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ESPAÑA EN EUROPA HOY

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Éxodo 112 (en.-feb) 2012
– Autor: Joaquim Sempere –
 
La relación entre España y Europa ha sido problemática desde que empezaron a constituirse los modernos estados-nación. Se puede resumir como la historia de la dificultad de España para asumir la modernidad alumbrada por Europa tras la expansión ultramarina iniciada el siglo XV.

La modernidad ha ido asociada con el retroceso de los regímenes señoriales medievales y de la influencia determinante de la Iglesia cristiana sobre toda la vida social. La burguesía –en sus múltiples encarnaciones– ha sido un grupo social decisivo en esta evolución, con el apoyo primero y el relevo después de otros sectores sociales, las clases populares, y en particular la clase obrera industrial a partir de mediados del siglo XIX.

España ha contribuido poco a esta evolución. Desde su expansión ultramarina, que comienza con la conquista de América, siguió una trayectoria muy diferenciada del resto de Europa. Un factor decisivo fue la hegemonía señorial-feudal en la vida social del país, ligada a una historia de “reconquista” tras la invasión árabe y norteafricana, que impuso el islam a buena parte de la población autóctona. Aunque la historia medieval española no debe verse, ni mucho menos, como un estado permanente de guerra, es evidente que se generó una mentalidad peculiar con un fuerte componente guerrero ligado a una identidad colectiva muy marcada por el aspecto confesional. El sarraceno era el “otro” que debía ser expulsado del país. También el judío pasó a serlo: con su expulsión en 1492, los Reyes Católicos exacerbaron la identificación de lo nacional con lo étnico, lo militar y lo religioso y con los valores e ideales del mundo feudal.

Es cierto que al norte de los Pirineos en los siglos XVI y XVII Europa estuvo desgarrada por las guerras de religión (y que la historia de Europa es una historia de guerras interminables). Pero en esa Europa la mercantilización de la sociedad había empezado ya a poner en jaque el poder nobiliario, a diferencia de lo que ocurría en Castilla, cuya aventura americana fue decisiva en el proceso, y sin embargo no asumía la nueva mentalidad mercantilista ni el racionalismo religioso de la Reforma. El incipiente desarrollo industrial y burgués castellano que tuvo lugar en el siglo XVI pronto se detuvo, y mientras más allá de los Pirineos crecía una economía mercantil y una clase burguesa que iba tomando posiciones en todos los campos de la vida social y espiritual, en España se consolidaba el poder nobiliario y la cultura guerrera, reforzados por una Iglesia intervencionista con mucho poder económico y un monopolio espiritual excluyente (recordemos la doble expulsión de judíos y musulmanes) reforzado por el brazo armado de la Inquisición, que estuvo vigente hasta 1823. (Una excepción al predominio feudal fue Cataluña, cuyo despegue comercial por el Mediterráneo desde el siglo XIII se vio frustrado por los estragos de la peste negra en el XIV. Hasta el siglo XVIII Cataluña no se recuperó económica y demográficamente, y hasta el siglo XIX no empezó a jugar algún papel en la historia española. Como Cataluña ha sido modernamente la región “más europea” de España, su encaje –o su falta de encaje— en España da claves para entender las relaciones con el resto de Europa.)

Por todo ello tuvo lugar una evolución divergente de España y Europa entre los siglos XVI y XX. Los brotes de Reforma protestante fueron en seguida abortados, y la Ilustración estuvo aquejada de raquitismo por la presión de la Inquisición y de una Iglesia católica contrarreformista. La economía burguesa no prosperaba; las ciudades no eran como más allá de los Pirineos focos de renovación social; las universidades estaban supeditadas a la Iglesia; la ciencia moderna brillaba por su ausencia. En los siglos XIX y XX la visión europea de España era la de un país exótico, atrasado, con peculiaridades premodernas muy marcadas. Un país “de charanga y pandereta” asociado a estereotipos de bravura e idealismo quijotesco alejados de la vida real y práctica. La industrialización y la modernización institucional del país han tenido lugar a trancas y barrancas. Las viejas clases dominantes han ido transmutándose en una oligarquía financiera y terrateniente de mentalidad parasitaria y con tendencia a la picaresca y a la corrupción. En este marco, no madura una sociedad civil vigorosa: el escaso desarrollo intelectual no lo facilita, la debilidad de la vida burguesa tampoco. La conciencia de este estado de cosas dará lugar a una crisis espiritual encarnada por la “generación del 98” cuando la pérdida de Cuba y Filipinas –últimos restos de un imperio en el que “no se ponía nunca el Sol”— pone al descubierto la decadencia de un país que ni halla un puesto relevante entre las naciones europeas ni acaba de tomar conciencia de su situación. La pregunta por “el ser de España” y la reflexión sobre “España como problema” se prolongará durante toda la primera mitad del siglo XX.

