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El impuesto a las transacciones financieras, hoy

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Escribir hoy sobre el Impuesto a las Transacciones Financieras (ITF), popularizado por ATTAC a principios de este siglo como la Tasa Tobin, incita a una inversión del texto empezando por el final: ¿Qué argumentan los que se oponen a su implantación?

Es tan manifiesta la deshonestidad intelectual de muchos discursos que rechazan su utilidad, cuando no descalifican su mera formulación con el argumento de inaplicable, que es útil desgranar algunas de las ideas que subyacen a las opiniones en contra del ITF.

Más aún, teniendo en cuenta que el pasado 28 de Septiembre de 2011, en cumplimiento de una votación anterior en el Parlamento Europeo, el Consejo elaboró una propuesta de Directiva relativa a un sistema común de Impuesto sobre Transacciones Financieras (modificada el 9 de noviembre de 2011)[1]que desmonta el argumento de su dificultad técnica. A pesar de la insuficiencia de la propuesta de Directiva, su mera existencia desplaza al terreno político la cuestión de la aplicabilidad del ITF. La madurez técnico-jurídica de la propuesta es indudable; su madurez política dependerá de la capacidad de la ciudadanía de exigir un cambio de agenda en las prioridades para afrontar la crisis. Sin olvidar que la profundidad y persistencia del caos financiero actual hace imprescindible que los gobiernos europeos (y no sólo europeos) actúen, recuperando la iniciativa en el doble sentido de regular los mercados financieros y de posibilitar una recaudación que no sólo haga frente a importantes necesidades sociales y ambientales sino que exija su cuota parte a quienes han originado la actual crisis sistémica.

Bajo el contundente título de ”la Tasa Tobin no es la solución”, el periódico El País publicó el pasado 29-1-12 en su sección económica dominical la opinión de varios economistas y expertos que nos permiten glosar algunas ideas que han calado en una ciudadanía bombardeada previamente por los ideologemas del ultraliberalismo económico.

El argumento menos consistente de los expuestos es el que afirma que “establecer un ITF del modo que se está planteando no parece lo más adecuado en estos momentos”. Como hay que descartar que se esté haciendo referencia a la conveniencia de haberlo implantado hace diez años, lo que en realidad se dice es que nunca será el momento y, en este sentido se habla, conscientemente o no, en nombre del lobby financiero cuyos beneficios de origen especulativo se verían afectados por el ITF.

Más consistencia parece en principio que tienen quienes afirman que “al trasladarse al consumidor final se convertiría simplemente en una mayor penalización por utilizar los servicios de la banca”. Se trata, en el mejor de los casos, de una originalidad si lo que se quiere afirmar es que los particulares y empresas que utilizan los servicios de banca comercial van a pagar por operaciones que en realidad no realizan ellos, sino que son concertadas en los mercados entre intermediarios financieros. Más que un impuesto indirecto, se trataría, según esta interpretación, de un nuevo y singular tipo de impuesto que podríamos denominar “impuesto rebote” o, lo que sería inaceptable, un chantaje a la ciudadanía ante la amenaza que supone el ITF de reducir los negocios especulativos.

“El establecimiento de forma unilateral en Europa generaría diferencias sustanciales con otras plazas financieras y posibilidades de arbitraje que derivarían en una canalización de transacciones financieras hacia otras localidades financieras, [con lo que habría] mas distorsión”, afirman con contundencia quienes se aferran a los modelos teóricos de la eficiencia en los mercados de capitales, como si el arbitraje no se confundiera a menudo con la especulación a través de la negociación de alta frecuencia[2] (high frecuency trading, en inglés) y la raíz de casi todas las distorsiones no procediera de los propios mercados financieros desregulados.

En la misma línea se dice que “Europa no puede de ningún modo adoptar la tasa unilateralmente puesto que distorsionaría los mercados internacionales y, además, crearía un incentivo para que inversores y bancos se trasladen fuera de la Unión”. La deslocalización ya existe por en los paraísos fiscales (probablemente los mercados de capitales “más desarrollados”)[3] y de la competencia fiscal entre Estados fomentada por las grandes corporaciones globales[4]. No parece que se pueda encontrar mayor distorsión, salvo que sólo se quiera ver la paja en el ojo ajeno.

Para finalizar este corto recorrido por algunas opiniones de expertos expresadas en la prensa especializada, una perla que desnuda con crudeza el trasfondo ideológico de muchas de ellas: “… como siempre, la reflexión serena que sigue a los primeros impulsos acaba ratificando la lógica económica y devolviendo la tasa al baúl de la buena conciencia social”. Confiar en que la búsqueda de la rentabilidad financiera a corto plazo expresa la lógica económica y, lo que es más definitivo, que la lógica económica tiene carta de naturaleza es la otra cara de la reducción de lo social a una cuestión de (buena) conciencia, clausurando cualquier debate con quienes defendemos una perspectiva social de los problemas económicos.

Antes de exponer nuestra propuesta de un Impuesto a las Transacciones Financieras en el marco del actual debate, resumiremos las premisas de quienes se oponen a su implantación, con el fin de situar mejor el sentido de nuestra opinión.

