viernes, abril 19, 2024
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LA ANESTESIA POLÍTICA DE LOS DERECHOS HUMANOS

Escrito por

Éxodo 92 (ener.-feb.’08)
– Autor: Miguel Romero –
 
“En la práctica, la historia de la conquista de las diversas generaciones de derechos humanos –derechos civiles, derechos económicos y sociales, derechos culturales, etcétera– ha solido tener bastante más que ver con el conflicto que con ninguna clase de consenso, y hasta cabría interpretarla como fruto del ‘disenso‘ de individuos y grupos de individuos –la burguesía emergente, las clases trabajadoras, los pueblos colonizados o las minorías marginadas en las metrópolis– a quienes éste o aquel consenso precedente les negaba su condición de sujetos de tales derechos”. Javier Muguerza. Ética, disenso y derechos humanos. Argés. Madrid, 1998

I.

El pasado 19 de diciembre, todos los partidos con representación parlamentaria firmaron, a propuesta de la Coordinadora española de ONGD, (CONGDE), un “Pacto de Estado contra la pobreza”. El tema de este artículo es el papel de los derechos humanos en la política española, no la cooperación al desarrollo. Pero la lucha contra la pobreza se presenta habitualmente asociada con la lucha por los derechos humanos y ambas tienen importantes coincidencias: son causas universales sobre las que se afirma un consenso general; cumplen una función legitimadora de los programas políticos; las relaciones entre los discursos y las prácticas presentan graves contradicciones… Como este artículo se escribe cuando aún no se conocen los programas de los partidos para las elecciones del 9 de marzo, el Pacto es un buen punto de partida para plantear algunos problemas de interés.

Hay dos aspectos del Pacto que me parecen especialmente relevantes para enfocar el uso político de los derechos humanos. En primer lugar, su nombre (“Pacto de Estado contra la pobreza”) es confuso y la confusión es significativa: en realidad, se ocupa solamente de la pobreza en los pueblos del Sur, y no toma en consideración a la “pobreza interna”, que afecta a más del 20% de la población española.

Esta percepción de una lacra social universal como un problema externo favorece los consensos entre las fuerzas políticas y la buena conciencia de la ciudadanía, a costa de invisibilizar problemas cercanos, tratados como “daños colaterales” de las sociedades prósperas. Confieso que no creo en esta solidaridad a larga distancia, cuando no va acompañada del mismo compromiso en las distancias cortas.

Este criterio puede aplicarse también a los derechos humanos, considerados habitualmente como algo ya adquirido en las “democracias ricas”, que estaría incorporado naturalmente a sus políticas: así, toda la acción exterior de estos países sería, por definición y normalmente por autoproclamación, “defensora de los derechos humanos”, mientras que dentro de estos países no existirían vulneraciones de estos derechos que merezcan atención.

En segundo lugar, el Pacto incluye sólo dos compromisos relacionados explícitamente con los derechos humanos:

–“Promover en el seno de la Unión Europea la coherencia de políticas, en particular en materia de comercio y de agricultura, incorporando los derechos humanos como criterios en el seno de las negociaciones comerciales bilaterales y multilaterales”.

–“Proponer iniciativas a nivel internacional y nacional para regular las actividades y las inversiones de grandes empresas en los países más pobres, asegurando que sus actividades no tienen un impacto negativo sobre los derechos humanos ni a nivel ambiental o social”.

“Promover” y “proponer” son compromisos blandos que pueden considerarse realizados con declaraciones y resoluciones que pasen automáticamente de la votación a los archivos. En este sentido, quizás sus firmantes puedan dar el Pacto por cumplido sin grandes esfuerzos o, lo que es más probable, consideren que ya los cumplen con sus políticas habituales. Aquí está el núcleo del problema.

Porque en realidad existe un consenso político implícito entre los partidos que gobiernan o aspiran a gobernar, que permite que la Unión Europea desarrolle una política comercial en la cual los derechos humanos son “invitados de piedra”, que las transnacionales realicen habitualmente actividades muy rentables en términos de negocio, pero contrarias a los derechos humanos y, en general, que éstos ocupen un papel destacado en los programas y marginal, o nulo, en la práctica. La condición inicial para cambiar esta situación es reconocerla y criticarla, levantado la alfombra del consenso, desvelando el uso instrumental de los derechos humanos en los discursos de los poderes políticos.

Porque para gestionar esa contradicción entre programas y prácticas, los derechos humanos se incorporan a las políticas que gobiernan o aspiran a gobernar en países como el nuestro, desenraizados de la realidad social, “anestesiados”. La función de los movimientos sociales críticos es, precisamente, vincularlos con la realidad social; juzgar las políticas de derechos humanos desde su impacto real, por acción u omisión, en los conflictos sociales y políticos concretos; en definitiva, defender de una manera radical y práctica su universalidad y la complementariedad entre las diferentes categorías de derechos. Sólo así, desde el disenso, se conseguirá “despertarlos”, activarlos.

Voy a desarrollar esta idea desde arriba y desde abajo, desde las políticas de Estado y desde las políticas, o sociopolíticas, ciudadanas.

