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HACIA UNA CIVILIZACIÓN DE LA AUSTERIDAD COMPARTIDA

Escrito por

Éxodo 111 (nov.-dic.) 2011
– Autor: UCA –
 
UNA PREGUNTA OBLIGADA

¿Qué nos hizo creer que el consumo sin límites es el camino más seguro hacia la felicidad? -¿Que el bienestar de una sociedad se mide por el consumo per cápita de coches, televisores, baños, frigoríficos y ordenadores? ¿Que es más interesante hablar con alguien ausente por el teléfono móvil que hacerlo con el que está al lado? ¿Que la calidad de la enseñanza se mide por el número de ordenadores por metro cuadrado con que se inunda la escuela? ¿Que comprar regalos en Navidad para toda la familia garantiza la buena relación de sus miembros? ¿Que en una conferencia el uso del power point puede sustituir al uso magistral de la palabra? ¿Que gastar en armamento sofisticado es lo más inteligente para construir la paz? ¿Que el problema del exceso de información se resuelve con nuevos programas para seleccionar información, en una desesperada huida tecnológica hacia delante? ¿Que tener un coche para cada miembro de la familia es una necesidad vital? ¿Que…?

EL CONSUMO Y SUS PARADOJAS

El consumo es una necesidad vital. Pero asistimos, en nuestras sociedades, a una absolutización del consumo, que se convierte en configurador determinante de nuestra cultura. Y a esta absolutización es a la que denominamos consumismo. Políticos y empresarios nos presentan la necesidad de producir y consumir más… Cuanto más mejor.

Sin embargo, si entendemos que la economía debe estar al servicio de la ampliación de las capacidades, oportunidades y libertad de las personas, el puro dato del crecimiento económico y del consumo no implica necesariamente que seamos más libres, que se distribuya con justicia entre grupos sociales y pueblos de la Tierra y que no oculte las consecuencias nefastas que tienen para el medioambiente.

UNA PROMESA IMPOSIBLE DE CUMPLIR: UNIVERSALIZAR EL CONSUMISMO

Mientras la desigualdad en el acceso a los bienes de consumo sigue aumentando en el planeta, el consumismo va enganchando en sus redes, no sólo a las clases medias, sino también a las clases populares y mayorías empobrecidas. Este aumento ha ido de la mano del proceso de la globalización económica, protagonizado por las empresas transnacionales, que buscan mercados en los que poder vender sus productos a gran escala. La publicidad y los medios de comunicación globales son sus grandes aliados en este empeño. A través de ellos se propone un estilo de vida que se aloja en las carencias, deseos y esperanzas de muchas personas que buscan una vida mejor. Ser como ellos se convierte en la aspiración frustrada de muchos excluidos del sistema.

La reducción de la pobreza a una mera cuestión de crecimiento es una falacia. Cuando, tras la independencia de la India, preguntaron a Gandhi si su país iba a alcanzar los niveles de vida de Gran Bretaña, contestó: “Gran Bretaña necesitó apropiarse de la mitad de los recursos del planeta para alcanzar su prosperidad”.

Si toda la población actual viviera como un estadounidense medio, con una huella ecológica de 4,5 hectáreas por persona, harían falta 26.000 millones de hectáreas. Pero la Tierra sólo tiene 13.000, de las cuales 8.800 son ecológicamente productivas. Por lo tanto, harían falta tres planetas Tierra para universalizar el modelo de consumo del estadounidense medio.

CONSUMIMOS PARA EXPRESAR NUESTRA IDENTIDAD

Somos conscientes de las consecuencias que el consumismo tiene sobre nuestra libertad, sobre las posibilidades de desarrollo de los países del sur y sobre el mundo que heredarán nuestros hijos. Sin embargo, nos sigue haciendo falta lucidez para aceptar que el consumismo penetra dimensiones determinantes de nuestra existencia.

Hoy, y para los privilegiados del primer mundo, disponemos de una capacidad adquisitiva que nos da acceso a cantidad de bienes y servicios que desbordan nuestras posibilidades de disfrute. Este desbordamiento ha inducido cambios determinantes a la hora de relacionarnos con las cosas, pues compramos determinados productos no sólo porque nos son útiles instrumentalmente, sino porque mediante ellos queremos expresar lo que somos. Vestir una ropa concreta, comer o beber determinados productos, elegir la decoración de nuestra casa, indican lo que somos… o lo que desearíamos ser.