El propio fascismo español tuvo unos rasgos y una historia atípicos. El fascismo de Franco fue un producto genuino de una sociedad con una muy pobre sociedad civil, que movió al ejército a actuar como el principal protagonista político (sin que existiera jamás un partido propiamente dicho que no fuera mero instrumento del poder estatal militar), y además, gracias a su desfase cronológico, pudo perdurar tras la derrota militar conjunta de todos los demás fascismos europeos. Aunque la Europa supuestamente democrática se acomodó pronto a la coexistencia con el franquismo –revelando así el vigor del fondo clasista e ideológicamente reaccionario que siempre ha estado al acecho en toda Europa—, la España franquista ilustró nuevamente la heterogeneidad española, la “diferencia” española respecto al resto de Europa.

Los años de libertades políticas tras la muerte del dictador Franco –como lo habían sido de forma incipiente los de la Segunda República— han sido la época de mayores oportunidades de cara a una “normalización” europea de España. Tras la transición postfranquista, han bastado tres decenios para que la sociedad española mostrara su potencial en materia científica y tecnológica, pese al retraso acumulado. Algo parecido puede decirse a propósito de una gestión administrativa moderna y en otros aspectos de la vida civil, como el establecimiento de sistemas educativos y sanitarios a la altura del resto de Europa. Ello no obsta para que la gestión irresponsable de los fondos solidarios europeos, a menudo malgastados en obras suntuarias, autopistas poco transitadas, aeropuertos inútiles o trenes de alta velocidad sin pasajeros, se repite como una pesadilla que retrotrae a los viejos demonios, que siguen vivos.

La dictadura desapareció en una década peligrosa: la del inicio de una crisis de larga duración que impedirá la consolidación de una democracia digna de este nombre y de un movimiento político y sindical de izquierdas. Con las libertades llega la crisis económica y el paro, que obligan a estrategias defensivas de las fuerzas de izquierdas. La vitalidad democrática sufre de esta situación y hace posible que los estratos responsables de la guerra civil y la dictadura resistan los intentos de debilitamiento de su poder social.

Los últimos 15 o 20 años de franquismo habían hecho posible una modernización industrial y económica que había modificado muchas cosas en el país. Entre ellas, la sociedad española había empezado a probar las mieles del consumismo bajo la propia dictadura, sin libertades políticas. Un resultado de ello fue una mentalidad de nuevo rico no contrapesada por la dialéctica social y política que permiten las libertades. A la vieja herencia carpetovetónica de atraso cultural y social en un entorno de represión oscurantista se añadió un conformismo de nuevo cuño basado en una prosperidad burbujeante y una despolitización generalizada.

La historia hoy transcurre muy deprisa, y cuando España salía de la dictadura franquista, daba de bruces con una Europa que empezaba a ser víctima de la contrarrevolución neoliberal y del consiguiente retroceso de su vida democrática. Una población despolitizada y corrompida por la prosperidad opulenta del consumismo aceptaba la deriva impuesta primero por Reagan y Thatcher y aplaudida después por todos los poderes establecidos. Con la desregulación de la economía y la entronización del libre mercado, la democracia se ha ido vaciando de contenido. El gobierno descarado de los tecnócratas financieros iniciado a finales de 2011 por imposición directa del poder financiero deslocalizado, aceptado por una elite política europea servil, ha llevado a su punto más bajo las conquistas sociales y políticas que últimamente se pregonaban como peculiaridad europea frente al capitalismo más descarnado de los Estados Unidos.

El “Estado social de derecho” se puede describir como un sistema de derechos y obligaciones de carácter socialista que se impusieron al poder del gran capital en el marco de un gran pacto social por el cual el gran capital aceptaba elementos de socialismo (una redistribución basada en una presión fiscal igualitarista, que hace pagar porcentajes más altos a quienes más tienen) a cambio de una renuncia de los trabajadores (a través de sus sindicatos y partidos) a cualquier intento de atacar o socavar la propiedad privada de los medios de producción. Esto equivalía a la renuncia de la izquierda a todo proyecto real y efectivo de socialismo, y a su aceptación de unas reglas de juego dentro de las cuales se comprometía a jugar. Fausto vendía su alma a Mefistófeles a cambio de unas ventajas inmediatas, nada desdeñables pero precarias. Mientras fue posible la prosperidad de los “treinta años gloriosos” que siguieron a la segunda guerra mundial, el pacto se mantuvo. Pero con la crisis de los setenta y un reparto entre renta del capital y renta del trabajo que los grandes capitalistas empezaron a considerar inaceptable, el pacto se resquebrajó: la contrarrevolución liberal fue el contraataque, victorioso, que nos ha llevado a la situación actual.

Europa corre el riesgo de perder una de sus señas de identidad recientemente adquirida: un modelo de sociedad que había logrado corregir con un cierto éxito algunos de los peores rasgos del capitalismo. Con las amenazas a las libertades y a los derechos duramente conquistados, peligra uno de los rasgos identitarios de Europa. La España renacida tras la muerte de Franco había apostado fuerte por este rasgo: su europeidad está hoy asociada a él.