II.

Hay tres contradicciones principales entre los derechos humanos y los valores dominantes en el capitalismo neoliberal y los consensos políticos que lo gestionan.

La primera es la impunidad de la institución que determina el funcionamiento de la sociedad: es decir, el mercado. Esta impunidad tiene una base moral: “El neoliberalismo valora el intercambio de mercado como una ética en sí misma, capaz de actuar como única guía para toda la acción humana y sustituir todas las creencias éticas anteriormente mantenidas”. La consecuencia normativa es que el mercado subordina cualquier derecho a la maximización de la ganancia. Puesto que una de las características fundamentales del neoliberalismo es la mercantilización potencial (en la medida en que puedan generar beneficios a los titulares del negocio) de todas las actividades y relaciones humanas, hasta patentar organismos vivos, esta impunidad puede alcanzar, y alcanza de hecho, a todo el proceso económico. Hay muestras visibles de ello en la política española.

La política exterior responde a este principio y elude la exigencia del respeto a los derechos humanos cuando existen intereses económicos en juego. Así ocurre cuando se buscan o se establecen acuerdos con China, Indonesia, Libia o Colombia, cuyo gobierno, por ejemplo, es un aliado prioritario del gobierno español, pese a que durante el año 2007, la organización solidaria Cristianos de Acción por la Paz ha denunciado 225 violaciones de los derechos humanos en el país andino. Así sucede también, por acción y omisión, cuando empresas transnacionales españolas incurren en violaciones flagrantes de derechos humanos, en las expediciones del llamado razonablemente “nuevo colonialismo” empresarial español en América Latina. Los gobiernos españoles han mirado a otro lado, en el mejor de los casos, ante las denuncias fundamentadas contra agresiones a los derechos humanos de, por poner ejemplos recientes y bien documentados, Unión Fenosa en Nicaragua, o Aguas de Barcelona (cuyo accionista principal es la Caixa) en Barranquilla (Colombia), con el agravante en este caso de las denuncias de vínculos con el paramilitarismo. Digo “en el mejor de los casos”, porque cuando se ha planteado un conflicto entre los intereses de una empresa española y decisiones soberanas y democráticas de un gobierno, como está sucediendo todavía hoy con Repsol en Bolivia, el gobierno español –y no sólo: también los grandes grupos mediáticos, participantes en este caso del “consenso”– han tomado partido decididamente por Repsol, utilizando todos los medios de presión e intimidación a su alcance, identificando los intereses de los accionistas de la empresa con “los intereses españoles”.

El caso Repsol es, por otra parte, un paradigma de contradicción entre el discurso y la práctica. Desde el punto de vista de los derechos humanos, es indudable que la decisión del gobierno boliviano de nacionalizar los recursos energéticos del país es una medida imprescindible para que la población boliviana pueda llegar a vivir dignamente. La impunidad mercantil de que goza Repsol, reconocida de hecho por el gobierno español, pretende impedir el ejercicio pleno de este derecho.

La herramienta para anestesiar los derechos humanos en estos casos es la llamada “responsabilidad social corporativa”. Como es sabido, se trata de normas dictadas por la propia empresa, cuyo cumplimiento es estrictamente voluntario y no exigible ante ninguna instancia pública o privada. En estas condiciones, forma parte del marketing empresarial y no tiene efectos prácticos fuera de él. Pero sí desempeñan dos importantes funciones ideológicopolíticas: la primera, servir de excusa a las organizaciones sociales e instituciones que consideran resueltas las exigencias de “responsabilidad social” en la medida en que la empresa se adorne con el código correspondiente; la segunda, justificar el rechazo por parte de las empresas de cualquiera normativa pública, verificable y exigible, que las obligara al respeto efectivo de los derechos humanos, considerando que la “autorregulación” es un mecanismo “más eficiente”.

Esta situación nos plantea la urgencia de eliminar, como propone el fiscal Carlos Castresana, “la distinción artificial entre Derechos Económicos y Sociales y los Derechos Civiles y Políticos”. El mismo Castresana plantea un pregunta muy pertinente: “¿Dónde podemos establecer la frontera en la violación de los derechos humanos, entre lo económico y social y lo civil y político, en situaciones como la padecida por Nueva Orleáns con el huracán Katrina?”. Y añado por mi parte: ¿dónde, en la situación padecida por el pueblo boliviano por los desmanes de Repsol?

III.

La segunda contradicción nace de la “guerra contra el terrorismo”, sin límites temporales o espaciales, decretada por la Administración Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Identificado el “terrorismo”, no simplemente como un enemigo, sino como el “mal absoluto”, todos los que se considera que forman parte, o colaboran con él, o simplemente no se oponen a él según la doctrina de quienes dirigen la guerra, dejan de ser sujetos de derechos, y ser “sujeto de derechos” es el primero de los derechos humanos. Coherentemente, los que participan en esa guerra, que se llegó a llamar “guerra ética”, obtienen automáticamente impunidad moral, y tienen la fuerza suficiente para adjudicarse, además, la impunidad respecto al derecho internacional o a los derechos humanos.

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