Sin embargo, el desarrollo de una conciencia crítica ante la injusticia y el compromiso con las personas desfavorecidas han podido ser sustanciales en la construcción de nuestra identidad moral, pues sabemos que el ser era más importante que el tener y que podemos hacer crecer nuestras mejores capacidades al margen de los dictados del sistema.

Pero algo importante de esta cultura consumista puede todavía permanecer latente entre nosotros. Por ejemplo, hemos creído que un mayor conocimiento de otras culturas y de otros pueblos eran un signo de nuestra solidaridad… ¿No acaba resultando casi necesario haber viajado a determinados países de América Latina para expresar mejor nuestro compromiso y conocer ciertas ciudades europeas para poder presentar nuestro cosmopolitismo? ¿No se ha convertido el contacto con la naturaleza en el blanco de una oferta de consumo que ha creado un deporte por cada sensación, un deporte generador de materiales, ropa, instalaciones y lugares imprescindibles?

EL CONSUMO COMO EXPRESIÓN DEL ÉXITO Y EL FRACASO SOCIAL

La mayoría de las personas siguiendo las pautas de la cultura consumista tienden a definir su yo ideal con estos tres rasgos: el éxito profesional, unas relaciones sociales que aporten prestigio y reconocimiento, e ingresos económicos que permitan una vida de calidad.

El éxito se cifra en la obtención de estos logros y la capacidad de consumo acaba canalizando nuestras aspiraciones. No haber sido capaz de alcanzar estas metas genera sentimientos de fracaso y de desprecio personal. Lo peor de la pobreza en nuestras sociedades no es tan sólo la carencia que comporta, sino los sentimientos de autodesprecio y anulación personal que acaban por definir la exclusión.

Pero es que la conjunción éxitoconsumo se agudiza aún más con la intervención de un rasgo posmoderno: la percepción del tiempo. El éxito tiene que ser ahora, y el fracaso, de llegar, máximamente fugaz. Un cambio siempre viene bien, parece ser el lema. El consumo se nos presenta, así, como el recurso más inmediato y directo para satisfacer deseos, para desterrar cualquier sentimiento de insatisfacción…

El triunfo de lo instantáneo acaba por imponer una concepción de la vida en la que la avidez por el cambio y la urgencia del placer clausuran cualquier otro horizonte. ¿Cómo vivimos nuestros esfuerzos cuando no reciben el aplauso del entorno, ni somos incluidos en los grupos de prestigio? ¿No seguimos alimentando el inmediatismo del que se sirve la cultura del consumismo? Frente a ella no podremos construir nada sustantivo sin recuperar la vivencia del éxito como crecimiento de nuestras mejores capacidades; sin recuperar la vivencia del fracaso como lugar donde maduran nuestras convicciones; sin redescubrir el horizonte de sentido en nuestras vidas, donde las dificultades presentes cobren significado en un proyecto de futuro.

ENVUELTOS POR LA CALIDAD DE VIDA

Calidad quiere oponerse a cantidad. Aumentar la capacidad económica para consumir bienes costosos nos encadena a la lógica del trabajo y nos priva del tiempo, la salud y la calma para vivir. Hoy percibimos el consumismo compulsivo como una esclavitud y sentimos como si tuviéramos que liberarnos de él para valorar mejor nuestro tiempo personal, los espacios de relación con nuestros amigos, la posibilidad de estar más con nuestros hijos…

En el mundo laboral, junto a los niveles de retribución, valoramos las posibilidades de conciliación con la vida familiar, la carga de tensión, o los tiempos de vacaciones. Antes de embarcarse en la hipoteca de un piso, muchas personas empiezan a plantearse dos veces las consecuencias que tendrá sobre sus vidas. Va abriéndose una nueva conciencia sobre las necesidades que el sistema de producción y consumo crea en nosotros y comienza a afirmarse la prioridad de nuestras vidas sobre las cosas. El hecho de que el marketing utilice el término calidad de vida indica hasta qué punto configura ya nuevos estilos y nuevas identidades. Estamos asistiendo a un cambio cultural que ofrece oportunidades.

No obstante, un determinado concepto de la calidad de vida que nos envuelve está reñida con la pasión por la vida y actúa como virtud individualista. Porque soy yo, en definitiva, quien gestiona la calidad de mi vida optimizando mis propios recursos. Buscamos la satisfacción, el bienestar, la serenidad y la paz… Y, por si acaso, preferimos no mirar alrededor, no sea que las demandas de los otros, los conflictos o las injustiticias acaben alterando nuestra propia armonía. ¿Nos imaginamos un mundo donde quienes disponen de capacidades aspiren tan sólo a recluirse en una casa unifamiliar cuyo horizonte acabe en su propio jardín?