El núcleo del argumento sería: La liquidez facilita la formación de los precios en torno a los equilibrios económicos fundamentales garantizando la calidad de los precios de los activos, por lo que la asignación eficiente de los recursos productivos se logra favoreciendo la “libre” circulación de capitales. Una buena parte de las operaciones a corto plazo se utilizan para “distribuir” riesgos y la aplicación del ITF no sólo aumentaría los costes de transacción en los mercados financieros sino que sería fácil de eludir ya que los bancos y las grandes corporaciones pueden sortearlo, en gran parte con la ayuda de prácticas financieras cada vez más sofisticadas e ingeniosas.

Varias preguntas ponen en cuarentena todo el párrafo anterior: ¿Dónde está la liquidez hoy? ¿Por qué no viene en nuestro auxilio para resolver los graves problemas económicos y sociales que sus excesos, vía apalancamiento descontrolado y creación de activos financieros tóxicos, abonaron en las décadas pasadas hasta implosionar en 2007? ¿Quién sabe delimitar cuándo un problema de liquidez se transforma en un problema de solvencia cuando se trata de las finanzas, actividad que depende críticamente de la confianza? ¿A qué regulación le pueden echar la culpa, cuando quienes deberían regular están dedicados en exclusiva a salvar el negocio financiero? ¿Qué asignación eficiente es posible existiendo una competencia desleal entre las Bolsas de Valores y las plataformas de negociación privadas? ¿A cuánto ascienden los costes de la falta de supervisión de las prácticas financieras imprudentes? ¿Por qué llaman prácticas financieras sofisticadas e ingeniosas a lo que no son sino ingeniería contable y financiera tramposa?[5]

Y en términos de corrupción del lenguaje, ¿Por qué se dice libertad cuando se quiere decir impunidad? ¿Desde cuándo se habla, contra toda evidencia, de distribuir riesgos, cuando se trata de un contagio?[6]

2.

Puede parecer de perogrullo pero en estos tiempos hay que hablar de lo evidente: el ITF es un impuesto. Quiere decir que se trata de una herramienta de regulación, de redistribución y, en su caso, de sanción. Reivindica su papel en la búsqueda de la justicia económica global, a través de su función tanto reguladora de la actividad económica como redistributiva de recursos a nivel global. En la medida en que la estabilidad financiera y la adecuada asignación de recursos financieros es un bien común global, el ITF internaliza externalidades negativas y busca la corrección de fallos del mercado financiero; en este sentido se trata de un impuesto pigouviano (con permiso de Ronald Coase y su teoría de los costes sociales).

El ITF se dirige exclusivamente a las transacciones financieras, aquellas que suponen la compraventa de activos financieros; no es un impuesto a las instituciones financieras sino a las operaciones financieras que realizan. No es un impuesto a las inversiones financieras ya que no grava el patrimonio invertido en activos financieros. Tampoco es un impuesto a los beneficios ya que no grava los rendimientos del capital financiero. No es una tasa a los bancos. Es, en suma, un impuesto indirecto que pretende, fundamentalmente, penalizar el vértigo especulativo.

Se excluyen, entre otras, las operaciones al contado, para no afectar a las transacciones particulares. Se excluyen los préstamos interbancarios a corto plazo que dotan de liquidez al sistema en su conjunto y que suponen enormes movimientos de dinero por razones coyunturales de desequilibrios bancarios. Se excluyen las operaciones entre bancos centrales que se llevan a cabo en función de las respectivas políticas monetarias[7]. Por el momento, no es posible incluir instrumentos financieros negociados entre dos partes en mercados extrabursátiles y over the counter (OTC), que se realizan sin vigilancia y supervisión. Es una tarea urgente que estas operaciones se registren a través de Cámaras de Compensación y un avance importante tras implantarse el ITF sería la definición de una figura delictiva fiscal que permita perseguir estas prácticas en tanto que estarían evadiendo un impuesto.

Las propuestas del tipo impositivo varían significativamente entre quienes proponen el ITF, aunque su insignificancia en cuanto a porcentaje (van desde el 0,01% para los derivados propuesto por el Consejo hasta el 0,5% de la propuesta inicial de Attac) se explica por el enorme volumen de operaciones que se realizan en la actualidad en los mercados financieros, lo que permitiría una gran recaudación[8] y, en segundo lugar, por el objetivo expreso de no penalizar aquellas operaciones que posibilitan directamente la financiación de actividades productivas y del consumo e inversión de los particulares. El ITF penaliza la repetición de operaciones financieras que son característica de los movimientos especulativos a corto plazo, sin incidir prácticamente en operaciones puntuales[9]. El tipo impositivo que se establezca debería estar sujeto a revisión trianual y podría subir excepcionalmente para neutralizar ataques especulativos a monedas[10].

Llegamos así a dos cuestiones que preocupan con razón a quienes enfocan el ITF desde el pragmatismo de la actual estructura institucional mundial, desconfiando de los organismos internacionales que en la actualidad gestionan los asuntos mundiales: ¿Quién y cómo se recauda el impuesto? Y, más importante si cabe, ¿A qué se destina?

