viernes, abril 19, 2024
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ESTATUTO ONTOLÓGICO DEL EMBRIÓN. POR UN PLANTEAMIENTO CONVERGENTE ENTRE CIENCIA Y FE

Éxodo 98 (marz.-abr’09)
– Autor: Benjamín Forcano –
 
PLANTEAMIENTO ACTUAL DEL PROBLEMA

Siempre la cuestión del aborto vino envuelta en un interrogante. Pero hoy nos llega más fuerte porque descubrimos que de la pregunta qué es el embrión y cuál es su valor derivan muchas implicaciones éticas, clínicas y hasta políticas.

Hasta ahora, bastaba con decir que el embrión, tras sucesivas divisiones y transformaciones, llegaba a ser un organismo adulto y daba lugar a una persona. En el momento presente, las ciencias han avanzado mucho y levantan muchas dudas. No resulta tan obvio que el embrión, en su origen, fuera ya ese individuo al que da lugar: “En lo que se refiere al estatuto ético del embrión se nota en algunas posiciones que parten del presupuesto de que se tiene la verdad y, lo que es peor, que las alternativas que no defienden la protección del embrión desde el momento mismo de la entrada del espermatozoide en el óvulo, no consideran como valor la vida humana o que, más aún, la desprecian” (ALONSO BEDATE, C., en Gen-Etica, “El estatuto ético del embrión humano: una reflexión ante propuestas alternativas”, Ariel, 2003, p. 31).

En su sentido más inmediato, por aborto entenderíamos la acción de abortar, es decir, de impedir el nacimiento de un “nuevo ser humano”, al cual en los dos primeros meses lo denominaríamos embrión y, en los siete siguientes, feto. Esta sería la acepción más común para expresar la pérdida de un “ser humano” en cualquier tipo de finalización del embarazo, sea espontánea o voluntaria.

Si la tesis antigua, propia de la biología genética o preformacionista, es adoptada como presupuesto válido e indiscutible, poco o nada cabe esperar: es inútil dialogar y pretender establecer un nuevo enfoque del problema, pues más que atender a la realidad misma embrionaria y hacerlo descriptiva y rigurosamente con los ojos de la ciencia genética y epigenética, lo hacemos desde la “creencia” de que es así y es así porque siempre ha sido así: se sobrepone más que la razón científica, la creencia “que da por cierta una cosa que el entendimiento no alcanza o que no está demostrada”. Esta ausencia de crítica queda suplida por una postura subjetiva, cerrada y dogmática, sorda a cualquier revisión.

Entonces, es fácil que se emprendan iniciativas, acciones, campañas contra el aborto dando por probada una verdad que no lo es. Adoptamos posturas contundentes, incondicionales, suprimiendo el debate necesario que arrojaría luz, aparcaría los dogmatismos y podría dar lugar a concordar posturas científica y éticamente coherentes.

No aprendemos de la historia que, sobre este punto, nos alecciona claramente: es ley natural la evolución del saber humano y nunca podemos identificar la verdad con los resultados de un determinado momento histórico, pues cada momento está ceñido a un horizonte limitado de comprensión, que luego puede variar, como con frecuencia ha ocurrido.

PRESUPUESTOS PARA UN RECTO PLANTEAMIENTO DEL TEMA

1. Nuevas relaciones entre ciencia y fe: Vaticano II

Nadie puede negar que en la cultura moderna se da una cierta hostilidad entre científicos y religión, quizás especialmente contra la religión cristiana, porque ella suele partir de certidumbres incuestionables en tanto que la ciencia parte de análisis empíricos y racionales de la realidad.

Esta hostilidad de científicos contra la religión parecía haber entrado en declive con el concilio Vaticano II, y con razón, pues el Vaticano II puso fin a toda una edad antimodernista, simplemente porque la Iglesia se había aferrado, como si de la misma fe se tratara, al paradigma cultural de la Edad Media.

El concilio recalcó especialmente la incidencia de todo esto para el campo de la teología: “Las recientes adquisiciones científicas, históricas o filosóficas plantean nuevos problemas que arrastran consecuencias para la vida y reclaman investigaciones nuevas por parte de los teólogos. Los teólogos pondrán empeño en colaborar con los hombres versados en otras disciplinas; poniendo en común sus energías y sus puntos de vista y respetando el método y exigencias propias de la ciencia teológica, deben buscar siempre el modo más adecuado para comunicar la doctrina con los hombres de su tiempo. En el cuidado pastoral deben conocerse suficientemente las conquistas de las ciencias profanas de modo que también los fieles sean conducidos a una vida de fe más genuina y más madura” (GS, 62; cfr. también GS 5 y 7).

Estos textos marcan una nueva actitud ante la ciencia. La marca, sobre todo, el mensaje final dirigido por los padres conciliares a los hombres del pensamiento y de la ciencia:

“Un saludo muy especial a vosotros los buscadores de la verdad, a vosotros, los hombres del pensamiento y de la ciencia, los exploradores del hombre, del universo y de la historia. No podíamos dejar de encontraros. Vuestro camino es el nuestro. Vuestros senderos no son nunca extraños a los nuestros. Dichosos los que, poseyendo la verdad, la siguen buscando, a fin de renovarla, de profundizar en ella y comunicarla a los demás.