Donde está tu riqueza, allí está tu corazón (Mt 6, 21)… Esta afirmación del evangelio cobra aquí un profundo significado: mientras las categorías más determinantes de nuestra vida continúen sostenidas en la cultura del consumismo, no haremos sino ejercicios de voluntarismo. Reconocer esta realidad puede disponernos a descubrir la orientación más afirmativa e integradora de nuestras capacidades, para sentir, decir y hacer creíble otra manera de vivir.

1. Recuperar la autenticidad

Vivir en la realidad nos abre a la razón moral, a la aplicación de la capacidad racional sobre nuestros estilos de consumo y sobre sus repercusiones. Dos consecuencias morales promueve el consumismo:

a) En primer lugar, el consumismo genera competitividad en nuestras relaciones. Dice el pensador T. Todorov que si la meta última de las fuerzas políticas de un país es solamente asegurar el máximo de consumo y el máximo de producción, sin interrogarse nunca sobre el efecto de estos logros sobre las relaciones interpersonales, el despertar puede ser brutal. Hay en nuestra sociedad formas de comunicación empobrecedoras e individualistas que nos hacen vivir como una tragedia el hecho de que necesitemos a los otros.

b) En segundo término, el consumismo promueve un concepto de felicidad que acaba expropiando nuestra humanidad. Si la sociedad consagrase a la satisfacción de las necesidades básicas de los más pobres una fracción de la creatividad y recursos que destina a moldear las preferencias de consumo de quienes tienen poder adquisitivo, hace mucho que habríamos erradicado la pobreza y el hambre. El consumismo es agente de alienación.

2. De la calidad de vida a la autenticidad

La conciencia nos señala las contradicciones de la cultura que ayudamos a sostener. No podemos vivir rotos para recluirnos en un bienestar individual que no mira ya a nadie ni a nada.

Recuperar la autenticidad quiere decir recuperar la integración de todo lo que somos y construirnos a partir de las mejores capacidades que llevamos dentro. La relación con las personas y con nosotros mismos, y tantas otras capacidades que no pueden comprarse, ofrecerán siempre la mejor oportunidad para el crecimiento personal.

Nadie ha dicho que se trate de una tarea fácil. Pero nadie tampoco ha definido la felicidad humana al margen de la voluntad y de la acción. Sólo así podremos alcanzar una vida de calidad. Recuperar la autenticidad supone inaugurar estilos de vida que lleven a la felicidad y que puedan ser también universalizables. Ambos fines son esenciales desde una propuesta que subordine el consumo a la persona –que lo ponga a su servicio– y, al mismo tiempo, sea justa con el conjunto de la población del mundo.

ESTILOS DE VIDA INCLUYENTES

Necesitamos estilos de vida incluyentes, que proponen formas de consumo que pueden, en justicia, universalizarse a todos los habitantes del planeta, que consideran sus repercusiones en el equilibrio de la Tierra y tienen en cuenta los derechos de las generaciones futuras.

Los cambios políticos y estructurales que nuestro mundo requiere se basarán siempre en el descubrimiento y afirmación de nuevas formas de vida por parte de las personas. Pero nada de esto puede movernos si no existe una experiencia de liberación personal. Por ello, destacamos a continuación un valor que necesitamos cultivar: el valor de la sencillez. La sencillez nos ofrece la novedad para crecer.

EL VALOR DE LA SENCILLEZ

Si el consumismo fomenta la cultura de usar y tirar, siempre atentos a nuevos reclamos publicitarios y a la esclavitud de la moda, el estilo de vida sencillo nos invita a valorar las cosas por su valor de uso, sin desperdiciarlas o abusar de ellas. Las cosas merecen de nosotros un cuidado, sobre todo cuando sabemos que no alcanzan a todos.

Esta valoración adecuada no se adquiere cuando estamos saturados de bienes. La acumulación conduce al descuido.

Un estilo de vida sencillo pide un cierto señorío personal sobre nuestras compras. Comprar bien es la primera condición para relacionarme adecuadamente con el bien que adquiero. Todos lo hacemos así cuando la compra nos resulta económicamente importante, pero sería justo que lo hiciéramos también cuando los bienes que compramos no tienen tanto valor económico.

