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Evangelizar desde el mundo de los pobres, exigencia del papa Francisco

Escrito por

Éxodo 122  (ener.-febr.) 2014

-Autor: Frei Betto-

LA DISMINUCIÓN DEL NÚMERO DE CATÓLICOS EN EUROPA Y AMÉRICA LATINA

En 1910, en Europa se concentró el 65% de los católicos del mundo. Hoy en día hay sólo un 24%. En Brasil, el porcentaje de católicos era, en 1974 el 74%. Hoy, es el 64,6%.

Hay muchos factores que explican este fenómeno, incluyendo la ola de teología de la prosperidad para los pobres y el uso dinámico de los medios electrónicos por las Iglesias pentecostales y neopentecostales. A esto hay que sumar la pedagogía convincente de las tradiciones islámicas en un mundo que carece de ideologías libertarias, amenazadas por el aumento de la pobreza y la búsqueda de la identidad en la era postcolonial. Conviene recordar que la empresa colonialista, promovida por Occidente en África, Asia y el Medio Oriente, se llevó a cabo bajo el signo de la cruz…

La Iglesia Católica tuvo que enfrentarse a enormes dificultades para adaptarse a la posmodernidad. Las decisiones del Concilio Vaticano II convocado por el Papa Juan XXIII no se han aplicado suficientemente en estos 50 años que nos separan de la inauguración. Los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI mantuvieron bajo sospecha efectivas aplicaciones conciliares y dieron cobertura a retrocesos, como permitir la liturgia tridentina y volver a fomentar la protección de las conferencias episcopales nacionales por las Nunciaturas Apostólicas debilitando lacolegialidad.

En su exhortación Alegría del Evangelio, el Papa Francisco dijo explícitamente: “El Concilio Vaticano II afirmó que, a semejanza de las antiguas Iglesias patriarcales, las Conferencias episcopales pueden aportar una contribución múltiple y fecunda, para que el sentimiento colegial llegue a aplicaciones concretas’. Pero este deseo no se realizó plenamente, porque todavía no se elaboró un estatuto de las Conferencias episcoples que las considere como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo alguna auténtica autoridad doctrinal.

Una centralización excesiva, en vez de ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera“ (N. 32).

La Curia Romana se travistió de institución infalible y la Iglesia como Pueblo de Dios quedo oscurecida por una burocracia compleja, cuyo banco financiero es nido de escándalos y corrupciones. En la vanguardia de este modelo de evangelización bendecido por el Vaticano, sobresalieron sociedades secretas, ricas, nada transparentes, como Opus Dei, Legionarios de Cristo y los Heraldos del Evangelio con sus trajes de mosqueteros y botas de tubos altos.

LA PARROQUIA, UN MODELO ANACRÓNICO

La evangelización católica sigue manteniendo, aún hoy, su eje en el modelo de parroquia. La parroquia, que surgió a finales del siglo IV en Italia y Egipto, es una institución típica de la época medieval. Presupone la proximidad territorial de los fieles reunidos en torno a un templo. Ahora estos vecinos que comparten piso en un mismo edificio ni siquiera se saludan. La proximidad geográfica ya no es el criterio de identidad comunitaria. El espacio se ha desplazado de lo real a lo virtual. Gracias a los medios de comunicación electrónicos, mi mejor amigo, con el que establecer contactos diarios, puede vivir a muchos kilómetros de mí e incluso en otra ciudad o país.

La evangelización pierde su carácter profético al congregar fieles sin identidad comunitaria en torno a una parroquia. En ella predominan el sacramentalismo y la predicación doctrinal y moralista. La crítica es del propio Papa Francisco en su documento de la Alegría del Evangelio: “Por ejemplo, si un sacerdote durante el año litúrgico, habla diez veces de la templanza, y apenas dos o tres veces de la caridad o la justicia, se crea una desproporción pues deja en la penumbra precisamente las virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis. Y lo mismo ocurre cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios” (38).

¿Cómo imprimir consistencia profética en una predicación dirigida a una asamblea que reúne a personas de diferentes clases sociales e intereses diversos? La “arqueología del lenguaje“, en palabras de J.B. Libanio, adquiere así un alto nivel de abstracción, pues todos estamos en que ser cristiano es “amar a Dios y al prójimo“. El conflicto se instala cuando se baja un peldaño para aclarar que, en esta región específica, amar al prójimo consiste en acoger a los inmigrantes o evitar el desempleo o defender los derechos humanos de las llamadas minorías.

Como lo criticó el Papa Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud, en Río, en 2013, la Iglesia dio una vuelta hacia dentro de sí misma. Hubo una inversión de la pedagogía evangelizadora. “Yo quiero agitación en las diócesis, que ustedes salgan a las calles. Quiero que la Iglesia vaya hacia las calles; quiero que nos defendamos de toda acomodación, inmovilismo, clericalismo. Si la Iglesia no sale a las calles, se convierte en una ONG. La Iglesia no puede ser una ONG”.