Este juego de preguntas tiene el enorme valor de colocar en primer plano la cuestión del gobierno mundial y de las estrategias que, desde hace décadas, se están desarrollando para su constitución. A la propuesta de una “gobernanza” global que pivote sobre las grandes corporaciones globales, los fondos financieros globales y las instituciones globales independientes del escrutinio y control político[11] asignando a los Estados nacionales un papel cada vez más subsidiario y residual, la implantación del ITF sitúa un impuesto en la base de la gestión democrática de los asuntos globales. Quizá aquí está una de las claves del rechazo a la implantación del ITF: la deliberación democrática sobre quién recauda el impuesto, cómo y para qué desvela un atisbo de proceso constituyente global frente al hecho que se nos quiere vender como inevitable de las finanzas constituidas como única posibilidad de gobierno global.

Aún así y de inmediato, como las transacciones financieras que se verían sometidas al impuesto transitan a través de pocos carriles[12], el uso reformulado de las actuales Cámaras de Compensación privadas, de las Bolsas de Valores y la intervención en asuntos fiscales de los Bancos Centrales permitiría cobrar el ITF, trasladando su recaudación a un organismo dependiente directamente de las Naciones Unidas. Esto requiere un alto grado de coordinación y cooperación impositiva, al tiempo que una mayor armonización e integración fiscal[13].

La propuesta original de Attac planteaba que los fondos recaudados debían dedicarse a la lucha contra la pobreza, la prevención del cambio climático y el impulso de una economía sostenible, la erradicación de enfermedades como la tuberculosis y la malaria, la lucha contra el SIDA[14] y otras prioridades que se deben definir mediante procesos de consulta a las organizaciones sociales y de deliberación política democrática. El desarrollo de la crisis en Europa plantea la necesidad de debatir acerca de la conveniencia de que una parte de lo recaudado inicialmente se utilice para restituir a los contribuyentes europeos parte del aporte forzoso que sus gobiernos les han exigido para salvar a su banca a costa de los servicios públicos y el empleo, no siendo admisible que se pretenda aplicar estos fondos al salvamento futuro de los bancos.

3.

En estos últimos meses diversos dirigentes y gobernantes han planteado la aplicación de alguna variante del Impuesto a las Transacciones Financieras. Descontando la indudable demagogia que subyace a varias propuestas presentadas en plenas campañas electorales o en momentos críticos de la crisis, es muy útil que se sitúe en el debate público la posibilidad real de implantar el ITF. El ITF es posible; que sea probable es una tarea política urgente. Su aplicación a nivel nacional (como sugiere Sarkozy para Francia) puede servir como aldabonazo, pero es la zona Euro el ámbito mínimo de aplicación, y para que sea eficaz en los términos planteados por nuestra propuesta debería aplicarse a toda la Unión Europea[15].

En todo caso, el ITF es parte de la solución, pero no es la solución definitiva. Para que sea una herramienta que permita, además, combatir la especulación financiera mediante la reducción de las transacciones a cortísimo plazo y la consiguiente reducción de la volatilidad de los precios de los activos a largo plazo, debe estar acompañada de un bloque de medidas que, en conjunto, coloquen a las finanzas globales al servicio de la actividad productiva de bienes y servicios que satisfagan las necesidades humanas:

Prohibición de negociar con derivados en mercados de materias primas y energéticas que requieren de cobertura pero no de la especulación a corto plazo.

Separación entre la banca comercial y la banca de inversión para garantizar los ahorros de los particulares y gestionar adecuadamente los créditos a particulares y empresas[16].

Modificación del papel y autonomía del BCE para que intervenga directamente en las políticas de creación de empleo y deba rendir cuentas a la ciudadanía europea.

Limitar el apalancamiento financiero para reconducir el excesivo endeudamiento que está en la base de la crisis financiera.

Regulación de la banca en la sombra y supresión de los paraísos fiscales externos e internos.

Mayor progresividad fiscal y equiparación de los tipos impositivos a los rendimientos del capital y del trabajo.

Creación de una banca pública nacional. En el caso español, utilizando la base que existe en la participación estatal en el salvamento de las Cajas de Ahorro, replanteando su funcionamiento para que sea transparente y rinda cuentas a la ciudadanía sobre su gestión.

Penalización de las megasueldos a los gestores financieros que, además de injustos, han contribuido a crear incentivos perversos en el comportamiento gerencial de empresas que han recibido beneficios fiscales.

Garantizar servicios públicos universales y de calidad que sean financiados con la recaudación fiscal y no con el crédito.

Armonización fiscal que impida la elusión de impuestos por parte de las grandes corporaciones que deslocalizan sus domicilios fiscales y su negocio por internet[17].

Defensa del sistema público de pensiones como instrumento de cohesión y justicia social.

Esta enumeración no exhaustiva de propuestas quiere arropar la implantación del ITF en la línea que impulsa Attac: recuperar la gestión de los asuntos económicos de las manos de los intereses financieros y, lo que es cada vez más acuciante, impedir que las finanzas nos gobiernen suplantando las relaciones sociales y políticas por unas relaciones financieras totalizadoras, peligrosa antesala de un nuevo totalitarismo tecnocrático.

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