Los estilos de vida sencilla permiten un mayor espacio para la autonomía personal y para nuestro crecimiento humano. Y esto tiene que ver con un redireccionamiento de mi persona: dejarme atraer más por lo humano que por lo material; disfrutar en el uso y no en el abuso o en la posesión nominal. La sencillez antepone la satisfacción que nos regala la vida a la que nos producen las cosas. Y esto supone una sabiduría que nos permite distinguir lo importante de lo superficial, la felicidad de sus sucedáneos.

La vida sencilla tiene que ver también con la vergüenza. Tener vergüenza de necesitar cargar con grandes bultos cuando nos vamos dos días fuera de casa, de llevar tantas cosas por si acaso y regresar una y otra vez sin haberlas tocado. Vergüenza de necesitar tanto, cuando otros muchos no pueden llevar nada.

HACIA UNA CIVILIZACIÓN DE LA AUSTERIDAD COMPARTIDA

¿Es también la sencillez una opción ética? Sin duda. Pero esta decisión no puede olvidar que la sencillez de vida es una obligación para otros muchos habitantes del planeta. La gran mayoría de los seres humanos no pueden adquirir bienes suficientes para llevar una vida digna. Hablamos de sencillez también por solidaridad con ellos. Se trata de crecer en humanidad, para que otros dispongan de ella.

Y hay una segunda motivación ética: las generaciones futuras, que tienen tanto derecho como nosotros a disfrutar del mundo, no podrán hacerlo si seguimos consumiendo y despilfarrando al ritmo que lo hacemos nosotros. La sencillez de vida tiene un respaldo ético que la legitima: es universalizable. El despilfarro es una ofensa ética. Aquí es donde Ignacio Ellacuría presenta su propuesta de civilización de la pobreza. Después, Jon Sobrino tradujo el término por civilización de la austeridad compartida, para que nadie acusara a Ellacuría de proponer que todos fuéramos pobres. No era ése el sentido. Se habla de “civilización de la pobreza” como contrapunto a la “civilización del capital”. Porque “rechaza la acumulación del capital como motor de la historia y la posesión de cosas como principio de humanización, y hace de la satisfacción universal de las necesidades básicas el principio del desarrollo, y del acrecentamiento de la solidaridad compartida el fundamento de la humanización”.

Una cultura de la austeridad compartida distingue entre necesidades básicas y deseos. Si nuestro sistema permite la satisfacción de los refinados deseos de quienes pueden pagarlos, dejando al margen las necesidades básicas de quienes no pueden hacerlo, tendremos que proponer un principio según el cual las necesidades tienen prioridad sobre las preferencias o los deseos. No podremos considerar legítima toda forma de consumo que impida el desarrollo de las capacidades básicas de la mayoría de la humanidad.

Se trata de una concepción tan opuesta a nuestra cultura de la satisfacción, que demanda una profunda transformación. Disponemos de los recursos y de la base tecnológica para un mundo diferente y en paz con la naturaleza. Pero tenemos que instaurar su base social y cultural, porque, como dice Sánchez Ferlosio, “nada cambia si no cambian los dioses que rigen la vida”.

La cultura de la austeridad compartida pretende el aumento de la calidad en las relaciones humanas, en la solidaridad, en el reconocimiento mutuo. Se trata de vivir humanamente, dando espacio a dimensiones de la persona que hoy quedan oscurecidas por la lógica del mercado. Hemos visto que hay límites ecológicos para la producción material de la humanidad. Pero no hay límites para el desarrollo social, para la participación ciudadana, para el despliegue cultural y educativo, para el crecimiento moral. No hay límites para el amor, la amistad y la ternura. Todos estos son bienes que, al contrario que los materiales, se multiplican cuando se comparten.

FINALMENTE, EL PARADIGMA-CONQUISTA HA ENTRADO EN CRISIS

Ningún político va a avanzar en esa dirección si no percibe que la ciudadanía lo está demandando. Hace unos años el politólogo alemán Peter Glotz dijo que era la izquierda quien debía construir una alianza de los fuertes a favor de los débiles y en contra de sus propios intereses. Y este espíritu va calando. Cada vez van surgiendo más grupos y movimientos que reclaman que todas las personas podemos aprender a vivir de otra manera.

En el conjunto de los seres de la naturaleza, el ser humano ocupa un lugar singular. Por un lado es parte de la naturaleza por su enraizamiento cósmico y biológico. Por el otro, se sobreeleva sobre ella creando cultura y cosas que la evolución sin él jamás crearía.