En nuestra misión pastoral, bajo los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, el anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo, el kerigma, cedió lugar a la sacramentalización, la propuesta del Evangelio al moralismo doctrinario, la misión a la disciplina, la misericordia al pecado. De esta manera, la Iglesia se transformó en una institución en la cual la profesión de fe en los dogmas pasó a tener más importancia que la vivencia de los valores evangélicos, como el amor, el perdón, la lucha por la justicia, etc.

Hubo una inversión de la pedagogía pastoral. La pertenencia a la Iglesia adquirió prioridad a expensas de la proclamación de la palabra (kerygma), la catequesis (katá – ekkhéo = hacer eco) se restringió a los niños; la profundización de la vida de fe (Didascália) quedó congelada en en un doctrinarismo que evita los problemas de hoy, como la política, la sexualidad, los avances científicos, la bioética, la ética económica y la preservación ambiental.

Hoy es urgente reformular el sistema parroquial. No dar prioridad a la división territorial y sí a las parroquias ambientales, que reúnen a grupos afines, unen a los grupos relacionados, como militantes de partidos políticos o católicos recasados. Debemos invertir el proceso: no son los fieles los que deben ir al templo parroquial, sino los agentes pastorales –párrocos, vicarios, religiosos y laicos– los que deben ir allí donde viven los feligreses: edificios de apartamentos, escuelas, lugares de trabajo, hospitales, barrios marginales, etc. En estos lugares se deben crear comunidades eclesiales específicas, favorecidas por la identidad profesional y social de los fieles.

TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

A la luz del Concilio, la Conferencia Episcopal de Medellín en 1968 dio voz y vez a las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) que, en América Latina, congregan en las periferias a fieles empobrecidos que cotejan los hechos de la vida con los hechos de la Biblia, inaugurando una nueva visión de la Palabra de Dios desde la óptica de los oprimidos, y a partir de sus esfuerzos por una vida menos dolorosa, lanzan las semillas de lo que es conocido como teología de la liberación.

La teología de la liberación, como afirma Gustavo Gutiérrez, es acto segundo. No se forjó en las academias teológicas. El acto primero, que le da origen, es la presencia de los cristianos en los movimientos populares comprometidos con la lucha por superar todas las formas de injusticia, actuación profética confirmada hoy por el Papa Francisco en Alegría del Evangelio: “La necesidad de abordar las causas estructurales de la pobreza no puede esperar, y no sólo por una exigencia pragmática de obtener resultados y ordenar la sociedad, sino también para sanarla de una enfermedad que la torna frágil e indigna, y que sólo puede llevarla a nuevas crisis. Los planes de asistencia, que acuden a ciertas urgencias, deberían ser considerados sólo como respuestas pasajeras. Si no se llegan a solucionar radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera, y atacando las causas estructurales de la desigualdad social, no se resolverán los problemas del mundo y, en definitiva, ningún otro problema. La desigualdad es la raíz de los males sociales” (202).

Esta nueva forma de evangelización, que movilizó a los pobres en el empeño por combatir las causas de la injusticia, hizo que la Iglesia reviviera en América Latina durante los años 1960-1980. La escasez de sacerdotes, especialmente en las zonas más pobres, permitió que la CEB se convirtieran, en palabras del cardenal Lorscheider, “en una nueva manera de ser Iglesia y en una nueva manera para la Iglesia de ser”. Los laicos practicaban el ecumenismo, la cooperación entre las religiones, y asumían el papel misionero, animando y dirigiendo las celebraciones, elaborando proyectos pastorales, suscitando movimientos sociales y políticos que, desconfesionalizados e independientes de la estructura eclesiástica, se volvían “herramientas del Reino”, a punto para que los cristianos asumieran un papel de liderazgo en la liberación de Nicaragua (1979) de la dictadura de Somoza.

El pontificado de Juan Pablo II, que comenzó en 1978, representó un paso atrás en la Iglesia que era pobre con los pobres. Archidiócesis dirigidas por arzobispos progresistas, como la de São Paulo, fueron divididas en pequeñas nuevas diócesis y entregadas a los obispos conservadores; obispos, sacerdotes y religiosos comprometidos con las CEB fueron marginados; teólogos como Leonardo Boff y Tissa Balasuriya fueron castigados; y, en contrapartida, movimientos fundamentalistas como el Opus Dei han sido valorizados, así como los que, animados por el entusiasmo carismático, ignoran las causas de la pobreza y asumen un supuesto apoliticismo que, de hecho, fortalece y consagra las fuerzas conservadoras de dominación y opresión.

La orientación del Papa Francisco, en su exhortación, es explícita: “En esta línea, se puede entender la petición de Jesús a sus discípulos: ‘Dadles vosotros de comer’ (Mc 6, 37), que implica tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la pobreza y promover el desarrollo integral de los pobres, como los gestos más simples y cotidianos de solidaridad con las miserias muy concretas que encontramos. Aunque un poco desgastada y a veces hasta mal interpretada, la palabra ‘solidaridad’ significa mucho más que algunos gestos esporádicos de generosidad; supone la creación de una nueva mentalidad que piensa en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de bienes por parte de algunos“ (188).

