricación, extorsión, favoritismo o malversación, tiene una existencia capilar que se extiende por todo el cuerpo social; tan generalizada que llega a representarse a través de códigos de la naturaleza como si fuera un rasgo inevitable a todo ser humano, o una condición irremediable de toda sociedad; una lacra que se reproduce regular e inevitablemente. A través de este mecanismo, se intenta sustraerla a la responsabilidad como si de la ley de la gravedad se tratara. Se considera natural la avaricia del capital, el soborno al funcionario, el engaño en las inversiones especulativas, se considera natural falsear las cuentas ante Hacienda, atender demandas sociales a cambio de recibir favores, buscar el máximo beneficio personal en el ejercicio de la responsabilidad pública, asegurarse a través de un regalo un contrato con el Ayuntamiento.

La naturalización de la corrupción extiende un manto de impotencia ante su tamaño y generalización, hasta creer que no hay forma de librarse de ella: “¿acaso tú no lo harías si pudieras? “El discurso del “tú más”, “tú también” “vosotros hicisteis lo mismo”, impide encontrar cualquier salida razonable, produce una desmoralización colectiva y un decaimiento social y cultural.

La ética arremete contra esta impotencia generalizada y coloca a la corrupción a disposición de cada persona. Y no abandona la pretensión de que la honradez personal es alcanzable, aun reconociendo que el decaimiento acompaña a las voluntades, como proclamaba Pablo de Tarso de sí mismo: “no hago lo que quiero sino lo que aborrezco… no hay en mí cosa buena”. La ética no renuncia al coraje de la acción ni a la resistencia frente al mal. Propone recuperar la iniciativa en el interior del espesor de la realidad corrupta, lejos de sucumbir al contagio del “todos lo hacen” y lejos del optimismo desmedido, del aquí no pasa nada, ya que como sugiere el presidente del Gobierno 40 millones de españoles están al margen.

La ética es un cortafuego que inmuniza ante la impotencia y ante el optimismo; cuando triunfa la impotencia moral, la capacidad degenerativa de la corrupción actúa como un poder enajenado, inapelable e implacable. Siempre habrán cuatro personas que pudiendo utilizar las tarjetas oscuras de Caja Madrid no lo hicieron. Frente al optimismo, se opondrá a cualquier concepción insosteniblemente ingenua de la supuesta bondad humana y presta atención a los gritos de los desahuciados, a las víctimas de las hipotecas preferentes, a los expulsados de sus países por los recortes sociales, a los enfermos sin acceso a las farmacias.

La primera tarea ética anti-corrupción consiste en convertirla en responsabilidad personal, impedir que se convierta en destino, y evitar la tolerancia personal y comunitaria hacia ella. Si se considera un hecho natural, se sustrae a toda responsabilidad personal y colectiva; si es un hecho moral, la eliminación de la corrupción es objeto de las políticas públicas, de la responsabilidad social y de comportamientos humanos.

Pero sobre todo, la ética desnaturaliza la corrupción mediante propuestas alternativas de vida buena y feliz; es la seducción de la bondad el cortafuego más importante de toda corrupción. Asi lo entendió Vasili Grosmann en Vida y destino cuando constata, desde el interior del campo de concentración, que es un espacio de suprema corrupción: “existe la bondad cotidiana de los seres humanos; es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que oculta en el pajar a un viejo judío… “Es una bondad sin testigos, pequeña, sin ideología” (Galaxia Gutemberg pag. 517)

Energía social renovable

La bondad, la honestidad y la decencia, como antídotos a la corrupción, no sólo anidan en el sustrato biográfico como virtud personal sino también requieren de un contexto social favorable.. Junto a los comportamientos personales, es decisiva la vigilancia, denuncia, presión, movilización y cooperación de la sociedad civil. Los climas sociales son esenciales en la lucha contra la corrupción como energía colectiva renovable; los sociólogos hablan de capital social e inteligencia colectiva para expresar la existencia de contextos habilitantes, escuelas, familias, empresas y organizaciones que respiran transparencia y otros, por el contrario, cierran oportunidades sociales y decae el ánimo, donde se cumple aquella intuición de Antonio Machado “¡Qué difícil es no caer cuando todo cae!”.