Por su naturaleza es un ser biológicamente carente (Mangelwesen). Por eso se ve obligado a conquistar su sustento, modificando el medio, creando así su hábitat. Muy pronto en el proceso de hominización surgió el paradigma de la conquista. Salió de África, de donde irrumpió como \”homo erectus\” hace 7 millones de años, y se puso a conquistar el espacio, comenzando por Eurasia y terminando por Oceanía. Al crecer su cráneo, evolucionó a \”homo habilis\”, inventando, hace unos 2,4 millones de años, el instrumento que le permitió ampliar todavía más su capacidad de conquista. Por comparecer como un ser entero pero inacabado (no es defecto sino marca) y teniendo que conquistar su vida, el paradigma de la conquista pertenece a la autocomprensión del ser humano y de su historia. Prácticamente todo está bajo el signo de la conquista: la Tierra entera, los océanos y los rincones más inhóspitos. Conquistar pueblos y \”dilatar la fe y el imperio\” fue el sueño de los colonizadores. Conquistar los espacios extraterrestres y llegar a las estrellas es la utopía de los modernos.

Conquistar el secreto de la vida y manipular los genes. Conquistar mercados y altas tasas de crecimiento, conquistar cada vez más clientes y consumidores. Conquistar el poder de Estado y otros poderes, como el religioso, el profético y el político. Conquistar y controlar los ángeles y los demonios que nos habitan. Conquistar el corazón de la persona amada, conquistar las bendiciones de Dios y conquistar la salvación eterna. Todo es objeto de conquista. ¿Qué nos falta todavía por conquistar?

La voluntad de conquista del ser humano es insaciable. Después de milenios, el paradigma-conquista ha entrado en nuestros días en una grave crisis. Basta de conquistas. Si no, destruiremos todo. Ya conquistamos el 83% de la Tierra y en ese afán la devastamos de tal forma que ha sobrepasado en un 20% su capacidad de soporte y de regeneración. Se han abierto llagas que tal vez nunca volverán a cerrarse.

Necesitamos conquistar aquello que nunca antes habíamos conquistado porque pensábamos que era contradictorio: conquistar la autolimitación, la austeridad compartida, el consumo solidario y el cuidado para con todas las cosas, para que sigan existiendo.

Al arquetipo Alejandro Magno, Hernán Cortés y Napoleón Bonaparte, de la conquista, hay que contraponer el arquetipo de Francisco de Asís, Gandhi, Madre Teresa e Irma Dulce, el cuidado esencial.

Cualquier análisis de la economía, hecho desde una perspectiva humana y cristiana, debe tener en cuenta que la economía, ni como ciencia ni como proceso productivo y distributivo de la riqueza, es neutral, sino que se puede enrumbar en favor de unos más que de otros, y, muchas veces, en favor de unos en contra de otros. Jesús dice: “no se puede servir a Dios y al dinero”. En la carta a Tito se dice: “la raíz de todos los males es la ambición del dinero”. La historia y su sabiduría acumulada lo confirman.

Esto significa que un análisis de la economía debe ser hecho también desde la perspectiva de sus posibles y reales males, desde la injusticia que genera, de la pobreza y miseria que produce. Si esto no se hiciera, la economía no podría verificar su última razón de ser: facilitar que el oikos (la casa, el hogar), el símbolo fundamental de vida para los seres humanos, sea una realidad y poder denuciar que la configuración económica ha producido y puede seguir produciendo para las mayorías muerte en vez de vida.

Y junto a la profecía la utopía, que nos lleva al convencimiento de que el futuro, la utopía, no está en el norte del planeta.

Simplemente, es imposible, pues no hay recursos para ello (y menos para que el norte se convierta en la utopía de todos los otros países). Pero además, no es deseable. Deseable y necesario es que la vida justa y digna sea posible, pero no es deseable la concepción de vida que nos viene del norte, la ley del más fuerte y poderoso, la falta de compasión y misericordia hacia los débiles (de fuera y de dentro), la prepotencia absoluta que no hace caso de leyes internacionales ni del tribunal de La Haya, el apoyo millonario a dictados de represión y guerras injustas…

Por eso, en un momento audaz, Ignacio Ellacuría abogó por la “civilización de la pobreza”. Y si estas palabras suenan duras en exceso, digamos que la utopía sea la “civilización de la austeridad compartida”.

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