Pero ¿cuál es en realidad la identidad europea? ¿Tiene incluso sentido hablar de identidad europea?

Si podemos estar orgullosos de ser europeos, es porque este pequeño apéndice geográfico de la enorme masa continental eurasiática ha sido escenario de algunos progresos materiales y espirituales valiosos. Aunque con aportes indios, chinos, árabes, persas y otros, Europa fue capaz de desarrollar un pensamiento racionalista y científico; alumbró la autopercepción de los seres humanos como individuos o personas autónomas; hizo emerger una vida civil liberada de ataduras atávicas (familiares o tribales, confesionales, étnicas) en la que cada persona actúa como ciudadano libre; construyó instituciones políticas sobre la base de la ciudadanía universal sin adjetivos y basadas en las libertades políticas, civiles, culturales, etc. Estos progresos son legítimamente el orgullo de Europa. Pero las conquistas universales no son sólo para quienes las logran: son adquisiciones de la humanidad entera. De ahí la vocación universal de los avances logrados en Europa por europeos.

Europa ha mostrado su genio e ingenio. Pero la realidad tiene muchas caras: por un lado, democracia y derechos civiles; por otro, autoritarismo y totalitarismo, tan genuinamente europeos como lo otro. Durante los años veinte y treinta del siglo XX, hubo momentos en que sólo Gran Bretaña y Suecia estaban libres de fascismo: Mussolini en Italia, Salazar en Portugal, Hitler en Alemania, Dollfuss en Austria, Horthy en Hungría, Franco en España, Metaxas en Grecia, sin contar los Pétain, Quisling y demás satélites impuestos por la expansión hitleriana.

Otra cara mala de la modernidad europea ha sido la dominación colonial de medio mundo. Europa utilizó la superioridad momentánea que iba ganando sobre los demás para dominar el mundo. La expansión ultramarina seguida del colonialismo forman parte de esta historia. No tiene sentido negarla, pero tampoco aceptarla sin revisión autocrítica. La dominación, la esclavización, el saqueo, la devastación cultural, la destrucción ecológica forman parte de esta historia única e indivisible que ha desembocado en el mundo tal como lo conocemos hoy. En esta historia los demás pueblos no han sido meros sujetos pacientes. Se han defendido o se han dejado sojuzgar, han usado sus armas, a veces tanto o más crueles que las de los invasores. Han asimilado con mayor o menor presteza los avances que les venían de fuera. Pero la historia moderna del mundo no se puede narrar sólo como un contacto de culturas con mutua fecundación: ha sido más bien un choque de culturas en el que los europeos (y luego los habitantes de esa “Nueva Europa” que fue los Estados Unidos) han impuesto su superioridad.

Las enormes desigualdades entre clases y entre países, uno de los grandes problemas de hoy, tiene que ver tanto con el colonialismo –que cavó grandes diferencias entre regiones del mundo— como con el capitalismo moderno –también un retoño de Europa—. La crisis ecológica, que nos empuja a todos al abismo, es también un resultado combinado de progreso técnico y codicia capitalista (y una peculiar idea –prometeica— de la relación entre especie humana y naturaleza). Tenemos argumentos para estar orgullosos de las aportaciones europeas al mundo; pero para ser coherentes, tenemos que asumir nuestras responsabilidades como europeos ante unas amenazas globales que hemos contribuido mucho a desencadenar.

Estamos en una situación complicada. Como españoles, nuestra modernización inacabada o cojeante nos hace mirar una y otra vez hacia el Norte, hacia Europa, para inspirarnos. Pero a estas alturas del nuevo milenio, confrontados a una crisis ecológica y energética gravísima y a un ataque brutal a los derechos sociales y políticos que dábamos por definitivamente adquiridos, a la vez que “nos inspiramos” en valores que son un mérito de Europa, tenemos que observar con distancia y espíritu crítico una evolución europea que no asume los nuevos problemas, sino que nos aleja de las soluciones. Tal vez vamos a vivir una nueva situación de “normalidad” imprevista con respecto a Europa: nos veremos obligados a “homologarnos” con Europa a la vez que deberemos contribuir con los demás a alumbrar una nueva civilización, un metabolismo nuevo con la naturaleza y un orden internacional que permita a todos los pueblos de la Tierra vivir –frugalmente— en armonía en un entorno natural gravemente deteriorado por una civilización depredadora. La apuesta es difícil, pero estimulante. Europa tiene muchas bazas para desempeñar un papel dirigente en este avance. Hoy podría y debería liderarlo, encontrando en dicho proyecto sus signos de identidad. Pero puede también optar por el autoritarismo, el racismo y el exterminio del débil. Las opciones están abiertas.

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