La primera víctima de la corrupción son los vínculos de confianza, que socavan el cemento mismo de la construcción social. En el ambiente, no existe la corrupción sino las corrupciones; unas en forma explícita y otras solapadas. El día que no puedes confiar en tu médico porque puede servir a intereses farmacéuticos, o desconfías de tu gobierno por el mal uso de tus tributos, o sospechas que el funcionario abusará de su autoridad para obtener beneficios personales, o te sorprende el trato discriminatorio del juez, se ha destruido la convivencia cívica y sólo queda la guerra civil molecular, que genera agravios e indignaciones.

La corrupción actual tiene sus yacimientos en determinada atmósfera social y cultural como la invención de la vida privada desvinculada de la comunidad, la cultura popular permisiva del todo vale, el agudo sentido del interés personal que destruye el bien común y el triunfo del pensamiento calculador que sólo sabe acumular en beneficio propio. Los corruptos no son capaces de empatizar con la situación de los otros; convierte todas las capacidades de los seres humanos en instrumentos para sus propios beneficios. Rodeado de mercancías se siente autosuficiente, amontona riquezas para sí y como el rico necio del evangelio al almacenar muchos bienes para muchos años ya no se siente interpelado (Lc. 12,19).

Recientemente, en un juicio sobre los escándalos de corrupción, el constructor tras contar las correrías que le llevaron a la cumbre, confesaba que se hizo constructor porque experimentaba el poder infinito de ir a más, cuantitativamente en número de viviendas y cualitativamente en grandeza y espectacularidad.

La eliminación de la corrupción vendrá por un nuevo nivel de conciencia del vivir ante los descalabros cívicos, nuestros instintos posesivos y destructivos pueden ser domesticados a través de la educación ciudadana. Será la cultura y la educación quien pueda reconstruir el ambiente moral. Es una especia de meta-ética que crea inmunidad ante la agresión y resistencias ante la fragilidad del deseo, siempre que sea interiorizada por la gente. La amistad cívica, basada en la participación ciudadana, en las relaciones de confianza, en el control social, en la rendición de cuentas, es la puerta de entrada a la sociedad decente.

Metástasis del poder

Junto a la dimensión personal y colectiva, la naturaleza de la corrupción posee una estructura sistémica que se despliega en tramas y marañas que preceden y condicionan las voluntades y las atmósferas corruptas. Camina en compañía y complicidad. Detrás de un corrupto hay otro, y otro, y otro en redes y vínculos secretos. Es esta experiencia la que le hizo concluir a Pablo de Tarso “que la humanidad está sometida al fracaso y lanza un gemido universal” (Rom 8, 22). Previo a un corazón corrupto, hay un sistema que corrompe. En la actualidad, hay sistemas intrínsecamente corruptos, como el sistema capitalista, que, en palabras de Francisco, mata y excluye, “la injusticia tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema plítico y social por más sólido que parezca. Es como un mal enquistado en las estructuras de una sociedad que tiene siempre un potencial de disolución y muerte, un mal cristalizado en estructuras sociales injustas” (Evangelii gaudium 59).

Se cumple, de este modo, la predicción de Karl Marx en La miseria de la filosofía (1847): “Llegó, en fin, un tiempo en que todo lo que los hombres habían considerado inalienable se volvió objeto de cambio, de tráfico y podía venderse. El tiempo en que las propias cosas que hasta entonces eran co-participadas pero jamás cambiadas; dadas, pero jamás vendidas; adquiridas pero jamás compradas –virtud, amor, opinión, ciencia, conciencia etc.– en que todo pasó al comercio. El tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal, o para hablar en términos de economía política, el tiempo en que cualquier cosa, moral o física, una vez vuelta valor venal es llevada al mercado para recibir un precio, en su más justo valor“.