Los datos son claros: cuanto más se clericalizó la evangelización, centrada en el moralismo y en la observancia doctrinal, favoreciendo la ortofonía (la mera repetición de la ortodoxia oficial), más decreció el número de fieles. Se estableció una verdadera esquizofrenia en la Iglesia: cuanto más la jerarquía insistió en mantener ultramontanos preceptos, desconectados de la realidad actual, como la condenación del uso de los preservativos, tanto más los fieles adoptaban una práctica disonante y discordante.

Fue excesivo para los hombros de Benedicto XVI el peso de esta Iglesia anclada en su “inquebrantable verdad”, sorda a la modernidad y ciega a la posmodernidad, desconfiada frente al ecumenismo y al diálogo interreligioso, angustiada por su óptica pesimista capaz de percibir sólo “relativización de los valores“. En un gesto evangélico de humildad, presentó su renuncia y dio paso a un prelado oriundo de la periferia, del “fin del mundo”: el Papa Francisco.

En sus primeras declaraciones en Roma y, poco después, en la Jornada Mundial de la Juventud, en Río, el actual pontífice se convirtió en el crítico número uno de un modelo de la Iglesia inadecuado a los tiempos en los que vivimos. Francisco, que inició la reforma de la Iglesia por el papado, quiere una instituciónmovimiento, hacia fuera, misionera, capaz de afrontar a las personas –ya sean gays, recasadas, divorciadas– con el aliento de la misericordia y la actitud del diálogo y no con el dedo de la acusación y la arrogancia farisaica de la segregación. Esta explosión inesperada del Espíritu renovador de la Iglesia nos desafía a encontrar nuevas formas de evangelización profética desde las periferias, del modo de promover el bien común y la inclusión social de los pobres.

Se habla mucho de la caída del Muro de Berlín y el fracaso del socialismo europeo. Y casi nada se oye sobre el fracaso del capitalismo en casi dos terceras partes de la humanidad que, según la ONU, viven por debajo del nivel tolerable de pobreza; son cerca de 4.000 millones de personas que tienen un ingreso mensual inferior a los 60 dólares.

El aumento de la desigualdad entre los más ricos y los más pobres, las crisis del dólar y el euro, y el consiguiente desempleo; la abdicación de las fuerzas políticas en Europa en favor de las fuerzas financieras que hoy instituyen gobiernos, son factores que favorecen el aumento de la pobreza y la miseria y explica los flujos migratorios de los pueblos más pobres hacia las naciones más ricas.

Del mismo modo que Jesús no fue indiferente a la multitud hambrienta (Mc 6, 31-44), aunque los discípulos le pidieron que “los despidiera”, la Iglesia no puede permanecer indiferente a las causas de la exclusión social, so pena de cometer pecado grave de omisión y crimen de lesa humanidad.

Las palabras son del Papa Francisco en su exhortación: “ Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, ha de llegar a todos sin excepción. Pero, ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación muy clara: no tanto a los amigos y vecinos ricos, sino sobre todo a los pobres y enfermos, que muchas veces son despreciados y olvidados, a ‘aquellos que no tienen con qué retribuirte” (Lc 14, 14). No deben quedar dudas ni explicaciones que debiliten este mensaje clarísimo. Hoy y siempre, ‘los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio‘ y la evangelización dirigida a ellos gratuitamente es señal del Reino que Jesús vino a traer. Hay que señalar sin rodeos que existe un vínculo indisoluble entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos” (48).

En este sentido, nuestros métodos de evangelización deben ser actualizados, comenzando por la actitud de dejarnos evangelizar por los pobres. Nuestra pastoral debe saber articular el mensaje del Evangelio con el contexto social, económico y político en el que vivimos. Como subraya el papa Francisco en su exhortación: “Ya no se puede decir que la religión debería limitarse a la esfera privada y sólo sirve para preparar las almas para el cielo. Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus hijos también en esta tierra, aunque estén llamados a la plenitud eterna, porque Él creó todas las cosas ‘para que las disfrutemos‘ (1 Timoteo 6,17), para que todos puedan disfrutarlas. De ahí que la conversión cristiana exija revisión, especialmente en todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común” (182).

Nuestras comunidades deben superar el romanticismo ingenuo de las obras asistencialistas, entendidas equivocadamente como “opción por los pobres” y comprometerse efectivamente con los movimientos populares, sociales, ONG, etc, que, como “herramientas del Reino de Dios”, actúan en pro de “otros mundos posibles“.

Fuera de esta perspectiva, la Iglesia Católica estará condenada al colapso como “luz de los pueblos“. Quedará como levadura fuera de la masa y sin efecto en el mundo que clama por sentido, justicia y paz.

Santo Domingo, fundador de la Orden de los Dominicos, a la que pertenezco, dijo: “El trigo amontonado se pudre; desparramado, fructifica”. Es bueno recordar que Benedicto XVI renunció por no soportar el olor de la podredumbre…

Juazeiro del Nore, 8 de enero de 2013, en el la XIII encuentro intereclesial de las Comunidades Eclesiales de Base del Brasil.

 

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