Nunca quizá, gracias a Dios, se ha mostrado tan claramente como hoy la posibilidad de un acuerdo profundo entre la verdadera ciencia y la verdadera fe, servidoras ambas de la única verdad. Tened confianza en la fe, esta gran amiga de la inteligencia” (mensaje del Concilio a los “Hombres del pensamiento y la ciencia”).

La ciencia trata de describirnos el mundo real como es, liberándolo progresivamente de falsos conceptos que, se quiera o no, repercuten en las imágenes que nos hemos creado de Dios, de la religión y del hombre. La verdad sobre Dios es única y ni la ciencia ni la religión pueden caminar por separado atribuyéndose el privilegio de tener en propiedad esa verdad. Esa visión antagónica acabó, —debe acabar— porque todo creyente sabe, y lo sabe aún más el teólogo, que nunca su búsqueda está exenta de limitaciones, dudas y correcciones, lo que equivale a admitir lo que escribe el físico John Polkinghorne: “La religión sabe desde hace mucho que en último término toda imagen humana de Dios resulta ser un ídolo inadecuado” (La fe de un físico, EVD, 2007, p. 279).

Los modos de inteligibilidad de la realidad dependen de cada época. En la modernidad fue tal el ensalzamiento de la omnipresencia y del poder de Dios que se hizo a costa de reducir casi a la nada la realidad del hombre. ¿Por qué la teología establecía paradigmas, conceptos de comprensión que muchas veces eran contradictorios con los postulados de la ciencia, del humanismo y de la ética?

Con razón, Javier Montserrat, profesor de la Universidad de Comillas y de la Autónoma de Madrid, en la introducción al libro del científico Arthur Peacocke comenta lo que para este autor eran ideas claves al final de su investigación: “La necesidad de que la idea moderna de Dios sea reformulada desde el mundo de la ciencia; la semejanza entre la forma de razonamiento de la ciencia y de la teología; la necesidad de superar el clásico dualismo antropológico de la teología clásica; la necesidad de pensar a Dios de forma coherente con su continua acción divina en el mundo en el marco de su esquema pan-en-enteista” (Arthur Peacocke, Los caminos de la ciencia hacia Dios, ST, 2008, Introducción, p. 29).

La inteligibilidad del mundo real por la ciencia y la razón es presupuesto ineludible para acceder al encuentro de la ciencia y la teología, lo cual exige mantener claro que la fe es una cosa y otra los conceptos en que vertimos la verdad que se nos revela y que vamos formulando a través de los nuevos conocimientos que surgen en la historia. Como muy bien decía el teólogo Rhaner, la Iglesia ha tendido a entender la figura del cristianismo como un todo, sin advertir que en ese todo la reflexión teológico-científica debe intentarse siempre de nuevo.

2. La realidad biológica embrionaria y la moral cristiana

De puro suponerlo y repetirlo, apenas nos damos cuenta de que los cristianos nos presentamos en la sociedad defendiendo, respecto al aborto, una moral que nos distinguiría de los demás y que se apoyaría en razones propias.

No son pocos los que ven en esto una coartada para eludir la realidad. Muchos teólogos y moralistas católicos piensan que el tema del aborto, —al igual que otros—es un problema humano sobre el que la moral cristiana no tiene aportación específica. Sería vano buscar en el Nuevo Testamento un tratado de biología o de ética racional y vano esperar un tratamiento que resultase exclusivo del pensar católico.

En el momento actual, creo poder ratificar como seguros los puntos siguientes:

a) El Magisterio de la Iglesia católica establece que “la vida desde su concepción, ha de ser salvaguardada con sumo cuidado” (GS, nº 51), pero se guarda muy mucho de afirmar que sea competencia de ella determinar el momento de esa concepción o fecundación, que viene a durar unas veinte horas. Atendiendo a lo acordado en el concilio, la interpretación de los padres decidió excluir deliberadamente que la concepción se la colocara en el momento mismo de la unión de los gametos masculino y femenino. Esta voluntad parece quedó reflejada en alguna de la notas que advertía expresamente “quin tangatur tempus animationis” (sin que se toque el tiempo de la animación). No obstante, otros documentos eclesiásticos parecen afirmar algo distinto: “El embrión humano tiene desde el principio —desde la constitución del cigoto— la dignidad propia de la persona humana”, “La Iglesia ha sentido el deber de reafirmar la dignidad y los derechos fundamentales e inalienables del ser humano, incluso en las primeras etapas de su existencia” (INSTRUCCIÓN DIGNITAS PERSONAE, Introducción, 4 – 5 – 37, 12 diciembre 2008).

b) En todo caso, es preciso subrayar que en la Tradición cristiana ésta ha sido una cuestión abierta, discutida y discutible, como lo demuestra la teoría de la animación simultánea (defendida por San Alberto) y la teoría de la animación sucesiva (defendida por Sto. Tomás).

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