Junto a la corrupción personal y ambiental, hay un poder corrupto que se sitúa en el corazón mismo de un sistema, corrompe las voluntades, pervierte el desarrollo de los pueblos hasta desposeer a los pobres de sus bienes básicos. Al situar los beneficios privados por encima del bien general, la corrupción se convierte en la metástasis del poder que se extiende incontrolablemente por todo el cuerpo social, de modo que no se conoce un corrupto sin corromper a alguien. Crea extrañas complicidades, redes corruptas y sistemas clientelares, que se reproducen, se extienden, se expanden y se contaminan.

El sistema corrupto tiene su epicentro en un universo de medios, que secuestra los fines y la cuestión del sentido. El corrupto no necesita preguntar el para qué, ni mirar fuera de la lógica insaciable de la acumulación; para él no hay nada exterior a la propia corrupción, ni la conciencia, ni el bien común, ni la solidaridad con los que están peor situados. Todo queda fagocitado incluso el sistema de comunicación que sólo los corruptos entienden. Sólo se preocupa de la reproducción del botín, de ahí que el corrupto nunca tenga bastante; todo se convierte en instrumento para alcanzar más beneficios. Incluso la democracia es un medio para acumular y la competencia se impone en todos los ámbitos.

Nos encontramos en el tiempo de la corrupción general, de la venalidad universal, en el que se representan los procesos y mecanismos de poder. La corrupción es una forma de poder enmascarado y escondido, una máquina destructiva que se envuelve con los ropajes del prestigio, de la ambición, de la reputación.

Uno de los epicentros del sistema corrupto es la idolatría del dinero, con sus satélites de la usura, el robo y el ir a más y mejor. Sin embargo, a causa de la corrupción el crecimiento se convierte en lo contrario, al modo como las células cancerígenas se multiplican y crecen sin orden ni concierto. Crecer es, entonces, algo siniestro, abocado a la autodestrucción que impide hacerse cargo de la propia vida. La corrupción convierte el crecimiento cuantitativo en decrecimiento cualitativo, que manda señales de la deriva y del peligro que sufre un organismo vivo hasta amenazar extinguirse.

Junto a la idolatría del dinero, se cultiva el rendimiento, como valor supremo de las personas: los que sirven o no sirven; los aptos para el trabajo y los inútiles, los que progresan y los que no, los que corren y los que no, los salvados y los hundidos. La prisa en el logro de lo deseado es la hermana menor de la corrupción cuyo vértigo impide pensar, meditar, cuestionar, cooperar. La sobre-aceleración malogra la acción, ya que necesita toda la energía para correr y competir, destruye las barreras morales y los vínculos personales y convierte en competidores a unos de otros. Y sobre todo hay que esconder o despreciar a los que no pueden correr, a los que tienen alguna dificultad (1 de cada 10) ya que ellos ralentizan el proceso de aceleración. En función de estos valores, llega la corrupción que es la forma más rápida de llegar; entonces la corrupción es la forma del dopaje: se dopan los médicos para rendir más, se dopan los jugadores para rendir más, se dopan los banqueros para ganar más, se dopan los empresarios para alcanzar más poder.

Sucede como en la fábula del león y de la gacela. Cada mañana en África, una gacela se despierta. Sabe que tiene que correr más rápido que el león, porque si no, morirá. Cada mañana un león se despierta. Sabe que tiene que superar en velocidad a la gacela porque si no, se morirá de hambre. No importa ser león o gacela, lo que importa es echarse a correr cuando el sol alumbre para llegar primero. La única manera de sobrevivir en la competición política es correr y correr.

La corrupción es un holocausto económico, político y social. Superarla requiere nuevos modos de vida que no estén dominados por el dinero, ni por la competitividad, ni por el rendimiento ni la prisa; es insuficiente que se quiera eliminar la corrupción sólo a través de la simple transparencia, ya que ésta es un simple medio. Es necesaria una transformación radical como propone el papa Francisco en el Encuentro con Movimientos Populares: “Este sistema ya no se aguanta. Tenemos que cambiarlo, tenemos que volver a llevar la dignidad humana al centro y que sobre ese pilar se construyan las estructuras sociales alternativas que necesitamos”

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